La corona de fuego: 56
Capítulo III - El aviso oportuno
editar- ¡Recuerdo del amor ¡oh! cuánto vales!
- ¡Cuál revelas tu magia poderosa!
Nadie se había apercibido, al parecer, de una misteriosa señal que dirigiera disimuladamente Ataulfo a uno de sus criados o confidentes que asistiera al acto desde un ángulo de la pieza, y confundido entro la soldadesca, nadie por consiguiente, pudo notar la desaparición de aquel hombre en los momentos en que tomaba un giro alarmante y amenazador el diálogo. Sentamos este precedente necesario a nuestra narración, como que influye poderosamente en la acción del drama que vamos ya desenlazando.
El día era ya entrado. Un sol esplendoroso alzábase en el Oriente, rodeado de una aureola inmensa de fuego, o iluminaba el espacio con su punzante brillo luminoso.
Las brumas del crepúsculo disipábanse en vaporosa neblina, y retiraban sus pliegues flotantes de plateada nieve.
Era en fin, una mañana encantadora, cuadro de arrebatadora poesía dulce y majestuosa, con su ambiente saturado de perfume, sus alboradas de fuego, y luego aquel sol resistente y tropical cerniéndose en el inflamado horizonte sobre un cielo azul zafiro sembrado a trechos de azafranados celajes, y en cuya línea oriental parecía ir brotando lentamente un penacho de tornasoladas nubes, como si se tratara de alzar un pedestal de nácar a aquel astro esplendente que invadía las esferas, remontándose sobre el encendido cenit.
Todo parecía sonreír en aquel día tan puro y sereno. Y sin embargo, en aquel mismo día tan magnífico debía suceder una catástrofe que debieran registrar los siglos en sus más sangrientos y repugnantes fastos.
¡Singular contraste el de la naturaleza! ¡mudo y elocuente mentís para esos fatalistas que juzgan por deducciones genéricas y armonizan los accidentes más casuales, enlazándolos por medio de un término comparativo y simpático! ¡triste lección para la ciencia humana tan limitada y errónea!
Pero no es justo permanecer por más tiempo separados de nuestro asunto.
Precedidos de Ataulfo y escoltados por un grupo de soldados fieles, el rey y Gonzalo penetraron en todos los departamentos, reconocieron con la mayor escrupulosidad los menores detalles, las avenidas, las torres y sótanos de la fortaleza, penetraron en las prisiones y mazmorras, abrieron todas las poternas y trampas, las puertas herradas de encina cubiertas de orín y moho; nada, en fin, escapó a la investigación, que por cierto no dio resultado alguno favorable respecto al hallazgo de Veremundo y Hormesinda.
Bramaba el rey de cólera, y Gonzalo apenas podía reprimir su pesar y su rencoroso ímpetu de venganza.
-¡Maldición sobre vos! exclamó sublevado por el dolor y la indignación, dirigiéndose a Ataulfo sobre vos que me arrebatasteis mis padres y mi posición social!, ¡Temblad, tirano, sino me restituís esas dos caras prendas que no os pertenecen!
Faltaba todavía reconocer los subterráneos.
Alfonso dispuso que le guiasen a ellos, y Ataulfo, en cuyo feroz continente parecía brillar una satisfacción siniestra y maligna dirigióse a la poterna abierta a flor de tierra, y que daba paso a la región subterránea.
Quedó, pues, abierto un buque profundo y lóbrego: una rampa desmoronada arrancaba del mismo ingreso y perdía su interminable serie de irregulares gradas casi perpendiculares en aquella lóbrega catacumba.
Una bocanada de viento húmedo y mefítico salió del buque y continuó azotando el rostro de los circunstantes con su violenta corriente.
El rey vaciló al pronto y rehusó entrar a aquella mansión tenebrosa. Llevó a los labios su clarín de aviso y moduló unas notas pausadas, a que contestó desde el exterior otra modulación aguda y vibrante.
Allá a poco presentóse una veintena de soldados.
-Esperad aquí, díjoles Alfonso, guardad la poterna a toda costa y no os separéis de este puesto por ningún pretexto.
Tomada, esta precaución preparáronse todos a penetrar en la mina, precedidos siempre de Ataulfo.
Alfonso, valiente y animoso basta la temeridad, porque temeridad y hasta imprudencia era lo que iba a acometer quizás, dio la orden de entrada.
-Esperad, señor, dijo Gonzalo, cogiendo por el brazo al monarca, y conteniéndole; ved la señal que nos hacen desde el torreón del Norte los nuestros.
En efecto; al convertir el rey la vista hacia la plataforma del muro, pudo notar un brazo que agitaba desde la saetera del cubo un pañuelo blanco.
Al mismo tiempo el timbre agudo, aunque lejano de una voz de mujer gritó muy remoto.
-¡Esperad, no entréis!
Detuviéronse todos instantáneamente. Ataulfo pareció experimentar un sacudimiento terrible. En aquella voz acababa de reconocer a su esposa Constanza de Monforte.
Quedó como petrificado de estupor, mudo, helado de espanto y sorpresa.
Hubo entonces una pausa lúgubre y sombría.
Y mientras todos concentraban su atención hacia la plataforma paralizados por la sorpresa, un viejo criado del conde llegaba cojeando, sudando a mares, jadeante por la fatiga de una larga y precipitada carrera.
Ataulfo lo reconoció al punto. Era el venerable Fromoso, mayordomo del castillo a quien ya conocemos.
Traía en la mano un pliego que entregó al rey.
El conde palideció entonces: agolpósele la sangre a las sienes y experimentó un vértigo de terror. Aquel billete era sin duda la caja de pandora que debiera encerrar acaso su sentencia de muerte.
Alfonso lo desdobló y leyó para sí en medio del profundo silencio de los circunstantes. Su contenido era el siguiente:
- «No seas imprudente, príncipe; en ese subterráneo solo bailarás la muerte para ti y para los que te sigan: la previsión de Ataulfo se ha adelantado a todo, y tu vida y la de todos los tuyos penden de un hilo.
- »Créeme y desiste de tu loco empeño; utilizando el sano consejo de tu siempre fiel:
- Constanza de Monforte.»
Durante un momento el monarca quedó pensativo y perplejo, sumido en una lúgubre meditación, sin alcanzar a comprender el enigma. ¿Qué sentido, qué interpretación debería dar a aquel aviso? ¿Era acaso la astuta y refinada condesa quien aventuraba el ardid, disfrazado bajo el terror del misterio, a fin de intimidarle y retraerlo en aquella empresa investigadora, y que agotados los materiales, recurría a ese último y supremo grado de artificio?
¿O era acaso la antigua y apasionada amante, interesada en la suerte del hombre, cuya memoria estaba grabada todavía en su corazón y a quien sacrificará en otro tiempo su posición, su honor mismo, su virtud de mujer y su alma entera?
En esta perplejidad, en esta ruda alternativa, en esta incertidumbre, preciso es confesar que la balanza de la duda inclinábase a esta última probabilidad. Alfonso, aún a pesar del transcurso de tantos años, sintió despertarse en su corazón sensaciones simpáticas y desconocidas, y solo vio en aquella mujer adorable al ángel de seductor halago, sincero y, locamente entusiasta por sus amores, sombra hechicera que evocara sus más tiernos afectos, disipando a la vez las nubes que oprimían, su alma.
Alfonso pues, si bien convertido ya por su parte, quiso todavía otra prueba más que corroborase su decisión: así que, sondeó con una mirada profunda la fisonomía de Ataulfo, que pálido, consternado por la delación de su esposa, llevaba retratada en su semblante toda la hiel del terror y el odio.
Aquella prueba suprema decidió completamente el ánimo del rey, el cual dispuso en su vista que definitivamente no se continuase la pesquisa en los subterráneos.
Ataulfo, adivinando acaso con su habitual suspicacia la verdad, pareció devorar a Fromoso con una mirada oblicua y venenosa en que iban envueltos la amarga desolación del hombre abandonado y el tesón de una sorda amenaza implacable.
-¿Es decir, exclamó el rey sublevado por la ira y aun humillado en cierto modo por la perversa tenacidad del conde; es decir, que os resistís rotundamente a entregarnos Veremundo?
-He dicho ya y repito, contestó el bastardo hidalgo, que ignoro su paradero mucho tiempo ha. Esa es la verdad.
-Ved, desgraciado, que podéis arrepentiros tarde de vuestra pertinacia.
Ataulfo sonrió con desdén.
-Poco me importa, dijo, a todo estoy dispuesto, hasta el martirio.
-¡Hipócrita!
Gonzalo apenas podía reprimir la cólera: ardía en su pecho una abrasadora llama que cegaba sus sentidos y ofuscaba su mente. Sin la presencia del monarca hubiera cometido indudablemente en aquel hombre un exceso cualquiera.
-Sea como queráis, Ataulfo, continuó el rey; vuestra imprudente obcecación os precipita en el abismo y me ponéis en el caso de juzgaros como rebelde y contumaz por medio de un consejo de guerra que va a constituirse, hoy mismo acaso.
Ataulfo se inclinó con un movimiento afectado. Había en él más ironía que resignación, ironía procaz y venenosa que rebosara hiel, maldición y odio.
Levantasteis pendones contra vuestro rey y señor natural, enarbolasteis contra él el estandarte de la rebelión, lanzasteis el grito sedicioso, colocándoos al frente de esa miserable cruzada, esa revoltosa pandilla que se ha alzado contra las leyes del reino, y me ha negado sus feudos. Bien es cierto que ese miserable obispo ha contribuido a fomentar la facción, poniéndose con vos de acuerdo y estableciendo para ello una liga de reciprocidad mutua, ha creado alianzas y vinculado en provecho propio las ventajas de sus tenebrosos manejos; ha negociado matrimonios antipáticos como el vuestro con la infeliz Constanza, víctima inmolada a la ambición y al crimen, y cuya candorosa inexperiencia sorprendisteis de acuerdo con el prelado de Compostela, que servía en ello al secreto de sus rencores. Todo está, pues, descubierto y patente; rebelión, sacrilegio, usurpación violenta, homicidio... una serie, en fin, de infinitos crímenes agobia esa cabeza rebelde que permanece todavía erguida, insultando con su impunidad a la vindicta pública. Inclinadla, Ataulfo, inclinadla a la justificación del destino; es el peso de la ley, es la ley, Dios mismo quien lo manda.
El conde sonrió con su frío sarcasmo. Era aquella la provocación llevada hasta el cinismo: su corazón de mármol resistía todo género de prueba, y su temple parecía invulnerable.
Alfonso no alcanzaba a comprender tanta procacidad: estaba verdaderamente escandalizado, y resuelto a llevar el giro de su justicia hasta un grado ejemplar.
En esta persuasión, fijo y decidido, dio orden de asegurar al conde, empleando para ello las mayores precauciones, trasladándose luego a la cámara de audiencia del castillo, donde debiera ser juzgado y donde iba el soberano a recibir el juramento y pleito homenaje de los magnates gallegos.