La corona de fuego: 61
Capítulo VIII - Última escena del drama
editar- ¡Desenlace infernal, grande portento!
- Cielos y tierra ardieron
- Hasta el alto y oscuro firmamento...
- ¡Sublime creación! los siglos vieron.
- Los mutilados restos que antes fueron
- Soberbio monumento;
- Y en sus postradas páginas leyeron
- Lúgubre encantamento.
La tempestad continuaba todavía.
El huracán no era tan violento; pero el cataclismo de los elementos parecía recrudecerse más cada vez bajo aquel cielo tenebroso, inflamado por las corrientes eléctricas.
La lluvia disminuía progresivamente, y solo sacudía de vez en cuando sendos chaparrones de gotas sumamente gruesas y sonoras como el granizo.
Era ya más de media noche; noche lúgubre y desastrosa como la tempestad que la oprimiera.
Alfonso vivamente afectado, habíase retirado a unas de las tiendas de su campamento, que permaneciera todavía en el mismo sitio, esperando que cesara la tempestad, o al menos que amaneciera.
El rey que era muy temeroso de las iras de Dios o de la naturaleza, como dicen nuestros filósofos modernos, habíanse retirado al fondo de otra tienda más céntrica, donde en compañía de mosén Pierre de Peralta, su capellán mayor castrense, y de otros dos monteros y escanciadores de su corte, rezaba varias preces y letanías, en desagravio y para aplacar la cólera del cielo.
De pronto una voz vigorosa y sostenida, que fue reproduciéndose como un acento lúgubre, hendió todo el espacio y llegó a oídos del rey.
Ante aquel grito de sombría alarma, el príncipe olvidó sus temores al pronto y salió precipitadamente de la tienda.
-¡Incendio, incendio!
Esta voz no cesaba de repetirse, y el monarca, al notar la efervescencia que reinara entre sus soldados, sin reparar en el aguacero que todavía alternaba con el juego de los elementos, subió a una pequeña colina próxima, invadida ya de antemano por varios curiosos.
Y en verdad que el espectáculo que se desplegara tan majestuosamente entonces a la vista, merecía los honores de aquella misma curiosidad.
Porque era una decoración portentosa y sublime, ante la cual el mismo rey no pudo menos de exclamar en un arranque de entusiasmo:
-Heos ahí la suprema pincelada del cuadro, sin la cual fuera únicamente un boceto: en verdad que el hombre se ha excedido a sí propio en esta noche.
Allá, al frente, y sobre la montaña donde asentaran las torres de Altamira; alzábase la sombría mole de estas, como una prodigiosa silueta que marcaba el nebuloso horizonte a través de un humo diáfano y sanguinolento que la envolviera como en un velo fantástico.
De sus flancos, por do quier alzábanse grupos de voraces llamas que devoraban las obras, envolviéndolas, como en una zona o ceñidor de fuego; horrible corona infernal, que inflamando el espacio con su destello fosforescente y sanguinolento, parecía invadir el cielo, confundiendo sus vacilantes lenguas con un penacho colosal de humo denso, envuelto en remolinos de chispas como la escarlata, y dejando oír el bramido del incendio con su estridente crujido.
Aquellas llamas, cuyas pirámides alzábanse y se deprimían alternativamente, ondulando y confundiéndose a veces en la masa de la inmensa hoguera, lamían, enroscábanse como fuegos rastreros a aquellos muros de canto, apoderábanse por asalto de las bóvedas del castillo, y haciendo rebramar su corrosivo impulso en el maderamen, generalizaban el cuadro de conflagración, a cuyo ímpetu desplomábanse los apizarrados techos, los torreones góticos, los coronamentos todos de aquella poderosa fábrica bizantina poco antes tan sólida e inexpugnable, y que dentro de poco, a juzgar por los progresos del incendio, iba a quedar reducida a un miserable montón de escombros calcinados.
La justicia de Gonzalo, en nombre del rey que la observara como un simple espectador, aterrado por su misma obra, se cumplía de un modo terrible e inexorable.
El corazón del monarca estaba comprometido por una indefinible angustia: ahogábale el dolor.
-¡Dios! exclamó ¡siempre Dios!...
Y ante esta frase lacónica y elocuente, llevó sus manos a la cabeza, aturdido por una idea torcedora y lúgubre.
Aquello debía ser remordimiento.
Esta ansiedad mortal, esta agitación, este caos que revolviera en el pecho del monarca todo un vértigo de vacilaciones y dudas que le devoraban como un cáncer roedor, conturbó su mente, perdiéndole en un extravío moral, su frente parecía crujir al ímpetu de aquel cataclismo que estallaba ya y que comprimía su corazón en un círculo de hierro candente.
Cuando poco después la tempestad cesaba, cuando entreabríase aquel cielo sombrío, oscuro limbo de una desastrosa noche, transparentando en el Oriente nacarado y límpido el pabellón granate de la aurora; cuando las brisas de Levante murmuraban en la selva como un leve y susurrante suspiro, aromatizando el ambiente, purificado ya, con el aura de las flores del campo, y cuando en fin la naturaleza, anhelante y fatigosa empezara a sacudir su letargo, arrullado por el trino de los pajarillos, el monarca desaparecía con sus tercios, desasosegado y pensativo, y tomaba la vuelta hacia León, en medio de un sepulcral silencio, semejante a una marcha fúnebre.
Y mientras tanto, bajo aquel horizonte despejado ya y sin nubes bajo aquel pabellón de plateados astros que la luz del crepúsculo empezaba ya a amortiguar, alzábase un cono impuro, una mancha flotante, aplomada y densa como el penacho de un volcán en erupción y rodeado siempre de un enorme círculo de llamas; corona de fuego invisible casi a la luz matinal de aquel día tan risueño, semivelado luego por ligeras nubecillas errantes, brumas juguetonas del crepúsculo, velo sutil y diáfano que ocultara el rubor de ese espléndido sol naciente que escondido entre aquellos celajes flotantes a impulso de los céfiros, parecía enlutado o avergonzada acaso ante aquella escena, ante aquel sombrío testimonio de ese escándalo abominable de la historia.
Aquello eran los restos calcinados del formidable castillo de Altamira; envueltos en la nebulosa bruma del incendio que oscurecía por aquella parte el esplendente espacio y alzábase potente destructor, rebrumando en los aires devorando la ostentosa fábrica y propagándose espantosamente a los bosques y selvas contiguos que ardieron durante muchos días, después de los cuales, y en medio de aquel cuadro asolador y exterminio que llevara el pánico a toda la comarca, solo quedaron en pie los mutilados paredones, calcinados y vacilantes que aun hoy existen, como una hita maldecida, huella infamante de execración y oprobio.