Album de un loco: 27
La inteligencia
editarXIV
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No hay más que un Dios, y Mahoma es su profeta
A extranjero dominio jamás rendida,
la Arabia es una tierra mal conocida.
Los egipcios, los persas y los romanos
por someterla hicieron esfuerzos vanos;
porque en redor tendida de un gran desierto,
cuya región estéril es mar de arenas,
ante sus pueblos nómades doquier abierto,
sus tribus, si amagadas de armas ajenas,
del enemigo el triunfo calculan cierto,
lánzanse en él, y esquivan yugo y cadenas.
El orgullo romano cuenta en sus glorias
haber de ellos triunfado; mas si tal hizo,
se redujeron sólo tales victorias
a pueblos del terreno más fronterizo.
Romanos, persas,
ni egipcios nunca osaron entrar, audaces,
en aquel mar de polvo, tras sus dispersas
tribus fugaces.
El desierto es el antro del desconsuelo;
su soledad inmensa, que aflige el alma,
son setecientas leguas de arena y cielo,
silencio y calma.
La atmósfera abrasada de estos parajes,
el pulmón no refresca de quien la aspira,
y sólo alguna banda de aves salvajes
con perezoso vuelo por ella gira.
Ni una roca, ni un árbol, ni un hilo de agua
entretiene al viajero que le atraviesa;
el arenal exhala calor de fragua,
y el aire pesa.
Alguna vez el viento que se revuelve
alza y cuaja nublados de polvo denso,
y su arena al desierto cuando devuelve,
forma, como la lluvia, turbión inmenso.
Bajo estos torbellinos desaparecen
de todo derrotero huella y señales,
y en torno del viajero, como el mar, crecen
los arenales.
Entonces Dios tan sólo, de quien emana
todo bien, es quien puede salvar la tienda
del Emir, del viajero la caravana,
y al mercader que en ella lleva su hacienda.
Mientras se tiene cerca tierra habitada,
del desierto a los lindes, muestra el paisaje
una vista de objetos accidentada,
aunque salvaje.
Alguna vez se encuentran de trecho en trecho
coloquíntidas acres, silvestres guindos,
laureles venenosos, matas de helecho,
zarzas de bayas agrias y tamarindos.
alguna vez un coco de tronco enjuto,
alguna datilera de jugo escaso,
o algún nopal punzante, su pobre fruto
brindan al paso.
A veces de aquel suelo bofo y caliente
se encuentra dibujado sobre la arena
el rastro prolongado de una serpiente,
o el hoyo del cadáver que abrió una hiena.
Tal vez entre las ramas de un cinamomo,
de doradas abejas bulle un enjambre,
o en un zarzal un búfalo de arqueado lomo
divierte el hambre.
Tal vez dos avestruces emparejadas,
que enterraron sus huevos en las arenas,
huyen a largos trancos, amedrentadas
da alguna caravana que ven apenas.
Tal vez, en fin, se miran cruzar distantes,
como en el mar se avistan perdidas velas,
un león perezoso o unas errantes
pardas gacelas.
Mas por el centro estéril cuando se avanza,
en medio de su muda quietud inerte,
cuando ya arena y cielo no más se alcanza,
no queda en el desierto más esperanza,
que está doble memoria: Dios y la MUERTE.
Marcó estas soledades inmensurables
del pavor y el vacío Dios con el sello;
los árabes las cruzan imperturbables
sobre el deforme lomo de su camello;
porque para estos llanos interminables,
barcas de este arenisco mar solitario,
fuertes, sobrios, pacientes, infatigables,
creó Dios el camello y el dromedario.
El árabe viajero y el negociante
jefe de caravana, por el camino
cuidan más del camello, que del marchante
y el peregrino;
y si escasez de víveres hay un instante,
le apartan alimento más abundante
que al mismo comandante
de la escolta que llevan contar el beduino.
El camello prolonga por muchos años
su austera vida,
y el árabe en sus valles, de ellos rebaños
propaga y cuida.
Compañero del árabe, siervo y amigo,
con su carne, su leche, su piel y pelo,
alimento, bebida, traje y abrigo
le da cual necesita bajo su cielo.
El árabe en su vida semisalvaje
adquiere a sus camellos hondo cariño,
y en sociedad con ellos durante un viaje,
que no es más que un perpetuo peregrinaje,
criándose con ellos desde muy niño,
tomando su bebida del mismo aguaje,
tomando su comida del mismo escriño,
tributa a sus servicios justo homenaje;
como ellos reconocen su vasallaje,
del árabe obedientes a un leve guiño,
él al llegar al alto o al hospedaje,
se ocupa de su pasto, lecho y aliño
antes que de sí propio, con tan sincero
afecto, con tal gusto, con tal esmero,
con tan prolijos
cuidados, que olvidarse puede primero
de los más fijos
principios del creyente más verdadero;
del venerable anciano su pasajero,
del pan hospitalario del extranjero,
y hasta del que demandan sus propios hijos.
El árabe le estima como merece,
pues, aunque de él se sirve, no le envilece;
parte con él su grano, su cantimplora,
su tienda mientras vive, y al fin le llora
cuando perece.
El árabe es un hombre cuya existencia
tiene por primer base la independencia;
según su raza,
así son sus costumbres, su genio y traza.
Aunque en verdad un tipo mismo domina
en sus razas más cultas o más groseras,
desde Argel y Marruecos a Palestina,
de Sabá y de su estrecho por las riberas,
hasta Capsina.
El árabe, ignorante, leal, severo,
valiente, rencoroso e independiente,
rapaz, agradecido, sobrio, altanero,
supersticioso, tanto como creyente,
del agreste salvaje y el caballero
cualidades y vicios tiene igualmente.
Comedido en su tienda y hospitalario,
abraza fiel la causa del extranjero,
y si ofrece un servicio por un salario,
aunque arriesgue la vida, le cumple entero.
Celoso de su honra, por la sospecha
más mima a vengarse va temerario,
y el más horrendo crimen encima se echa
por saciar su venganza, como un sicario.
Cual quisquilloso en honra y en fe y amores,
vano está y orgulloso de sus mayores.
Las tribus pobladoras de sus comarcas,
hijas de los primeros reyes pastores,
a los santos profetas y patriarcas
cuentan por sus ilustres progenitores.
Libre y a todo yugo su raza esquiva,
la de Arabia es la raza más primitiva,
tal vez la más antigua de las naciones,
Arabia es la que osada va más arriba
del tiempo, la que un círculo mayor abarca;
de los tiempos más altos guarda memoria;
sólo la Biblia cuenta su antigua historia.
Su semítica raza saber pretende
los nombres y los hechos más primitivos
de la familia humana de quien desciende,
y de su nombre, estirpe y hogar nativos,
conserva los primeros recuerdos vivos.
El árabe por base da a su nobleza
no un feudo donde arraiga su patrimonio,
sino el nombre del jefe que fué cabeza
de su antigua familia; y en testimonio
de su sangre y prosapia de la pureza,
con una imperturbable clara firmeza,
de su progenie entera dar puede el nombre,
hasta Adán numerando, con gran certeza,
a todos sus abuelos, hombre por hombre;
el árabe guerrero, como el beduino,
cuentan por las virtudes más eminentes
las de ser generosos y ser valientes;
mas de Agar no olvidando nunca el destino,
creen el desierto
campo de presa ante ellos por Dios abierto;
y es el que los encuentra por su camino
despojado por ellos y esclavo o muerto;
mas, por virtud teniendo casi divina
el ser hospitalarios, el que por suerte
partió una vez con ellos su sal y harina,
les gana por amigos hasta la muerte.
El árabe beduino, como el guerrero,
es el mejor jinete del mundo entero.
Sus caballos encastan ante testigos,
y sus yeguas de raza paren a vista
del dueño, de sus hijos, deudos y amigos,
del nombre de sus potros llevan la lista;
y nace cada yegua de raza pura,
de su genealogía con testimonio,
como en Europa un hijo de matrimonio,
de su fe de bautismo con escritura.
Su caballo de silla no tiene pares
en la lid, en la marcha, ni en la carrera;
criado con los hombres en sus adoares,
pasando con su dueño la vida entera,
se le hacen sus costumbres tan familiares,
y el árabe le educa de tal manera
que para sus servicios particulares
no necesita un dedo mover siquiera.
El caballo, en la calma de sus hogares,
escucha sus palabras y sus cantares,
está atento a sus pasos cuando está afuera,
come en su mano y bebe con su escudilla,
a un silbido del dueño viene a la silla,
y a la voz del jinete parte o espera.
En la lid y en campaña, como en el viaje,
sufre el calor, el hambre, la sed y el sueño;
no extraña la fatiga, ni el hospedaje,
y vela mientras duerme sobre él su dueño.
Libre, de su jinete jamás se aleja;
ensillando, está inmóvil donde le deja;
con su jinete vive, con él se bate;
y al sentir que le hieren en el combate,
le saca a todo escape del mal empeño,
y si pierde la silla, junto a él se abate;
mas si él es el herido, cuando le hiere
el hierro, avisa a su amo con un lamento,
se revuelve, y del campo salirse quiere;
mas si ve que en él muera su amo prefiere,
combate hasta el postrero fatal momento;
recoge, al despedirse, su último aliento,
relincha y muere.
El árabe de todas las agarenas
tribus, el que del Yemen las verdes lomas
habita, el que en ciudades de lujo llenas
vive rico, el que esclavo gime en cadenas,
el que comercia en sedas, perlas y gomas,
lo mismo que el beduíno de las arenas,
cuenta sólo en la vida cinco placeres:
la guerra, los aromas,
los caballos, los cuentos y las mujeres.
La felláh, que una tienda de cuero habita;
la sultana, que en blando cojín reposa
en un alcázar regio; la favorita,
que en el harén hastiada, sola y celosa,
por eunucos guardada, llora o dormita,
y la almée vagabunda, que, licenciosa,
en los cafés y baños versos recita,
dar necesita
al aire que respira y a su anchurosa
vestidura un perfume que no se quita
jamás, que los sentidos traidor incita
al placer y cuya aura vertiginosa
suavemente el sistema nervioso excita.
La mujer de esta raza, fea o hermosa,
donde mora y pro donde pasa o transita,
en la atmósfera deja la aura que agita
impregnada de esencia de ámbar o rosa.
Ellas y ellos,
por oír una historia o una leyenda,
dejarán sus caballos y sus camellos
con hambre, sin aroma, barba y cabellos,
y dos noches seguidas sola su tienda.
Y razón tiene el árabe ¡por vida mía!
porque, la más antigua de las naciones,
la Arabia es una tierra de poesía;
cuyas bellas leyendas y santas crónicas,
que datan de las fábulas y tradiciones
madianitas, sabeas y salomónicas,
forman de sus desiertos las diversiones.
Naturalmente
el lugar que está falto de seres vivos,
si escasa gente
llena con los fantasmas que crece en su mente,
que a su vacío pueden dar atractivos.
Es instinto del hombre; su pensamiento
fantástico, donde halla vacío espacio,
en el llano o el monte, la mar o el viento
a seres invisibles labra un palacio,
y en su fábrica aérea coloca un cuento.
Albión y Alemania de misteriosos
genios e historias llenan la parda niebla,
que entolda sus helados climas brumosos,
y el árabe de cuentos maravillosos
el hueco de sus anchos desiertos puebla.
Los hombres de las selvas y las montañas,
los poetas sombríos y visionarios
del norte, de sus fábulas tristes y extrañas
visten los personajes imaginarios
con despojos de monstruos y de alimañas,
y con paños sangrientos o funerarios;
el árabe, que en torno ve de su tienda
dos círculos calientes de arena y cielo,
estos dobles vacíos secos y ardientes
de éter y suelo,
en el relato dulce de una leyenda
puebla de alegres genios, de hurís sin velo,
y huertos que refrescan flores y fuentes.
Las narraciones árabes de maravillas
hablan siempre o encantos; y sus escenas,
que están siempre de arroyos a las orillas
colocadas y a falda de frescos valles,
en hechos y argumentos son tan sencillas
cuan pintorescas y amplias son en detalles.
El árabe del Yemen narra sus cuentos
con tan voluble y móvil fisonomía,
con expresión tan varia de movimientos,
que la atención del que oye toda arrebata,
y el oído y la idea siguen atentos
los detalles que bordan sus argumentos;
y es en sus inflexiones su voz tan grata
que semeja una especie de salmodía,
cuyos tonos se timbran sobre instrumentos
de cuerdas, que aseguran cristal o plata.
Su voz limpia, argentina, sonora y pura,
nunca áspera o ingrata hiere el oído,
de una cadencia sorda, cóncava o dura
con un sonido.