El doctor Centeno: 43
Principio del fin : VI
editarCirila tuvo no se sabe qué cuestiones con su marido, y este desapareció. Se fue derecho a la ganadería, de donde no debió nunca salir. Ella no se había ido también, según dijo, por estar cerca de su hermana y cuidar al señorito; pero si el señorito no aprontaba lo necesario para el diario, no podía ella darle ni una miga de pan, porque... mostraba las palmas de las manos vacías... no tenía nada. Para dar al señorito la última tajada de carne, había tenido que empeñar su mantón y las sábanas de la cama; de modo que ni sobre qué caerse muerta tenía... Por manera que si el señorito quería una chuleta, una taza de caldo, un huevo pasado, una rebanada de pan, ya podía ir pensando de dónde lo sacaba, porque ella...
En tal extremidad, y hallándose como ejército famélico en plaza estrechamente sitiada, discurrió Alejandro pedir socorro a su tía, que era la última palabra del credo en casos tales. Acudió volando Felipe con la esquelita y a la hora volvió desconcertado y afligidísimo. La señora le había recibido con risas muy extrañas y llevádole a la sala, donde tenía (espanto y confusión de Felipe) una mesa con tapete encarnado, y encima dos velas verdes, y muchas, muchas cartas de baraja revueltas... A Centeno se le había comprimido el corazón viendo cómo la señora, después de espantar un zángano invisible, se ponía a revolver cartas sin hacer caso de él para nada... La criada entraba y salía, viendo todo como la cosa más natural del mundo... Por fuerza la mujerona aquella estaba también tocada. ¿Y qué hizo la señora con la carta de su sobrino? Pues la puso abierta sobre la mesa, y empezó a correr naipes, a correr naipes, diciendo unos latines o romances que el demonio que los entendiera. Después trajo un puñado de cañamones y haciendo un cucurucho se lo dio a Felipe para que lo llevara a su sobrino... Cómo salió él escapado de la casa, no hay para qué decirlo. Felizmente, encontró en la calle de Toledo a su paisano y amigo Mateo del Olmo, de quien obtuvo, no sin esfuerzos de elocuencia, el anticipo de una peseta. Con ella compró pan, dos huevos y una chuleta, y guardó el resto para lo que ocurriese. Todavía había Providencia.
La misma noche tuvo un feliz encuentro en el pasillo de la casa, que era el foro o Parlamento en que se ventilaban las cuestiones de aquella federación de familias. Habiendo dejado a su amo dormido, salió a ver si podía hacer callar a unos chiquillos que alborotaban. Vio pasar a un hombre, que miraba al suelo, rozando su cuerpo contra la pared, al mismo tiempo que andaba vacilante. Reconociole al punto, y tirándole del faldón de una especie de levita, que del cuerpo de aquel fantasma pendía, le dijo:
«¡D. José!... ¿Ya no me conoce?».
El otro se detuvo y le miró. Sus ojos, cual si acabaran de verter copiosísimo llanto, estaban húmedos.
Sus erizados pelos bermejos se querían echar fuera sediciosamente del abollado sombrero que los oprimía y avasallaba. De su rostro emanaba una tristeza sepulcral, como de los anafres de las vecinas el pesado tufo, y así como en estos, por los agujerillos, se ven las brasas quemadoras, así en el entenebrecido rostro de Ido, se veían brillar ascuas de un mirar ansioso y famélico.
Más con el alma atenta que con el oído, enterose Felipe de los conceptos de aquella voz, que dijo:
«¡Ah!... tú eres el Doctorcillo Centeno, el que estaba en casa de D. Pedro... ¿Vives aquí?».
Hubo mutuas explicaciones, y ofrecimiento de domicilio. Ido, tomando a Felipe por un brazo, retrocedió a la escalera, y se sentó en el último peldaño de ella.
«Siéntate aquí y hablaremos -dijo con voz desvanecida y vagarosa, cual si las palabras, teniendo miedo del aire en que vibraban, quisieran retroceder para volverse a la boca-. Sabrás, Felipe, cómo estoy sin colocación desde hace tres meses. Y por más que busco, y aro la tierra para encontrarla, no puedo conseguirlo. He visitado a todos los maestros, y nada. He ido a todos los colegios, y en ninguno hay vacante. Lecciones particulares, ¡Dios las dé!... de modo que estoy, hijo, a la cuarta pregunta... con mi señora enferma y cuatro hijos, cada uno con su boca correspondiente».
Preguntole discretamente Felipe los motivos de su salida de la casa de Polo, a lo que el pendolista contestó de este modo:
«¡Ay!, hijo, tú te marchaste antes de que el bueno de D. Pedro empezara a hacer las grandes locuras que hemos visto... Ya sabes qué genio de Barrabás tenía y cómo nos trataba... El genio se le podía llevar, anda con Dios; pero hay cosas, amigo Felipe, que ofenden a un hombre digno. Yo a nadie falto. ¿Por qué no se me ha de tratar con miramiento y buena crianza? Ya, cuando tú estabas, el maestro me decía palabras malsonantes; pero como él mismo se reía, pasaban por bromas. 'Es usted más tonto que el cerato simple'. Esto era a cada momento. Bien; pase como un desahogo... Pero cuando una cosa se repite y se repite... Yo paso una broma, pero que me pongan motes no me gusta. D. Pedro, últimamente, ya no me llamaba por mi nombre, sino que decía: 'Cerato Simple, haga usted esto o lo otro. Calamidad, esto o aquello...'. Los chicos se reían y no me respetaban nada. También entre ellos no faltaba quien dijera: 'Cerato, vete al acá o al allá'. Francamente, naturalmente, amigo Felipe, esto ya es... Porque si un chico me falta una vez, se lo paso; pero que me tomen como cuento de risa... Si a uno le mandaba una cosa me respondía: 'Dido, no me da la gana'. 'Dido, vete a donde quieras'... Francamente, naturalmente... yo estaba ya trinando en mi interior, y con una cosa que me revolvía las tripas. D. Pedro no hacía más que disparatar cuando tomaba las lecciones, y todo lo decía al revés, y echaba la culpa a los chicos y a mí. Un día se puso como un león, echando lumbre por aquellos ojazos, con espuma en la boca; y empezó a tirarnos a todos los libros, los tinteros, las plumas, las pizarras. Nos apedreaba. A muchos les hizo heridas... Todos estábamos aterrados. Cogió al chico de Pasarón y le tiró al aire. A todas éstas renegaba de la escuela y decía maldiciones impropias de un sacerdote... Francamente, naturalmente, esto no se podía aguantar. Aquel día se retiraron de la escuela muchos niños y el padre de Nicomedes vino hecho una fiera, se trabó de palabra, con D. Pedro, y por poco se pegan. Otro día el maestro estaba como un idiota, no decía palabra; tenía una especie de modorra y hasta parece que se le caía la baba... No te rías; sí, a aquel hombre le pasa algo... Enfermo está no sé de qué... pues, como te decía, sin más ni más, salió con la pitada de que yo le quitaba los alumnos y que yo era un acá y un allá. Yo le dije: 'Francamente, naturalmente, señor D. Pedro...', y él me contestó: 'Porque usted, bajo esa capita de santo, es capaz de asesinar a su padre...'. Francamente, naturalmente, yo... ¿qué había de hacer?... Total, que me marché. Aquí me tienes, pues, sin colocación, pasando las de Caín para mantener tanta familia. ¿Vives tú con un señor que parece está enfermo, y que, según dijo doña Cirila, es algo poeta?».
-¿Qué es eso de algo? -replicó Felipe, ofendido de que se escatimaran así las facultades literarias de su señor-. Mi amo es de lo que no hay en eso del drama y la poesía.
-Pues hijo -manifestó D. José, alzando un poco la abatida voz, por los bríos que le daba la esperanza-. A ver si me proporcionas algún trabajo. Quizás tenga tu amo cosillas que copiar...
-Por ahora, Sr. D. José, no sé si habrá algo; pero no está mi amo muy en fondos para encargar ese trabajo... Más adelante puede... porque tenemos unos dramas que el señorito va a poner en limpio.
-¡Dramas! Pues venga. Que me dé lo que pueda a cuenta... Yo también hice un drama en mi juventud; y en esta miseria de ahora, se me ha ocurrido retocarlo, a ver si alguna compañía me lo quiere representar. Es cosa del conde Ansúrez y todo, todito, me lo hice en sonetos... Francamente, naturalmente, creo que no sirve para nada.
-Me voy, no sea que se despierte -dijo Centeno, cansado de las confidencias de Ido.
Este le detuvo, y con voz más alentada, que declaraba el esfuerzo de su cobarde espíritu, le dijo estas palabras:
«Felipe, tú no sabes lo triste que es volver a casa a estas horas sin traer nada, y cuando a uno le están esperando desde media tarde, creyendo que trae los imposibles... Si algún día eres padre de familia, sabrás lo que esto es. Francamente, hijo, yo no sé si me habrás comprendido; si no, te diré que me hagas el favor de prestarme dos reales, si los tienes, y dispensa mi atrevimiento... que francamente, naturalmente, nunca creí que un hombre como yo, dedicado a la enseñanza...».
Aquel apóstol de las gentes, aquel faro de las sociedades, aquel portero de la inmortalidad, el santo, el evangelista de la civilización, el pescador de hombres sacó de su bolsillo una cosa que, por las trazas, debía de ser pañuelo, y lo aproximó a las fuentes de ternura que tenía por ojos. Felipe, hasta lo más hondo de sus entrañas conmovido, se registró bien los bolsillos, y todo lo que había en ellos se lo dio.
Miquis y su criado hablaron un rato de aquel infeliz vecino y de su triste situación.
«Coge todo lo que haya -dijo el manchego-, y llévaselo. ¿Qué nos importa el día de mañana? De alguna parte ha de venir. Nuestra miseria es contingente, accidental y temporal; la suya es intrínseca y permanente. ¿No hay allí sobre la mesa dos huevos? Pues ofréceselos. Y las tres onzas de chocolates y el pan... Dale todos los cuartos que tengas en el bolsillo. ¡Pobre hombre! En cuanto me ponga bueno, le he de buscar una colocación».
Siempre el mismo Alejandro. Ansioso de dinero cuando no lo tenía, y capaz, por adquirirlo, hasta de poner en olvido los buenos principios, como sucedió en el caso de la tiíta, desde que tenía algo, fuese poco o mucho, ya le faltaba tiempo para desprenderse de ello y acudir a cuantas necesidades, verdaderas o falsas, se manifestaran a su lado. Su generosidad era tan incorregible como su ambición. Y no escarmentaba nunca. Repetidas veces se había visto en grandes aprietos por haber acudido con demasiada prisa al socorro de los ajenos. Ejemplo de ello, que pocas horas después de su liberalidad con el pobre Ido, al amanecer del siguiente día, la Naturaleza le pedía cuentas de su falta de caridad consigo mismo. ¡De qué buena gana se habría tomado una taza de té con leche, o leche sola caliente!... Pero no había leche ni azúcar, ni dinero con que comprarla. Como Felipe se quejara del pernicioso desprendimiento de su amo, este le dijo:
«Pues qué quieres... yo soy así, y no puede ser de otro modo. Por más que me empeñe en ello, no consigo ser egoísta. Mi yo es un yo ajeno».
Y ambos permanecieron silenciosos, mirándose a ratos, y cuando no se miraban, el uno fijaba sus ojos en el techo y el otro en el suelo. ¡Peregrina divergencia, que en cierto modo venía como a simbolizar la contraria organización de cada uno! ¿Y qué descubría Miquis en el techo? Nada. ¿Qué sacaba Felipe del suelo? Nada. Ni arriba ni abajo había para ellos socorro alguno.
Daba dolor ver al infeliz joven postrado en aquel lecho, y considerarle favorecido por Dios, si no de una constitución robusta, de bríos morales y mentales que debieran tener virtud bastante para compensar, en cierto modo, la pobreza física. Pero ¿quién sabe si la misma tensión y crecimiento del contenido había roto el frágil vaso, que ya ¡fatalidad!, no tenía soldadura? ¿Quién que le viera no le compadecería? ¿Quién que observara la expresión de aquel rostro en que se pintaban con magistral sello el martirio y la exaltación de las ideas no había de extender la mano y decir con arrebato de piedad: «Detente, muerte y no le toques»?
Era la perfecta imagen de un Nazareno, a quien se le hubieran quitado diez años. Su barba judaica le había crecido algo después de la enfermedad; pero aún no pasaba de la condición de vello largo, fino y sedoso. Era más bien como una sombra dibujada con blando carboncillo, y se creería que iba a desaparecer si la soplaban con fuerza. Su perfecta nariz afilada tenía trasparencias de ópalo, y las tintas gelatinosas de sus mejillas y sienes hacían que éstas parecieran más deprimidas de lo que estaban. El tinte cárdeno de las cuencas de sus ojos agrandaba más estos, haciéndolos más negros, luminosos y profundos. Cuando eran intérpretes de la esperanza o del entusiasmo, el espíritu como que no cabía en ellos y se derramaba a borbotones de luz. Tristes, parecían la propia mirada de la muerte; alegres, traían resurrección a apariencias de salud a todo el descompuesto organismo.
Día y noche se le veía en aquella postura de paciencia, incorporado en el lecho, porque no podía respirar de otra manera, rodeado de almohadas, mal cubierto, de frente a la luz, con la mirada perdida en el techo o en el cuadrado trozo de cielo que por la ventana se veía.