La corona de fuego: 35


Capítulo IV - El oso cogido en el lazo editar

Importábale mucho
Enjaular al león y a la pantera
Porque en ardides ducho
Conocía el rencor de fiera a fiera
Astuto gavilán, puesto de escucho.


Al separarse ambos personajes era ya la noche bien entrada, noche diáfana, alumbrada por una tenue claridad fosfórica que reflejara el brillo de las estrellas, sembradas como inflamados diamantes en un cielo azul zafiro.

Allá lejos, sobre las copas de los árboles, brillaba también en el espacio, como una aureola de nebulosa púrpura, el destello de un fuego que parecía corresponder a la alquería de Briones, y que, envuelto en torbellinos de humo, parecía marcar el vacío como un devorante incendio.

Aquel fulgor era producido por las hogueras de los soldados de la alquería, que vivaqueaban en la plataforma y en los patios, porque el frío húmedo de la noche era intolerable de todo punto.

Mientras tanto Lucifer regresaba a la alquería, perdida la mente en un caos de contradicciones.

El rey, por su parte, acompañado de tres de sus monteros, dirigíase hacia la selva de Monte Sorayo, en la cual incorporóse además con el resto del tercio que marchaba contra la alquería, y cuyo propósito desbarató la voluntad de aquél, conjurando así un compromiso grave.

El frío era intenso, avivado luego por un viento glacial que les obligó a apresurar el paso, haciendo crujir sus armaduras milanesas, cuyo peso no parecía embarazar sus movimientos.

Emboscáronse en la selva, que ya conoce el lector, y llegaron al bosque de olivos, de que también hicimos mérito, precisamente junto a las ruinas donde apareció la vieja Palomina al tiempo de penetrar con Lucifer en la gruta árabe.

La luna parecía brotar pálida y nacarada de aquellas ruinas, imprimiéndolas un tinte fantástico de melancolía.

Al dirigirse allí en aquella hora intempestiva, Alfonso obedecía a un intento premeditado y que se guardara muy bien de revelar, ni aun al cuadrillero mismo: tanta importancia debía darle.

Sin duda había logrado arrancar a la vieja la clave de la consigna que facilitara la entrada de aquel apartamiento ignorado, sobre cuya existencia y circunstancias quizás le hiciera profundas revelaciones el misterioso monje de Sahagún cuando apareciera en la capilla, y a cuyo favor el secreto de aquel prodigioso subterráneo debiera acercarse a una solución pronta y despejada.

Al menos así debió comprenderlo el monarca, en cuyas miras entraría tal vez la idea de preparar una sorpresa, al paso que un acto reparador, a su simpático favorito.

Produjo con su silbato tres modulaciones sucesivas, a las cuales respondieron otros tres sonidos pausados, cuyo eco se reprodujo en los cóncavos senos de la montaña largo tiempo, perdiéndose al fin en el vacío como una nota moribunda.

Luego pronunció el rey una especie de alarido salvaje, sutil y prolongado, como el silbido de un reptil, al que contestó otro grito muy remoto, lúgubre como un gemido, y gutural como una nota melancólica, no exenta de armonía.

Siguióse una pausa breve.

Un momento después se entreabrió el ramaje y apareció un bulto informe, que avanzaba lentamente y con cierta gravedad marcada.

Era el anciano Omar-Jacub.

Venía envuelto en un blanquísimo alquicel de lana, y por cuya orla asomaba la ancha hoja de una cimitarra tunecina. Los rayos de la luna, límpidos, daban a aquella aparición un aspecto de solemnidad imponente, como una visión fantasmagórica.

Adelantó con solemnidad su paso grave, saltó sobre las ruinas y pareció columpiarse allí como una estatua envuelta en sus plateados velos.

-¡Quién va! exclamó con su tremendo acento, y recelando acaso la sorpresa de que era víctima.

-¡El rey! contestó éste a su vez, echando mano a la espada y dirigiéndola al pecho del árabe.

Mantúvose éste inmóvil, y con una profunda calma pareció devorar su misma cólera con un rugido sordo y cavernoso.

-¿Qué significa esta sorpresa?

Y ante aquella altiva interrogación, que envolviera visiblemente todo un fondo de rencor implacable, sus músculos temblaron de coraje, crujieron sus dientes, y una sonrisa infernal, satánica, dilató sus crispados labios.

Por toda contestación, a una imperiosa señal del rey, un grupo de soldados se precipitó sobre Omar-Jacub, que atado de pies y manos fue obligado a rendirse.

-Escucha, rey, exclamó forcejeando por romper sus ligaduras, tú no puedes consentir, en justicia, que haga perecer mi prisión a otra víctima.

-¿Qué dice ese hombre?, exclamó a su vez Alfonso, aproximándose a Omar, cuyas palabras habían despertado su atención y sus sospechas.

-Que es preciso revelar un arcano antes de prenderme, y que...

-Sea, pues, ahora mismo, y despacha sin tardanza.

-Imposible, se trata de una narración que requiere un buen rato.

-¿Sí, eh? pues no faltará tiempo luego, porque lo que es ahora, no le tenemos de sobra ciertamente.

Alfonso, en cuya mente despertara un presentimiento grave la indicación del árabe, pareció recapacitar un instante.

-Oye, le dijo en voz baja, de modo que no pudiera ser notado por sus soldados, conviene mucho que calles por ahora, hasta tanto que yo disponga lo contrario: entonces me harás tus revelaciones, de las cuales espero mucho en verdad, y tú también de mi gratitud y clemencia, como que acaso te restituirán la libertad, mi gracia, que puede valerte mucho, y después...

-Después... ¿qué?

-El galardón a ese servicio, y que sabré igualar por mi parte al mérito.

Omar-Jacub respiró entonces: su pecho se dilató con una aspiración, que acaso envolviera un supremo destello de esperanza.

-Pero señor, exclamó algo afectado, mis revelaciones son de suma trascendencia, y urgen. ¿Podréis decirme cuando se dignará oírlas V. A.?

-Presto, yo mismo iré a buscaros al punto a que por ahora os destina mi justicia.

-Una prisión tal vez, señor...

-No importa, así conviene; resignaos, por más que tenga para vos algo de repugnante esta medida, así mirada superficialmente. Sin embargo, prescindid de la forma por la esencia; y si fueran de tal naturaleza esas confidencias, que merecieran esa misma recompensa de que os hablaba, no dudéis, repito, que a ella irá unida vuestra libertad y mi gracia.

-¿Es verdad, señor? preguntó en el colmo de la emoción Omar-Jacub, ¿se compadecería de mí vuestra clemencia?

-Palabra real.

Y ante esta frase tan concluyente y enérgica, el anciano se precipitó a besar la mano de Alfonso, el cual sintió caer sobre ella una lágrima ardiente, y se separó de allí.

-Que suelten a ese hombre, dijo.

La orden fue al punto obedecida, y el anciano fue inmediatamente conducido con una respetable escolta al castillo de Mondoñedo.

Pero en los cálculos del monarca no debía entrar, sin duda, divulgar ante una guarnición tan numerosa como la de dicha fortaleza, la prisión de Omar; así que la orden fue luego revocada, a cuyo efecto un jinete partió hacia el punto referido, portador de esa misma orden terminante y precisa.

El emisario alcanzó al preso y a su escolta bien cerca de los mismos muros de Mondoñedo, y por consiguiente pudo cumplirse al fin la voluntad de S. A., en cuya virtud fue trasladado Omar a un pequeño fuerte o torre aislada que ocupara las alturas de Zintraes, y que más adelante dieron en llamar de San Cayetano.

En aquella prisión solitaria hallábase presa ya de antemano la vieja Palomina, cómplice de Omar-Jacub.

Siguiendo las órdenes del rey, ambos fueron puestos en rigorosa incomunicación, y una veintena de soldados, escogidos de los más bravos tercios leoneses, quedó guarneciendo la torre, con el encargo especial, tanto estos como los demás, de no revelar a persona alguna, y menos a Lucifer, esta ocurrencia.


Prólogo - Primera parte: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - Segunda parte: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII
Tercera parte: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IX - X - XI - XII - XIII - XIV - Cuarta parte: I - II - III - IV
V - VI - VII - VIII - IX - X - XI - XII - XIII - XIV Quinta parte: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII
Sexta parte: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - Conclusión