Album de un loco: 2

Primera parte de Album de un loco
de José Zorrilla

La noche de la celebración de los juegos florales en La Habana

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Yo atravesé la soledad del Zahara,
que, como inmenso piélago de arena,
dos ciudades del África separa;
el sol abrasador del mediodía,
que en seco arenal reverberaba,
el aire enardecía,
y el pecho, al respirarle, nos quemaba.

Ni el fulgor del incendio de aquel cielo,
que, encandecido y rojo,
parece un pabellón ensangrentado,
ni sobre el haz ardiente de aquel suelo,
que refracta su lumbre
como un vidrio azogado,
fijar podía su mirada el ojo
ni aún a través del velo
con que el rostro llevábamos guardado:
cielo y arena se veía en torno,
y el calor respirábamos de un horno.

El simún, tempestad de este oceano
de arena, que, sus ondas revolviendo
cual revuelve Aquilón las de los mares,
barre su inmenso llano,
y sus arenas por el viento sube,
las pasea sobre él como una nube,
y las llueve después grano por grano
sepultando bajo ellas, sin estruendo,
caravanas y aduares,
mugía tras nosotros, entoldando
el cárdeno horizonte;
delante de nosotros, familiares
uno con otro y en el riesgo pares,
viamos ir, el arenal cruzando,
la cueva oculta o el seguro monte
por instinto buscando,
al león, la gacela y el bisonte.

La sed nos anudaba la garganta;
caballos y camellos
alargaban los cuellos
y detenían la cansada planta,
para aspirar un aire necesario,
en largos, pero inútiles resuellos,
que no saciaban su voraz garganta;
negábase a avanzar el dromedario,
que con jinete y carga no podía;
sus últimos esfuerzos, voluntario,
con voz y manos excitaba el guía,
y desde su alto y enarcado lomo,
la vista en vano con afán tendía;
sólo del cielo el inflamado domo
y la extensión del arenal veía
a través del tejido tembloroso
con que le denso vapor caliginoso
entoldaba la atmósfera vacía.


Perdidos nos creímos;
a la par musulmanes y cristianos
al cielo nos volvimos,
al par tendiendo a nuestro Dios las manos,
y a Dios venir en nuestro auxilio vimos.

Una sonora ráfaga de viento,
despejando la atmósfera un momento,
nos dejó, compasiva,
ver un jirón azul del firmamento
y un pedazo de tierra productiva.

Un oasis, cubierto de verdura,
isla de aquel océano de arena,
que salvación y vida nos augura,
se ofreció a nuestra vista, ya insegura,
y nuestra alma alegró, de angustia llena.

Hombres, a un mismo tiempo, y animales,
le vimos; la esperanza recobramos,
y las perdidas fuerzas corporales,
y a escape hacia el oasis nos lanzamos,
salvando los ardientes arenales.

¡Con qué placer se encuentra en el desierto
un oasis ceñido de verdura,
de céspedes cubierto,
y sembrado de palmas y azahares!

¡Con qué placer se bebe el agua pura
del manantial por Dios en él abierto,
y con cuánto placer su luz se mira
a sombra de las palmas seculares,
y con cuánto placer, libre de azares,
a sus pies se reposa y se respira!

––
Yo atravesé la mar: mi osada nave,
fiada del hombre en el saber, que doma,
audaz, los elementos,
salió del puerto, cual torcaz paloma
que por primera vez sus alas tiende
desde su nido a la florida loma.
Mas ¿quién el fin a do camina sabe
cuando a través del mar y de los vientos
rumbo al azar sobre las aguas toma?
Navegamos un día y otro día;
el mar estaba azul, el cielo puro,
el aura suavemente nos mecía.
Una tarde, al confín del horizonte,
sobre su línea azul un punto oscuro
vimos aparecer; a cada instante
creciendo, se hizo grande como un monte;
luego, como una venda,
cubrió al poniente sol; siguió gigante,
extendiéndose en torno como un muro;
se elevó hasta cubrir, como una tienda
enlutada, el redondo firmamento;
sopló luego una ráfaga de viento,
que la mar removió hasta sus entrañas,
y sacudiendo nuestra erguida nave,
rompió sus masteleros como cañas.

Desgarró el huracán su hirviente seno
con un fugaz relámpago, y bramando
con la rugiente voz de un ronco trueno,
barrió la mar el raudo torbellino;
y la nave consigo arrebatando,
en las tinieblas nos cegó el camino.

Un día y una noche, entre sus brazos,
del viento y de la mar por los abismos,
dejando fuimos del bajel pedazos,
cuenta sin darnos de nosotros mismos.

Mas nos tendió el Altísimo su mano,
y cual nos hizo ver sobre la arena
del desierto africano,
de un fresco oasis la floresta amena,
hizo entonces brillar a nuestros ojos
de alto fanal los resplandores rojos,
que dieron al bajel un rumbo cierto,
y a pocas horas salvación segura.
¡Con qué placer se encuentra en el desierto
un oasis ceñido de verdura!
¡Con cuánto más placer se ve del puerto
el movible fanal que centellea,
iris de salvación y de ventura!
¡Con qué placer en la feraz frescura
de un africano oasis se sestea,
y con cuánto placer en la bahía,
después de la tormenta, se fondea,
y el áncora en su fondo se asegura!

––
Pues bien: con más placer que alcancé un día
un oasis a ver en el desierto,
con más placer que por la mar bravía
el faro vi del anhelado puerto,
mira en este salón el alma mía,
y halla mi corazón, que yo creía
a la emoción y al entusiasmo muerto,
este oasis de amor y poesía,
que con tan generosa cortesía
hoy la cubana juventud me ha abierto.

¡Con cuán hondo placer halla mi alma
este rincón tranquilo de la tierra,
donde las fuentes del saber, en calma,
el bien derraman que el saber encierra!
¡Qué alegría tan íntima y tan pura
me infunde al corazón el aura suave
de este oasis de paz y de ventura,
do a las vigilias del estudio grave
premio dan la nobleza y la hermosura!


Yo he recorrido la mitad del mundo,
y a mi pesar lo digo,
y con pesar profundo;
mas por doquier que visité la tierra,
de sangrientas escenas fuí testigo:
doquier he visto caminar armada
la civilización ensangrentada,
la libertad apellidando guerra;
mas con placer más franco y más profundo
puede mi corazón decir al mundo
que por doquier que fuí, crecer he visto,
por corazones jóvenes plantados
y por jóvenes manos cultivados,
el árbol de la fe de Jesucristo,
y de la santa paz las azucenas,
bajo la sombra del laurel de Atenas.

¡Bendita seas, juventud, que bebes
del raudal del saber las aguas vivas,
que su semilla a cultivar te atreves
y que su siembra con afán cultivas!
Pues que ser gloria de tu patria debes,
prepárala cosechas productivas;
ábrela con las ciencias el camino
que lleva a una nación a un gran destino.

Porque, sábelo en fin, la fe y la ciencia,
hermanas de la paz, dan a los pueblos
gloria, poder, ventura y opulencia;
gran nombre, grande ser, grande existencia,
hoy, mejor que la guerra fratricida,
los dan la religión, la inteligencia,
manantiales del bien, germen de vida.
De ello la historia te dará lecciones:
léelo en la de entrambos hemisferios.
¿Qué es lo que ha engrandecido a las naciones?
¿Quién ha civilizado los imperios?
El saber y la fe, no las legiones.

La sangre derramada en las campiñas
nunca atrajo de Dios las bendiciones;
brota sólo orfandad, odio y pasiones,
no ricas mieses, ni jugosas viñas.
Tú, pues, que el campo de la paz cultivas,
y que en las artes de la paz te empleas,
fuerza es de Dios que galardón recibas:
¡cubana juventud, bendita seas!


Y vosotras, mitad de nuestras almas,
cuyo favor por complemento anhela
siempre en su gloria el corazón humano;
flores vivientes del pensil cubano,
que os cimbráis al andar, como sus palmas,
que tenéis el mirar de la gacela,
la esbeltez del antílope africano
y la voz de la tórtola, a vosotras,
que, generosas, a la faz del mundo
venís hoy a premiar con mano amiga,
del estudio y del genio la fatiga,
y a escuchar al poeta vagabundo;
otro mejor que yo, con más brillante
peroración, mi sentimiento os diga:
un corazón, en frases infecundo,
ruega a Dios en silencio que os bendiga;
porque yo, que nací, pájaro errante,
para cantar perdido a la ventura,
sólo puedo decir a la hermosura:
«Con oírme no más me honras bastante.»

Ceso aquí, pues; manifestarme vano
fuera el hablar de mí. Noble academia,
cuya benigna y generosa mano
la insuficiencia de mi ingenio premia,
acordándome el título de hermano,
un discurso locuaz nunca es sentido;
la gratitud, mostrándola, se amengua,
que es ave, que en el alma hace su nido;
y está la fe del hombre agradecido,
bien en el corazón, mal en la lengua.