La corona de fuego: 57


Capítulo IV - Sentencia y protesta editar

Rindieron a su rey pleito-homenaje,
¡Oh, cuán mengua la estrella
Del cruel personaje!


Aquel día tan esplendoroso y brillante fue poco a poco trasformándose.

A la caída de la tarde el cielo estaba ya casi totalmente condensado; las brumas de Levante impelidas por un viento sulfuroso y tibio, amontonábanse en remolinos flotantes, formando movibles capas cenicientas, densas, pesadas, que comprimían la atmósfera como una inmensa cúpula de plomo.

Era el viento, como hemos dicho, sulfuroso, acre y tibio, de estridente soplo, y cuyas sonoras y violentas ráfagas levantaban torbellinos de hojarasca y polvo, barriendo el espacio con sus inseguras corrientes que condensaran el éter, como el soplo impuro de la tempestad.

Bramaba ésta ya, anunciándose en los aires donde hacía resonar su rencoroso y sordo rugido, y allá hacia el Norte extendíase una faja de blanquizcas nubes, cuyos recortes destacábanse sobre un fondo sombrío trazado por serpientes angulares de electricidad.

La noche amenazaba ser desastrosa.

Las tropas castellanas hallábanse acampadas en las afueras de Altamira, y ocupábanse en construir y armar apresuradamente tiendas donde guarecerse de la tempestad que amenazaba.

Mientras tanto los hidalgos de la comarca, congregados en la cámara o tribunal de justicia de la fortaleza, renovaban en manos del rey de León y Castilla juramento de fidelidad, de obediencia y pleito-homenaje, en cuya virtud alzábaseles el acta de proscripción, restituyéndoseles a la gracia, amistad y buena armonía del monarca.

Luego aquellos altivos reyezuelos marchaban a sus castillejos, escoltados por un puñado de aventureros, que eran el contingente respectivo que los correspondiera por vía de auxilio en favor del pretendido conde de Altamira.

Veía éste con desesperado coraje cómo se disipaba de esta suerte el humo de su poder, apenas comenzara a menguar el astro de su derrocada fortuna. ¡Terrible lección que repiten los siglos, y cuyo testimonio vivo y continuado es la misma historia!

Una calma horrorosa, esa calma sorda y terrible que suele preceder a las grandes tempestades polares, parecía adormecer a intervalos el vértigo rugiente de la naturaleza explotada: luego resonaba el trueno, y al fragor de la electricidad acompañaban los bramidos del torbellino, que silbaban e iban a estrellarse en la gigantesca mole de Altamira, que aparecía enmedio del cuadro sublime de la naturaleza como un tenebroso espectro fantástico, herido por el brillo fatídico de los relámpagos, azotado por los elementos y proyectando sus angulares recortes y sus desmoronadas almenas góticas en aquel horizonte lóbrego, inflamado por las corrientes eléctricas.

La noche empezaba a cerrar, y a medida que iban desapareciendo los postreros fulgores del crepúsculo, arreciaba la tempestad con todos sus majestuosos horrores.

Mientras tanto concluíase la ceremonia en el salón de justicia; todos los hidalgos habían renovado ya su juramento de fidelidad y obediencia en manos del rey, y habían sido despedidos del castillo. Alfonso, en vista de ello y de los cargos que resultaran contra el conde, pronunciaba el siguiente fallo:

«Alfonso, rey de León, de Asturias, de Galicia y Castilla, etc,

»Visto y oído todo cuanto resulta contra Payo Ataulfo de Moscoso, titulado conde de Altamira, venimos en declararle, consultando nuestra propia conciencia, inspirada por Dios, cuyo poderoso -auxilio invocamos, traidor, contumaz y rebelde, e incurso además en la pena que marcan los reglamentos y leyes de estos nuestros reinos con relación a los reos de lesa majestad.

»Otrosí: lo acusamos y declaramos usurpador de los dominios de Altamira, usando de criminales medios, y además como homicida en la persona de su hermano Veremundo, legítimo señor de dichos estados, sin perjuicio de las responsabilidades en que ha incurrido por las coacciones y bajos manejos ejercidos en las personas de Hormesinda y Gonzalo, esposa e hijo respectivos del notado Veremundo Moscoso de Altamira; todo lo cual se hará constar por documento auténtico que se archivará con el proceso en el archivo de la Corona.

»En vista de ello, usando de nuestra prerrogativa regia, le desposeemos de los referidos estados, declarándolos de ahora para siempre pleno dominio de Gonzalo, hijo de Veremundo, caso de no parecer éste, como que le pertenecen legítimamente.

»Y por fin, con respecto al castigo corporal que, según el código de estos reinos, corresponde aplicar a Ataulfo y a Betsabé por el segundo concepto ya pronunciado, delegamos todas nuestras atribuciones y privilegios en el referido Gonzalo de Moscoso, para que ajustándose a las prácticas reglamentarias de nuestro fuero regio, pronuncie y mande llevará efecto dicha pena, como juez inapelable, sin restricción alguna, a cuyo efecto declinamos en él toda nuestra autoridad y celo, previniéndole que use ante todo y agote los recursos oportunos, a fin de inquirir por cuantos medios imaginables le sugieran su justificación y prudencia, el paradero y suerte de Veremundo y Hormesinda, por si existen, cuya circunstancia en su caso remitimos a su clemencia, para modificar y atenuar el rigor del fallo en cuanto lo merezca.

Pronunciado en Altamira... etc.

Alfonso.»

Ataulfo escuchó costa sentencia con estúpida y burlesca altivez y aun con cierta indiferencia insultante; aquel odio inveterado, aquel corazón todo perversidad y malicia oponían su organización de hierro a todo género de amenazas, y mostrábase rebelde, como él espíritu maldito, encarnado en humana forma.

Dirigió a Gonzalo una tremenda ojeada, en la cual parecía exhalarse toda la sublime concentración de su odio recóndito.

-Esto es hecho, dijo, os habéis puesto de acuerdo para fraguar una iniquidad, y elegisteis en mí la víctima, inventando para ello las formas de un proceso y revistiéndole de mentidas apariencias legales. Poco os debe importar la evidencia supuesta del crimen que me imputáis, cuando limitáis las pruebas a vuestro apasionado criterio. Sea pues, y como quiera que no me es fácil contrarrestar tanta fuerza como contra mí se conjura, cedo a esa violenta presión tiránica, pero no me conformo con los cargos, que rechazo por falsos y gratuitos. He aquí mi solemne protesta, que exijo se haga constar en el proceso.

Y con la mirada hosca, extraviada por su impotente cólera, pálido, rugiente y fieramente exaltado, Ataulfo empezó a dar agitados pasos por el salón, loco, frenético, y dejando traslucir el furor que inflamara su alma.

El rey fulminó a su vez también otra severa mirada de odioso menosprecio hacia aquel hombre, cuyas palabras, provocaran su enojo e insultaban la autoridad y la justicia.

-Basta, dijo: os prohíbo toda refutación de mi fallo, del cual solo a Dios debo dar cuenta en su día: apelad pues, a su tribunal, porque en la tierra no hallaréis otro superior al mío.

-Os equivocáis, rey, apelo a otro tribunal en la tierra, más Poderoso todavía que el vuestro, contestó con altiva provocación el hidalgo; apelo a la opinión pública que anatematizará ese abuso, esa coacción que contra mí se ejerce, al abrigo de la impunidad y del poder.

-¡La opinión pública!

-Sí y rey, y vais a ver quizás ahora mismo una prueba de ello.

Ataulfo se precipitó súbitamente hacia el alféizar de una gran ventana que daba al patio principal de la fortaleza, lleno a la sazón de soldados leoneses.

-¡Al tirano! gritó, ¡favoreced a una víctima indefensa! ¡soldados! ¡a mí contra el rey, y mi tesoro es vuestro!

A este grito tentador y subversivo, Alfonso y Gonzalo arrojáronse sobre el conde y lo arrastraron de aquel sitio, retíranle hacia dentro. Al extremo a que había llegado la corrupción en aquella época, no podía ser extraña una rebelión, cuando a cambio de ella se ofrecía una pingüe recompensa. El rey lo comprendió así, y experimentó un temor fundado, de alguna sedición en la soldadesca.

Ataulfo, al tiempo de separarse del buque, tuvo lugar de hacer sonar un silbato, produciendo un agudo y vibrante silbido.

-¡Callad, infame gritó el rey, callad u os haré arrancar la lengua!

-No haréis tal, repuso Ataulfo enderezándose de un salto con su provocadora actitud.

-¿Que no lo haré decís? ¿Por qué razón?

-Porque entonces no averiguaríais el paradero de Veremundo.

-¿Con que lo sabéis vos, y lo ocultáis?

-¡Tal vez!

-Sospechó al pronto Alfonso que aquel hombre pudiera apelar al ardid para eludir quizás, o cuando menos, para dar tregua al castigo.

-Ese hombre miento, dijo Gonzalo, es un miserable que trata de sorprendernos: yo os suplicaría señor, que tuviera a bien V. A. mandar llevar a efecto el castigo que le habéis impuesto, sin más tregua.

-A vos os toca, repuso el monarca; en esta causa, amigo mío me ha constituido en fiscal que acusa y propone, mientras que el juez que debe obrar sois vos.

A este punto llegaba el diálogo cuando uno de los heraldos del rey, previa la venia de costumbre, entraba en el salón y entregaba al conde un pliego que traía en su escarcela, sellado con las armas señoriales de Monforte. Ataulfo rasgó el sobre y devoró con ansiedad el contexto de aquel billete, que era el siguiente:

«Cuando un hombre de vuestra posición social, que blasona de honrado y caballero, aun sin serlo, llega al extremo en que se halla hoy el que aún se titula conde de Altamira, debe sostener su papel, siquiera sea de pura farsa, a toda su altura, hasta los momentos supremos.

»Hacedlo vos, y obrando así, mereceréis bien de los que conociéndoos, os compadecen, respetando a la vez la fatalidad que os persigue.

»Ataulfo, un hombre como vos debe matarse, si es que quiero dejar de existir con la honra. Hacedlo hoy mismo: quizás mañana fuera tarde:


Constanza, Baronesa de Monforte.»



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Tercera parte: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IX - X - XI - XII - XIII - XIV - Cuarta parte: I - II - III - IV
V - VI - VII - VIII - IX - X - XI - XII - XIII - XIV Quinta parte: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII
Sexta parte: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - Conclusión