Album de un loco: 21
La inteligencia
editarVIII
editarLux vera, Deux pacis.
Aparece Jesús; la enseña planta
de su cruz en el Gólgota, y predica
una nueva de paz, doctrina santa,
de caridad y de esperanza rica.
Jesús, que el signo de la cruz levanta
y al turbulento mundo notifica
que son fe, paz y amor, no saña y guerra,
los que al hombre han de hacer rey de la tierra.
Cristo, el único Rey del mundo entero,
que leyes y moral sin egoísmo
dicta, siendo en seguirlas el primero;
el solo que practica por sí mismo
lo que da, como justo y verdadero;
que hace de la humildad un heroísmo,
y que la fe sagrada que predica,
con su ejemplo y su sangre ratifica;
Cristo, que se alza sin favor, sin ruido,
que marcha sin poder, sin opulencia,
solo, sin ser de ejércitos seguido;
que basando su fe en la inteligencia
del hombre, que, por Dios creado, ha sido
dotado de razón y de conciencia,
de su conciencia y su razón en nombre,
habla no más al corazón del hombre;
Cristo, que al mundo la igualdad anuncia,
y acata los poderes de la tierra;
que palabras de amor sólo pronuncia;
que el cielo y la esperanza a nadie cierra,
pues un Dios pío y paternal enuncia,
que levanta al que cae, y que al que yerra
perdona; que de pena al hombre exime,
tomando en sí su culpa, y la redime,
Cristo, que de su ley pone por base
la paz, el bien y la ventura humana,
y a la raza de Adán, en una frase
de suprema equidad, haciendo hermana,
dice al hombre: «No quieras que otro pase
lo que no pases tú…», su fe cristiana
sembró tan honda, que, si Dios no fuera,
un Dios de Cristo su equidad hiciera.
Su fe no se extendió rápidamente,
iluminando espléndida la tierra,
como la luz del sol desde su oriente;
no destruyó el error y ahogó la guerra,
poderosa, triunfante, omnipotente.
Rayo que azota, pulveriza, aterra,
«¡Gloria a Dios!¡Paz al hombre!», era una frase
que exigió al tiempo y la razón por base.
Del pueblo rey la ciega idolatría
luchó tenaz contra la fe cristiana;
cedió ante la verdad, mas día a día,
el decrépito error de la pagana;
de Júpiter el rayo todavía
mil y mil veces fulminó, tirana,
la religión vencida, a la triunfante
oponiendo su fuerza agonizante.
El genio griego y el valor romano
sostuvieron del viejo paganismo
el vacilante pie, la débil mano,
ante el joven vigor del cristianismo;
y el talento extraviado de Juliano
galvanizó un instante al helenismo,
que envió al resucitar, espectro escuálido,
contra el cristiano sol un rayo pálido.
El cristianismo, humilde y tolerante,
manso y sufrido, mas tenaz creyente,
y en su profunda convicción constante,
opuso mudo el corazón valiente
al furor despechado y arrogante
del viejo paganismo, aun insolente
con sus dioses, fantásticos vestiglos,
mas fe y veneración de tantos siglos.
Sangre y tiempo costó. La idolatría,
apoyada en los tronos de la tierra,
ayudada después por la herejía,
que la prestó el veneno que en sí encierra
la mentira traidora, logró, impía,
sostener contra Cristo larga guerra;
mas la razón y la verdad cristiana
al fin triunfaron de la fe pagana.
Al fin la caridad, principio santo
de suprema justicia equitativa,
ley de fraternidad, que, bajo el manto
de una igualdad universal, la viva
raza de Adán cobija, y cuyo encanto
en las delicias de la paz estriba,
de la victoria arrebató la palma;
porque Cristo su ley grabó en el alma.
Cristo triunfó; porque su ley, que encierra
en un principio de equidad profundo
la igualdad de los hombres en la tierra,
venía a dar la libertad al mundo.
La caridad, al proscribir la guerra,
era (de bienestar germen fecundo)
una nueva virtud, de cuya esencia
iba el mundo a adquirir nueva existencia.
Cristo, legislador que osar podía
a lo que el genio con la fe se atreve,
nivelador de toda jerarquía,
sacó sus sacerdotes de la plebe;
y el orgullo, el poder, la tiranía,
esto es, cuanto su vida y fuerza debe
a la debilidad que a otro se fía,
y el oro y sangre de los pueblos bebe,
igualó ante la ley de su creencia
con la debilidad y la indigencia.
Y el potente, el soberbio y el tirano,
que, al caer del poder y la fortuna,
caritativa hallaron una mano,
que acudía a auxiliarles oportuna,
en la virtud creyeron del cristiano,
y aquella ley, que distinción ninguna
entre el esclavo y el señor hacía,
tarde o temprano que regir tenía.
Esta ley, que acotaba la primera
la ley de los poderes terrenales,
al alma dando libertad entera,
derechos y nobleza espirituales
(aunque en la misma esclavitud yaciera
su cuerpo por las leyes temporales);
esta ley que de todas puso fuera
al alma, quien, por leyes inmortales,
siendo del cielo oriunda, sólo era
responsable a las leyes celestiales;
la ley, en fin, que al alma a dar venía
la libertad que dominar tenía.
Y aquella ley, que al alma emancipaba,
dió a la mujer (quien hasta aquella hora
vivido había en la abyección de esclava)
dignidad y derechos de señora.
Y la ley que el amor santificaba,
y a la maternidad acreedora
de universal respeto instituía…
¿Cómo en el mundo de regir no había?
La ley de aquella fe consoladora
comenzaba a extenderse a la caída
de Roma, y de los mundos la señora
vislumbró en la agonía de su vida
esta ley, de sus leyes sucesora;
Bizancio, que heredó su gloria hundida
y su nombre imperial, fué la primera
que enarboló la cruz, como bandera.
Las bárbaras naciones, que arrollaron
por doquiera las águilas romanas
cuando como un turbión se derramaron
por las ricas campiñas italianas,
ya de Roma en las cúpulas hallaron,
de águilas en lugar, cruces cristianas,
y de sus lanzas a arrostrar los botes,
vieron salir humildes sacerdotes.
A pesar de su furia los alanos,
de su difícil comprensión los godos,
de su indómito orgullo los germanos,
aquellos pueblos mil, bárbaros todos,
fueron a sentimientos más humanos
y a más civiles y corteses modos,
tornando sus salvajes corazones
y rindiendo sus bárbaras pasiones.
De los cristianos castos los modales,
su mansedumbre y su modesto aliño,
su caridad y auxilios fraternales,
y sus dulces palabras de cariño,
ganaron a estos hombres naturales,
de ardor de fiera y corazón de niño,
y movidos al fin por sus ejemplos
de virtud, se acercaron a sus templos.
Admiróles su fe, su continencia,
su afán en procurar el bien ajeno,
ante los infortunios su paciencia,
y ante la muerte su valor sereno;
y empezando a entender en tal creencia
los preceptos sencillos de un Dios bueno,
a su vida de riesgos y de azares
dieron reposo al pie de sus altares.
Cristo triunfó. Los bárbaros guerreros,
que derrocaron la altivez romana,
fueron a ser después los caballeros
de la edad Media. Por la mar cercana
a los países fértiles costeros
abordaron: Europa fué cristiana.
«¡Gloria a Dios! ¡Paz al hombre!», ¿fué una frase
que el amor y la paz tuvo por base?
¿La inteligencia dominó en la tierra?
¿Se estableció la paz? ¿Cesó la guerra?
Estos pueblos, incultos todavía,
no pudieron perder en un instante
los restos de su antigua idolatría,
ni su instinto y ardor beligerante.
En sus almas la fe brillar debía
con luz entre tinieblas vacilante,
y al par que altares a la cruz hicieron,
de su espada en el puño la pusieron.
Y aunque pasando, al fin, generaciones,
hicieron de estos bárbaros guerreros
de Cristo los cruzados campeones,
de Europa los galanes caballeros,
no debían jamás sus corazones
a sus instintos bárbaros primeros
renunciar. De las épocas feudales
lo prueban bien los bárbaros anales.