El doctor Centeno: 26
Quiromancia : VIII
editarLa casa del seis de copas estaba aún abierta. Adentro. Llamaron a la puerta de aquel templo de los misterios. La mente de Alejandro ardía con vagorosa luz, desparramada y flotante como la llama que baila sobre el alcohol. Sorprendida estaba doña Isabel de verse visitada por su sobrino a tan intempestiva hora, pues nunca la había visto en su casa de noche. También mostró la señora alguna extrañeza al ver a Felipe.
-Es un chico que me acompaña y me hace recados -dijo Alejandro con voz trémula.
Felipe se quedó en el recibimiento, sentado sobre un cajón, y al punto rodeáronle los gatos y el perrillo, con tantas pruebas de amistad que él les estaba muy agradecido. Doña Isabel entró con Alejandro en el gabinete de las cuatro cómodas, que estaba alumbrado por un candil de cuatro mecheros, de aquellos bien labrados y pesadísimos que van desapareciendo con la industria española. Lo primero que hizo la señora fue tomar una mano de su sobrino y acercarla a la luz para mirarla bien, diciendo:
-¡Qué uñas!... Pero hombre...
Alejandro sintió vivamente haber olvidado aquel detalle, pues la primera condición para agradar a su tía era el aseo.
-Es que... he estado toda la tarde revolviendo libros muy empolvados...
-Pero di -prosiguió ella, observándole la ropa-. ¿No tienes cepillo en casa? ¿Pues y esa cabeza? Parece que te has peinado con una escoba... ¡Qué niños estos del día!... Luego queréis agradar a las damas. No sé cómo hay mujer que os mire... Verdad que ellas están buenas también. Muy emperejiladas por fuera, y luego, si se va a mirar... Veremos si te modificas, ahora que no te faltará dinero...
Al oír esta última palabra, Alejandro se estremeció de intimo placer. Los dedos de una divinidad escondida y misteriosa le acariciaban las entrañas.
-¿Pero qué?... -dijo la tiíta con vacilación, acercando sus manos de torneado marfil a la cómoda-. ¿Te vas a llevar eso esta noche?... ¿No tienes miedo a los ladrones?
No queriendo mostrar Alejandro, por delicadeza, los abrasadores deseos que tenía de poseer aquel tesoro, murmuró estas palabras:
-Como usted quiera, tiíta...
-Mañana...
Aquel mañana le parecía a Alejandro inesperado alejamiento de un día grande, la inmixtión antipática de lo infinito entre el hoy y su felicidad. ¡Mañana!... ¡el siglo que viene!
-Por los ladrones no sea... ¿Cree usted que me voy a dejar robar?... Pero si usted no quiere...
-Pues de una vez, -dijo la Godoy tirando del tercer cajón de la cómoda, que hizo un ruido músico y dulce como de puerta celestial de áureos goznes.
Y tornando a vacilar:
-La cosa es que...
En lo íntimo de su ser, Miquis se sublevaba contra la prórroga de su dicha. Tenía los labios secos... le ocurrió una idea...
La cosa es, -observó-, que mañana quizás no pueda venir.
-Ya que estás aquí... -indicó la señora, sacando al fin el pesado cajón.
Alejandro echó sus ansiosas miradas dentro de aquella cavidad, de la cual salía fortísimo aroma de flores secas, de rosas seculares y como embalsamadas. Los dedos de la señora abrieron la tapa de una caja, que tenía encima una bonita pintura de Adonis herido, y espirando en brazos de Venus. Dentro vio Alejandro las que fueron rosas, y eran ya una masa seca, pero aún olorosa, cual momia que conservara también momificada el alma... Después apareció un retrato, preciosa miniatura. Era un joven muy guapo, pálido, con los cabellos encrespados y revueltos... Alejandro se inclinó, movido de curiosidad, para ver aquella imagen que al punto creyó la de su abuelo, más doña Isabel, con rapidísimo y airado movimiento de su mano le apartó, diciendo:
-Quita de aquí tus ojos puercos...
Él se apartó con discreción, no sin alcanzar a ver algún paquete de cartas de color amarillo, atadas con cintita roja, de las que sirven de marca en los devocionarios. De debajo del paquete sacó al fin la tiíta una cartera de terciopelo, y de la cartera...
-Aquí tienes tu parte...
Al decir esto despedían sus ojos los mismos fulgores plateados y verdosos que Alejandro había observado otras veces en el extraño mirar de su tía. Y otra vez hacía la Godoy el consabido gesto en el aire con la nerviosa mano, diciendo:
-Arre, arre, caballito del diablo... ¡Esto no es tuyo, no es tuyo!
Miquis sintió como un gran temor, y alargando la mano para tomar lo que se le daba, apenas se atrevía a tocarlo. Pero ella, cerrada de un golpe la cómoda, se sentó, y extendiendo sobre su regazo los billetes de Banco, puso las cosas en la realidad con esta salmodia aritmética:
-Entérate... Quinientos y quinientos, mil... Dos mil, cuatro, ocho... doce, diez y seis... El pico aquí está: diez duros y tres pesetas...
¿Qué pensaba y qué sentía el estudiante al ver aquel sueño hecho vida, aquella mentira verdad, aquella fiebre de su alma resuelta en oro, ni más ni menos que todo el movimiento del Universo, según dicen, se resuelve en calor? Pues su mente poderosa, aunque infantil, no sabía descender a la realidad desde el firmamento de las leyendas; estaba arriba, en las preñadas nubes de donde llueven la magia, la quiromancia y los sortilegios. No podía bajar a la verdad terrestre; y como por la mañana había entretenido su afán con aquellas quimeras de los astros que hablan y del horóscopo, creíase en lo más tenebroso y poético de la Edad Media, entre magos y nigromantes. Conociendo la afición de su tía a echar las cartas, todos los pormenores de aquel suceso estaban muy en su lugar, así como la casa era laboratorio de alquimista, al cual sólo faltaban las telarañas para estar en perfecto carácter. Sí; aquel dinero había venido a sus manos por arte de alquimia o por dictamen de estrellas, coluros o melenudos cometas. Quizás aquellos billetes eran figurados y en realidad engañosos naipes egipcios, que se iban a deshacer en sus manos tan pronto como los tocara.
-Cuéntalos tú ahora...
-No, si está bien... No faltaba más.
-Hazme el favor de contarlo... No quiero que...
-Por Dios, tiíta... -balbució Miquis con gran torpeza de lengua y de manos.
Los billetes eran billetes... Al tomarlos, sensación dulce y placentera se extendió por su cuerpo, partiendo de las yemas de los dedos. Contarlos no le parecía bien. Además, en su febril dicha, no le importaba recibir un billete de menos.
-Como quieras...
Y él los recogía, los doblaba... ¡Ay, qué momento! Si se hubiera puesto a contar el dinero, de seguro lo habría contado mal. Su espíritu, súbitamente atacado de una exaltación loca, no estaba para cuentas; era insensible al orden y a la fría disciplina de los números... Perdió la noción de la cantidad que representaban aquellos sobados papeles verdes y azules, y no veía más que un caudal abrupto, una suma tan grande como sus sueños, suficiente a todas las necesidades del momento y de mucha parte de su juventud, una suma que duraría eternidades... Se lo metió todo en el bolsillo del pecho, y a cada instante, con disimulo, tocaba a la parte donde su corazón y su ventura estaban, juntitos, como amantes en la luna de miel...
Y en tanto, doña Isabel, atacada de aquella verbosidad, que era uno de los caracteres de su mental dolencia, hablaba, hablaba... ¿De qué? Alejandro la oía sin entender nada. Hacía que escuchaba, moviendo afirmativamente la cabeza, cual muñeco que tiene por pescuezo un resorte; pero estaba su espíritu en otras regiones, y sólo llegaban hasta él palabras sueltas, una cantinela monstruosa, los Herreras, los Miquis, el fielato, la subasta de bienes del clero, la juventud ordinaria del día, las tierras plantadas de anís, el precio del azafrán, la Virgen de la Piedad...
Como se oye una campanada lúgubre, oyó Alejandro al fin de la cancamurria esta horripilante cláusula:
-Te quedarás a cenar conmigo.
¡Alquimia y cartomancia! Cenar con la tía era permanecer allí dos horas más, oyendo la cansada cantinela; era igualmente el mal paso de tener que comer gachas, piruétanos, cañamones y beberse a la postre un jarro de aguas cocidas; era oír una salmodia antiestomacal, impregnada de orégano; estar bajo la presión y entre las garras de un desordenado y misterioso genio de ojos plateados y verdes; caer bajo el oscuro poder de la magia; era beber, con la salvia, el jugo de la locura y comer, con los cañamones, el tuétano y sustancia de todos los desvaríos posibles.
-¡Cenar con usted! -murmuró, vacilante entre el horror y la cortesía-. Qué más quisiera yo que cenar con usted, tiíta... qué más quisiera yo... Pero es el caso que en mi casa me esperan, y los demás compañeros se estarán sin comer hasta que yo vaya. Se gastan en mi casa unos cumplidos...
Al decir esto, Miquis sentía que en su cuerpo le habían nacido alas. Su impaciencia por echar a correr era, no ya febril, sino como desazón epiléptica. Le quemaba el asiento, y en pies y manos tenía abrasador hormigueo.
-Entonces -indicó doña Isabel con el más dulce tono de su bondad tolerante-, más vale que te vayas.
Por poco da Miquis un salto al oír el vayas; pero tuvo fuerza de voluntad para reportarse, y levantándose con estudiada lentitud, dijo en un tono que parecía el de la mayor naturalidad:
-¡Qué tarde se ha hecho!
-Sí; ya los días son nada.
-¡Cosa tan rara!... a las seis de la tarde, noche.
-El tiempo vuela.
Alejandro le alargaba su mano, cuando la señora, resistiéndose a estrecharla con la suya, le dijo:
-No, grandísimo gorrino, no juntarás tu mano asquerosa con la de una dama... Es preciso que te civilices. Ven acá y lávate.
Llevole a su cuarto, y echando agua en la jofaina, le obligó a darse una buena fregadura en las manos. Ella misma le ayudaba con tanta fuerza que por poco lo despelleja. Esto lo hacía casi siempre que el estudiante iba a su casa. Mientras se lavaba, la Godoy decía:
-Así, así. ¡Oh!, ¡qué niños estos! ¡Cuándo se había de ver en mi tiempo un joven con esas manazas de cavador!.. Otra cosa hay que me estomaga, y es esas barbas que han dado en usar ahora todos los hombres.
Alejandro tenía en su cara un vello, ya muy crecido para bozo, si bien corto aún para ser barba, en el cual nunca había entrado la navaja, por tener su dueño el propósito de ser con el tiempo un sujeto barbado, conforme a la moda corriente. Doña Isabel, mientras él purificaba sus manos, tirábale de aquellos miserables pelos, diciéndole:
-¡Qué bonito! Pero ¿qué hermosura encontráis en esta suciedad? Por fuerza los espejos de hoy no son como los de mi tiempo, y hacen ver las cosas de otro modo. Pareces un chivo. Si quieres que te quiera, échate abajo ese perejil mal sembrado.
A todo se mostraba él conforme, y más cuando ella pronunció, con tono de familiar amenaza, estas palabras:
-Cuidadito con el comportamiento... Cuidadito con la manera de gastar el dinero... Mira que yo lo sé todo; mira, Alejandro, que nada se me oculta, y que sin salir nunca de este rincón, puedo enterarme de todo lo que haces. ¡Mira, Alejandro, que yo he nacido en Jueves Santo!.. Tú no seas malo... Mira que te estoy mirando siempre...
Él prometió ser todo lo bueno, juicioso y arreglado que en lo humano cabe. Pues no faltaba más... Al prometerlo así, hablaba como una máquina, porque su entendimiento seguía en rebelión, arrastrado en el velocísimo giro de un vórtice de disparates. Su tía, cuando concluyó de amonestarle, se sintió tocada otra vez de aquel prurito de recorrer la habitación y apartar un insecto... Vestía la Godoy traje blanco, y el pañuelo se le había desatado y le caía como flotante toca. Alejandro no pudo menos de representársela semejante a la imagen de la novelesca Matilde, vestida de blanquísimo hábito monjil, y los aspavientos de la buena señora eran lo más adecuado a los ademanes de la heroína cuando Malek-Adhel la roba y se la lleva en brazos, a caballo, por aquellos polvorosos desiertos.
-Adiós, tía.
Arrojose la señora en brazos de su sobrino y le dio un cariñoso beso... ¡Plata y verde en aquella mirada! A los ojos de Miquis, todo se trasformaba. Su tiíta parecía, por momentos, volver al prístino estado que representaba su retrato en galana y fresca miniatura; la estera amarilla y roja tomaba las sucias tintas azuladas y los garabatos de los billetes de Banco; el camello echaba bendiciones; al santo le salía una joroba, y él mismo, Alejandro...
¡A la calle!