La corona de fuego: 21


Capítulo IV - Confidencias editar

Apenado sus cuitas confiara
A su propio enemigo,
Del cual no recelara,
Teniéndole ¡infeliz! por un amigo
Que el cielo le depara.


El sol, próximo al ocaso, exprimía sus ardientes rayos, que reverberaban en los montes como una inflamable lluvia de oro en fusión.

Ni un soplo de aire, ni un ruido turbaran la calma solemne de la naturaleza: las frondas, los arbustos, los cañaverales silvestres, todo parecía dormir ese caliginoso letargo que imprime el estío en la naturaleza, narcotizada por la influencia de los rayos de un sol ardiente en los climas cálidos y meridionales.

El canto de la cigarra, monótono, soñoliento y triste, parecía arrullar con sus lentos acordes aquella postración profunda y melancólica como el silencio. y sus últimas notas, perezosas, lánguidas y cansadas, perdíanse en el vacío como un eco moribundo y lúgubre, que se extinguía con aquel día tan caluroso y con aquella calma que parecía absorber hasta la misma existencia.

A lo lejos oíase retumbar, a indeterminados intervalos, el eco de un torrente que apenas alteraba esa calma eterna, poetizada por el paisaje mismo y por las tibias brisas de la tarde.

Precisamente en aquella misma hora el conde de Altamira y el joven caudillo, al regreso de Santiago, reuníanse en la gruta de los Abismos, de que ya hablamos en otro lugar de esta obra.

El cuerpo de aventureros que capitaneaba el último, y que dijimos ya permanecía acantonado en la aldea de Briones, al tránsito de su jefe por la misma, habíale seguido, y acampaba en un montecillo inmediato a la gruta, en frente de ella, donde juraban todos a porfía, reían y blasfemaban, bebiendo sendas botellas a la salud y buena intención del nuevo amo que Dios o el diablo les deparara.

Mientras tanto, el conde y su compañero, constituíanse, como ya indicamos, en aquella espaciosa gruta, y ocupaban aquel departamento circular de ella, erizado de puntas salientes de roca, y las paredes rústicas, la bóveda, ahumado todo por las hogueras y teas resinosas de los pastores. Sobre uno de los peñascos graníticos desprendidos y que obstruyeran su ámbito, sentáronse ambos, contrariado el joven visiblemente por una lucha interior, y fatigado el conde por su tos cascada, por la debilidad y el cansancio.

-Ya es tiempo de que sepáis la alta importancia de la comisión que os reservo, dijo Ataulfo con una voz hueca, ahogada por su mismo desfallecimiento: el señor obispo, a quien he franqueado mi corazón y he pedido consejo acerca del asunto, ha tranquilizado mis escrúpulos, acallando mis temores y desterrando mis recelos, fundados en la incertidumbre que la delicadeza misma del proyecto lleva consigo. Por su dictamen os entrego la clave de mis más hondos proyectos, sin la más mínima reserva por mi parte, y creo inútil invocar toda vuestra lealtad y buena fe al aceptar la ejecución de esos mismos designios que absorben todas mis aspiraciones, en medio de la lucha cruel que trabaja mi penosa vida. Depositario fiel de mis secretos, seréis a la vez mi confidente, y mi pecho, destrozado por tantas decepciones, ¿quién sabe si podrá descargarse de una parte del peso que le oprime y respirar con una satisfacción bien grata, y de la cual le aleja hoy un negro abismo?...

Ataulfo suspendió su discurso un momento, ahogado por su habitual fatiga: inclinó la cabeza sobre su pecho, y pareció recapacitar un instante, después del cual, como si cobrara nuevo aliento y como si sacudiera sus vacilaciones, continuó en tono confidencial:

-Se trata de perseguir y capturar a un criminal que ha atentado contra mi honra y la de mis blasones, puros y sin mancilla siempre, y que no contento aun con ello, ha hundido su cobarde puñal en mi pecho. ¿No es verdad que ese doble delito clama justicia a Dios y a los hombres?

-Ciertamente, repuso el cuadrillero, trémulo, alterado su organismo por una sacudida nerviosa; os he empeñado mi palabra jurada de fidelidad, y mientras no os avise cosa en contrario, contad con mi cooperación incondicional y franca.

-Mirad, prosiguió el de Altamira, desabotonándose la cota y mostrando una gran cicatriz todavía enrojecida y que correspondiera al sitio de un pulmón; esta herida es un testimonio viviente del crimen de que fui víctima, y este mismo crimen tiene una historia de repugnante horror. Quiero daros una prueba cumplida de sinceridad, refiriéndoos esos detalles que deben escandalizar vuestros oídos.

El cuadrillero, en medio del rapto que poseyera su ánimo, conturbado por la lucha moral que lo destrozara, se inclinó ante las palabras del conde, sin articular un solo concepto que hubiera hecho traición indudablemente a aquella afectada serenidad de ánimo que mentía.

-Escuchad, pues, continuo Ataulfo, tomando aliento y vertiendo una sonora aspiración, al paso que se limpiaba el sudor febril de su frente: hace algún tiempo fui invitado, no diré por quién, a contraer esponsales con la joven Constanza de Monforte, mi sobrina, que no pasaba de ser una muchachuela casquivana y coqueta, pero cuyo caudal, acrecido algún tanto por la solicitud y pericia económica de su tío materno, a cuyo cargo y tutela estaba, venía a suplir la versatilidad de sus condiciones morales demasiado libres, y no tan rígidas como conviene a una doncella de su alcurnia. Los asuntos materiales y administrativos de mi casa tampoco iban a la sazón muy florecientes, y amenazado además por la ambición de varios señores comarcanos, y aun también por el mismo rey que me apremiara al pago de mis feudos atrasados, me constituía en una situación apuradísima y precaria. Por otra parte, las gracias de la baronesa, sus prendas personales, y aun sus rasgos excéntricos con sus extravagancias mismas, formaban, juntamente con sus riquezas, un poderoso estímulo a mi ambición; de suerte que pude conocer que necesitando por precisión una alianza, yo, hidalgo arruinado, sin otro crédito que mis despilfarros y desórdenes, sin otra garantía que mis prodigalidades, no era fácil que la obtuviese, toda vez que no podía ofrecer en este caso reciprocidad de capital, ni de fuerza. Era, pues, necesario buscarla en el matrimonio, a cuyo estado mi vocación no me inclinaba; pero al cual no había otro medio que resignarse, como un recurso convencional de alta política. Pensé entonces en Constanza de Monforte.

Ataulfo volvió a interumpirse por otra pausa, acompañada de uno de esos accesos de tos que le aniquilaban las fuerzas y apagaban su voz con frecuencia.

-Por mi suerte, o quizás por mi desdicha, prosiguió, pude alcanzar mi objeto aun a trueque del sacrificio de mi voluntad y albedrío; y por fin, merced a esta ventajosa acumulación de Estados, pude crearme alianzas y recursos de cierto género, rehabilitando, en cierto modo, el eclipsado esplendor de mi casa. Pero volvamos al asunto.

Se interrumpió de nuevo y vertió un hondo suspiro, como si temiese recordar lo mismo que iba a decir,. en esta forma:

-Es cosa bien sabida que en compañía de la baronesa, cuando era soltera, había otra joven poco mayor de edad que ella: aquella joven, cuyo origen y procedencia dícese que son un misterio aun hoy todavía, se llamaba, si mal no recuerdo...

-Elvira de Benferrato, lo interrumpió maquinalmente el joven, conturbado luego por aquel arranque impremeditado de imprudencia.

-Sí, Elvira de Benferrato o Monferrato; ¡maldición eterna sobre ese nombre fatal que detesto por inspiración y que responde secretamente al eco de mis rencores!... Pues bien, esa persona, raza de víboras y que debió ser engendro de Satanás... lo he sabido después; no era mujer, sino un seductor miserable, mejor diré, un cómplice, tal vez, de esa mujer impura, que ha venido a mi tálamo corrompida por sus liviandades, sorprendiendo mis sentidos para seducirlos y burlar mi buena fe, envuelta en sus pretendidos velos virginales y coronada de una diadema, símbolo del candor y de la inocencia... Esa mujer, que me ha mentido su fe de esposa en los altares, profanando la santidad, del juramento... ella, la infame sacrílega, la impostora, ha venido a inocular en mi alma la ponzoña de la duda, el más cruel de los suplicios, y ha abierto en mi corazón la úlcera cancerosa del odio que arde aquí en mi pecho y le destroza.

Ataulfo, distraído en esta digresión, y translimitado hasta el último grado de la exaltación y la cólera, hubo de detenerse como para coordinar sus ideas dispersas, reanudando en los siguientes términos su discurso:

-Pero aun no es eso todo; el crimen no retrocedió ante el altar mismo: aquel amante prematuro, oculto bajo un disfraz tan ingenioso, desapareció del castillo de Monforte, apenas empezaran mis negociaciones matrimoniales con la baronesa, y en ello veo un doble ardid preconcebido felizmente, puesto que a fin de prevenir ciertas eventualidades escandalosas, a la vez que su disfraz de mujer anulaba toda sospecha posible respecto a sus relaciones culpables, era el único medio de consolidar el fraude y sus consecuencias, dar un marido paciente, en fuerza de su ignorancia misma, a la dama, y personificado en mí, inocente en un todo de la traición que se le jugara. ¿Qué os parece todo esto?

-Creo, repuso balbuciente el joven, que tenéis razón suficiente para abrigar hacia esa mujer inicua un resentimiento que es a mi ver fundado y que puede daros derecho a...

-¿A qué? le interrumpió con precipitación el conde.

-¡Quién sabe, señor! Las apreciaciones de conciencia llevan en sí esculpido un sello indisputable de singularidad no sujeto a regularización determinada, mucho más tratándose de determinados asuntos delicadísimos por su propia índole. Vuestra prudente sabiduría debe ser el único juez competente en esta causa, cuyo fallo, señor, os declino con el honor que al consultármelo me dispensáis.

-Está bien, y con vuestro permiso llego al punto crítico del desenlace trágico del drama, para lo cual no puedo menos de reclamar vuestra indulgencia, que mi justa indignación necesita acaso. ¡Oh! me horroriza ese cruel recuerdo que ataraza mi mente, viviendo aquí perenne para torturarme y alentar la venganza que surgió en mi pecho y que debe consumarse, aun a despecho del destino mismo y sus decretos. Celebráronse las bodas con gran contento general, hubo festejos dignos de un monarca, y Altamira no fue en zaga a Monforte en ostentación y lucimiento, particularmente al tiempo de las velaciones y de la bendición del tálamo, para todo lo cual no se desdeñó mi deudo, el señor obispo, de venir a celebrar con todo el boato pontifical de su curia y dignidades. Más ¡ay! ¡quién creyera que aquellas fiestas tan inusitadas, en las que llegara a desplegarse un alarde verdaderamente regio, como ya dije, iban a ser coronadas con un crimen abominable, que roció de sangre mi alcázar y enlutó mis Estados con gran escándalo del público!

-¿Qué decís? exclamó el cuadrillero, mal encubriendo su mortal congoja ante aquel relato que rasgaba todas sus fibras sensibles, que la perspicacia quizás del conde pudiera romper, aun a través de aquella máscara de fingida impasibilidad que encubriera todo un mundo de remordimientos.

-Sí, continuó el conde en el colmo de su explosión y con una entonación extraña, en la cual exhalábase todo el implacable vértigo de sus rencores; sí, no lo dudéis, aquella noche de maldición, la noche de mis bodas, a poco de haberme retirado a la cámara nupcial, cuando mis ojos se cerraban y mis potencias, mis sentidos, combatidos, al parecer, por un narcótico administrado indudablemente por una mano inicua, cedían a la presión del sueño o del parasismo... entonces... un asesino vil, el antiguo amante de Constanza, según supe luego, y que había acechado mis movimientos, espiándolos, de concierto con algún criado infiel, pudo ocultarse bajo el tapiz de la ante-cámara y llegar hasta mi lecho, hundiendo en mi costado su puñal homicida, y mientras yo, exánime, semivivo, luchaba con las convulsiones del dolor (porque las heridas eran mortales, y solo a los arcanos de la Providencia debo mi restablecimiento), el agresor, protegido por la alevosía que le condujera hasta allí, escapaba del castillo, aprovechando los primeros momentos de confusión y desorden, sin que persona alguna se ocupase de otra cosa que de verter gritos y lamentos, distrayendo así en aquel instante de perturbación la idea de perseguir al asesino. Y todo bajo un colorido aparente de solicitud por acudir en mi auxilio: yo, que solo necesitaba entonces los de la religión y de la ciencia. Pero a Dios gracias, restituido ya, aunque no enteramente, a la vida, porque mis pulmones han quedado lastimados, aun así, apenas pude, me levanté del lecho, huí de mi casa, aun a riesgo de una recaída, en busca de nuevos servidores; porque: ¡perdóneme Dios la sospecha! temo más al tósigo que al puñal, pues me encuentro asediado de traidores, pagados a mi propia costa, y en nadie fío, ni aun en mi esposa, a quien no conozco como tal desde la funesta noche, ni tampoco me inspira confianza esa mojigata dueña, que acaso debe ser quien concierta y dirige, en jefe la cuerda de una conspiración que señala en mí su víctima, mientras yo, pundonoroso caballero, guardo dentro de mí un secreto suyo, que es terrible y criminal en alto grado...

Las últimas palabras del conde produjeron en su colocutor una impresión instintivamente cruel; la sangre pareció helársele en las venas, y toda aquella organización tan gentil experimentó una horrible sacudida eléctrica. Sin saber por qué, la desconfianza pareció abrir en su corazón la puerta de una sospecha preventiva hacia aquella mujer maquiavélica, donde adivinó podía revolverse un genio maléfico predispuesto al crimen; y por consecuencia de todo aquel golpe súbito de inspiración, el joven tuvo miedo a aquel ser peligrosísimo, cuyo solo nombre acababa de infundir en su corazón, impresionable y dócil, un sombrío e inexplicable pánico.



Prólogo - Primera parte: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - Segunda parte: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII
Tercera parte: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IX - X - XI - XII - XIII - XIV - Cuarta parte: I - II - III - IV
V - VI - VII - VIII - IX - X - XI - XII - XIII - XIV Quinta parte: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII
Sexta parte: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - Conclusión