El doctor Centeno: 44
Principio del fin : VII
editarSacoles de aquella perplejidad en que ambos estaban una voz, precedida de dos discretos golpes en la puerta. La voz dijo: «¿dan su permiso?» y la persona que entró era D. José Ido, que venía a preguntar por el enfermo y a dar las gracias por los auxilios de la noche anterior. Alejandro, como de costumbre, dijo que se sentía mucho mejor, y entabló un ameno coloquio con aquel excelente sujeto, mártir de la instrucción, fanal de las generaciones, accidentalmente apagado por falta de aceite. Los tiempos estaban malos, y francamente, naturalmente, el bueno de Ido no había de coger una espuerta de tierra en las obras del Ayuntamiento... ¡Y pensar que había en España diez millones de seres con ojos y manos, que no sabían escribir!.. ¡Y que él, hombre capaz de enseñar a escribir al pilón de la Puerta del Sol, no tuviese qué comer...! ¡Qué anomalías, y qué absurdos, y qué contrasentido tan desconsolador! ¿Pero esto era una nación o una horda? Ido se inclinaba a creer que fuera una piara de empleados, una manada de cesantes y una gavilla de pretendientes... Por todas partes no se oía otra cosa sino que se iba a armar la gorda, y D. José... francamente... le pedía a Dios que se armara lo más pronto posible y que hubiera una catástrofe tal, que todo se volviese patas arriba, y que viéramos a los generales y ministros yendo a esperar a los Reyes, y a los aguadores sentados en las poltronas... ¡ajajá! Porque la vuelta tenía que ser grande para que el país se desasnara.
Felipe, mientras su amigo hablaba, había encendido la cocinilla económica, y calentaba agua. Las retorcidas hojas del té estaban allí, en un papelillo; pero faltaba el azúcar.
-Si tuviera usted un poco de azúcar, don José....
-Precisamente -replicó el pendolista con generoso arranque-, ese es un artículo de que no carecemos nunca. Mi mujer tiene un primo confitero, que nos da el caramelo de desecho, el almíbar que se quema y toda la confitería que se pasa de punto... Al momento.
Fuese y volvió con un gran paquete de todas aquellas materias sacarinas que había dicho. De los pedazos de caramelo llenó Alejandro un cucurucho para ponerlo debajo de la almohada, y al instante empezó a chupar. Aunque algo quemados, estaban buenos y a él le sabían bien.
-Pues si tuviera usted un poco de leche, D. José....
-Voy a ver... Puede...
Al poco rato, volvió mi hombre con un vasito que contenía un dedo de leche.
-Si se pudiera arreglar el señor con esto...
-Basta, muchas gracias.
Despidiose D. José para ir a sus quehaceres, que eran recorrer todo Madrid en busca de colocación, y afanar, al mismo tiempo, por los medios que la Providencia le sugiriera, el sustento para el día, tarea cruel, áspera y abrumadora que al pobre hombre le consumía y le resecaba hasta dejarle en los puros huesos. Bien copiando algún escrito, bien apelando a los sentimientos caritativos de algún amigo, o ya felicitando a cualquier prócer con un mensaje lleno de rasgos y primores caligráficos, lograba reunir miserable suma; pero ¡las necesidades eran tantas...! Luego ¡la enfermedad de su señora, el médico, las medicinas...! Francamente, naturalmente, D. José Ido del Sagrario dudaba de la Divina Providencia.
Cuando Alejandro se tomó su té, que le supo muy bien, dijo a Felipe:
-Así no podemos estar... Esto es horrible. ¡Vaya un día! Hijito, es preciso que busques algo. Vete a ver si Cienfuegos tiene. Que te dé siquiera dos duros. Si no tiene, habla con Arias y con Zalamero, y píntale la situación...
A media tarde volvía Felipe de su caminata. En aquel largo espacio de tiempo, no había estado Miquis en completo abandono. Cirila, que no era un ángel ni mucho menos, pero sí un ser humano, había entrado a las once y le había dicho esto:
-He puesto un pucherito. Le traeré a usted una taza de caldo, o unas sopas claras si las quiere. Ya me debe usted seis duros, y si me da algo a cuenta, no le faltará nada.
Felipe no vino con las manos vacías. Oigámosle:
-Cienfuegos no tenía nada. Arias dice que si usted le da cinco duros, la hará un gran favor. Sí, para dar estamos. Poleró dice que vendrá a verle a usted esta noche y Sánchez de Guevara me dio esta peseta para mí... ¡para mí! Bueno. El tío prisma salió muy tieso del comedor, con el mondadientes de plata en la boca, el Sr. Completo salió a echar sus cartas, y me preguntó si estaba usted mejor. Le dije que sí y echó un suspiro. Prisma dijo que memorias, y que si se le ofrecía algo para París. ¡Ah!... Zalamero que vendrá también por aquí... Bueno... ¡Ah!, memorias de Julián, que salió conmigo a la calle, y ha venido acompañándome hasta la puerta. No quiso entrar... Bueno... Ahora viene lo gordo... (metiendo la mano en el bolsillo y sacando un objeto.) ¿A que no sabe usted quién me ha dado este duro?... Si lo acierta... ¿A que no acierta? Pues me lo ha dado doña Virginia. Dice que le va a mandar a usted chuletas... que eso que usted tiene no es más que hambre y que se cura con carne.
-¡Pobre Virginia!, es una buena mujer... Mira, dale el duro enterito a Cirila. Hay que tener presente que se le debe más. Hoy me ha dado sopas.
-¡Ah!... D. Basilio me dio este real... ¡para mí!... y que expresiones, y que no se acoquine usted.
Por la noche tuvieron de visita a Zalamero, Poleró y Arias. Hablaron tanto, que Alejandro se aturdió un poco con el ruido; pero disimulaba su malestar por no privarse del gusto que tenía en la conversación. Lo único que dijo, fue:
-Hagan el favor de no fumar mucho aquí.
Poleró, con su vehemencia de costumbre, le decía:
-Anímate, hombre. Sal de esa cama. Hace ahora un tiempo hermosísimo. Si no fuera porque están cerca los exámenes y hay que empollar, te acompañaríamos más. ¿Y el drama? ¿Se representará la temporada que viene?
-Eso, seguro.
-Creo que esta semana se pone en escena la comedia de Federico Ruiz. Me han dicho que es mala adrede.
Y Arias, fuerte en literatura, hablaba de Los Miserables, obra que por aquellos días cautivaba y embelesaba a tantos lectores. ¡Aquella Cosette!... ¡aquella Fantina!... ¡aquel Juan Valjean!... ¡aquel capítulo la tempestad bajo un cráneo!... ¡aquel polizonte Javert!... ¡aquel capítulo de las cloacas!... aquel Fauchelevant!... ¡aquellas monjas del pequeño Picpus!... ¡aquella frase no hay que confundir las estrellas del cielo con las que imprimen en el fango las patas de los gansos!... ¡aquel Gavroche!... En fin, todo, todo...
Con estas conversaciones, se ponía Alejandro excitadísimo y lo entraba ardorosa fiebre. ¡Qué mala noche iba a pasar! Más valía que se fueran. Los muchachos, compadecidos de la horrible situación de su amigo, convinieron en hacerle un anticipo. No eran ricos; pero entre todos echaron un guante, dejando sobre la mesa de noche tres duros y dos pesetas.
-Adiós, adiós; a ver si te sacudes.
-Adiós, y gracias. Ya os lo mandaré con Felipe, cuando reciba lo que me enviará mi padre.
Por la escalera abajo, los tres jóvenes hacían comentarios sobre lo que acababan de ver.
-Yo le tengo lástima; pero hay que confesar que es un suicida. Él se ha matado.
-¡Pobre chico!... y lo que es ese no se levanta más. Yo se lo decía: «Mira que te estás matando».
-La casa es una perrera. ¿Qué idea le dio de venirse aquí?
-¿Pero tú has visto a Miquis hacer alguna vez una cosa derecha y con sentido común?
-Si no hay quién le entienda...
-Es un desgraciado, un loco... Bien merecido le está.
Poco después entró Cienfuegos. Ver el dinero que sobre la mesa de noche estaba y hacia él írsele con avidez los ojos fue todo uno.
-Chico, me debes dos pesetas del percloruro de hierro. ¿A ver ese pulso? Algo excitado. ¿Han estado aquí esos? ¿Ha habido conversación? Se conoce. ¿Y qué tal? ¿Has comido? Doña Virginia te mandará mañana unas chuletitas.
Terminado el interrogatorio médico, se le escaparon estas palabras sacramentales:
-Veo que estás en fondos... No, lo que es este duro me lo llevo. Recuerda que me debes... Es decir, yo te debo más; pero me refiero a lo accidental. Chico, la lucha por la existencia es la más cruel de las leyes. ¡Eh!... tú, Felipe, trae esta noche cloral. ¿Has perdido la receta? Si a las diez no duerme, se lo das. Avisa a cualquier hora de la noche si hay novedad.
Incomodado estaba Felipe de la franqueza con que el médico expoliaba el tesoro del enfermo; pero no se atrevía a decir nada. Cuando se fue Juan Antonio, hablaron un ratito amo y criado de la necesidad de llamar otro médico, el mismo que había venido al principio... Días pasaron sin ninguna novedad. Ido les acompañaba algunos ratos, y ambas familias se favorecían mutuamente en sus tribulaciones. A lo mejor tocaban a la puerta, y se veía asomar por ella el rostro agraciado de una niña de diez años, bonita, rubia, con la cara sucia y el vestir andrajoso:
-Don Felipe....
-¿Qué quieres, muchacha? -preguntaba él asustado del don.
-Dice mi mamá que si por casualidad tiene usted una libreta.
-Sí, sí -respondía al punto Miquis-. Felipe, dásela.
-Don Felipe, que si hace usted el favor de darme una peseta, que cuando venga papá a la noche se la dará.
-Toma.
-Don Felipe, que si hace el favor de un huevo...
-Toma.
Gran regocijo y distracción tenía Alejandro cuando los dos chicos mayores de Ido y otros de la vecindad entraban en su cuarto, con gorros de papel y cañas al hombro, haciendo maniobras y juegos militares. Si no fuera por el ruido que metían no les dejaría salir del cuarto en toda la tarde; pero a veces era menester darles algo para que se callaran o para que hicieran sus evoluciones en el pasillo con el menor estrépito posible. Rosa Ido, la que venía a pedir de parte de su mamá, era muy juiciosa, y a ratos les acompañaba contándoles cosas de la vecindad y diabluras que hizo el gato. Su papá había ido a casa del ministro para ver si lo quería colocar; pero ¡quia!, si el ministro era un pillo... Decía su papá que iba a venir la gorda, y que él se alegraba, porque eso de que unos coman y otros no... Algunas tardes iba allá con su muñeca, que tenía toda la cara comida, y empezaba a vestirla y desnudarla con trapos y cintajos, para que Alejandro se riera. La sentaba en una silla, diciéndole con fe: «ahora te quedas aquí, acompañando a este caballero». Lo mismo hacía con el gato; pero este no era tan obediente como la muñeca, y se marchaba detrás de su ama. Por Felipe tenía verdadera pasión, y no se separaba de él como pudiese. A veces atormentábale con preguntas y largas charlatanerías sobre cualquier insulso tema.
-¿Por qué te llaman Doctor? -le dijo un día-. ¿Es que eres médico? Pues cúrame el gato que está malito.