La corona de fuego: 44
Capítulo XIII - La confesión
editar- Y en el lecho de muerte
- La voz de la conciencia sublevada,
- Transida de dolor, trémula, inerte,
- Revela denodada
- Una especie hasta entonces reservada.
Inmediatamente abandonaron ambos personajes la ermita, y montados en sus respectivas cabalgaduras, siguieron la margen del riachuelo, tomando luego al través del campo y emboscándose en unos olivares que sombrearan una hondonada inmediata.
Despuntaba ya el sol entre plateadas nieblas: las brisas de Levante, húmedas por el rocío de la noche, refrigeraban el nacarado ambiente saturado de los perfumes del campo.
Un séquito de algunos soldados acompañaban al trote, a entrambos jinetes, que espoleaban sin compasión, y sin tener en cuenta la fatiga de los peones por seguirles.
Levantábase ya el sol radiante en un purísimo horizonte sin brumas, y el día anunciábase magnífico.
Los labriegos aguijoneaban sus yuntas, cantando esas cadenciosas endechas, lentas y perezosas, que se nos han trasmitido más o menos modificadas, y que encierran esa poesía melancólica y sublime, tan en armonía con la naturaleza en su estado simplemente rústico.
Llegaron por fin a una pobre choza, especie de cabaña pastoril tejida de junco y cañas, y rodeada por vía de precaución de una tapia algo alta de piedra, al estilo de los cortijos de la Edad media en el país de que hablamos, y que era de necesidad absoluta para la defensa de sus habitantes ante cualquier asalto de una fiera o de cualquier banda de malhechores.
En el fondo de aquella estancia mísera, débilmente alumbrada por una luz tenue, había un lecho de pieles sobre el suelo, y en él yacía una mujer, cuyo rostro escuálido revelaba un principio de descomposición mortal.
Su mirada lúcida y desencajada, encendida por la fiebre, fijábase anhelante en un pequeño crucifijo de talla que pendía del testero de en frente, y su garganta árida guturaba frases incoherentes, producidas por la excitación morbosa que la poseyera.
Olvidábasenos decir que tanto la mula del religioso y el alazán del cuadrillero, como los peones que hasta allí les escoltaran, se habían ocultado por disposición de aquel, los primeros en un cobertizo próximo, y los segundos en una excavación junto a las mismas tapias de la cabaña; precaución prudente en aquellos tiempos de rencillas civiles, en que el más leve accidente solía dar lugar a una zalagarda cualquiera, en la cual corría siempre la sangre en abundancia.
Pero volvamos de nuevo al asunto.
El sacerdote precedió a Lucifer en la entrada a aquel recinto santificado por la desgracia y por el dolor; sus pasos lentos, acompasados, resonaban como los de una sombra sagrada, y en todos sus movimientos traslucíase esa grave solemnidad que caracteriza al verdadero hombre evangélico que comprende sus altos deberes, y los practica.
El cuadrillero quedó a la parte exterior, mudo y reverente, aunque altamente conmovido por un indecible misterio.
El religioso entró solo, y volvió luego a salir, resplandeciente el rostro de alegría y demostrando en toda su actitud esa plenitud inefable del alma extasiada por un santo entusiasmo.
-¡Bendigamos a la Providencia, hijo mío! exclamó; ella permite todavía una tregua para que esa revelación pueda realizarse por medio de un acto, cuyas consecuencias deben influir en la suerte de esos seres a quienes persigue un sistema de maquinaciones inicuas: la voz de Dios ha hallado eco en un corazón antes pervertido, e inspirado providencial mente por el esplendor de la gracia: ¡que la Divina Misericordia termine su obra, y la bendiga!
Tomó por la mano al cuadrillero y le acercó a la cabecera de la enferma, cuya enardecida mirada se clavó como un dardo en la fisonomía juvenil del mismo con una ansiedad profunda.
-¡María! exclamó el religioso, llamando por su nombre a aquella mujer; María, vuestros deseos y mi comisión espiritual quedan cumplidos; me pedisteis que trajera a este joven... aquí le tenéis... es el niño que criasteis y que, predispuesto por mis palabras, viene a oír vuestras revelaciones y a perdonaros luego. No perdáis tiempo, el día de la redención ha llegado, y el momento de las misericordias se acerca: dentro de breves horas compareceréis ante el trono del Altísimo, y vuestras obras van a ser juzgadas... ¡que Dios clemente y justiciero ilumine vuestra conciencia y la salve!
El silbido del viento que gemía en las afueras parecía responder a aquel acento solemne que el sacerdote hacía vibrar como el rayo del Sinaí, en el oído de los circunstantes, y su eco iba a perderse luego en aquel tenebroso recinto y en aquel silencio que allí reinara, alternado con las ráfagas sonoras del cierzo.
El monje, de rodillas junto al lecho, oraba en secreto: sus labios se movían con visible fervor, y en toda su fisonomía leíase algo de sobrenatural parecido al éxtasis.
La vista de la moribunda, cada vez más fija en Lucifer, parecía querer sondear un misterio o evocar cuando menos un recuerdo lejano: sus pupilas destellaban un fuego vehemente que parecían traducir toda la ansiedad que devoraba aquella conciencia alterada por una lucha interna.
Su mano temblorosa empezó a agitarse, como si buscara un objeto, y por fin, cogió la del joven y la apretó convulsivamente.
-Al fin has venido, exclamó con una voz cavernosa y alterada por la fatiga; al fin, sí... estrecho tu mano y... mi conciencia va a sacudir un gran peso que la agobia... tú no recordarás tal vez a la pobre mujer... que te nutrió a sus pechos por salvar tu vida, que el conde de Altamira tenía un interés en aniquilar... pobre criatura inocente...
-Sí, ya recuerdo, contestó él todo conmovido, que una mujer me crió en el campo hasta la edad de cuatro años, sin que acierte yo a explicarme la causa de haber salido de su poder. Según eso, ¿sois vos... esa mujer?
-Yo soy, sí... esa mujer culpable en cierto modo.
-¿Culpable vos? ¿por qué causa?
-Porque al recibir a este niño, al devolverle de nuevo, a la mujer que me le entregó, debí exigirle el secreto de su procedencia, su origen y de su destino; debí, en fin... resistirme a desprenderme de aquel pedazo de mi vida... que eras tú, Gonzalo... espejo de mi alma, donde se miraba y complacía...
La palabra Gonzalo, aquel nuevo llamamiento instintivo, aquella dulce evocación tan vehemente, hirió la curiosidad del joven, que vio en ella la clave de otro nuevo prodigio.
-¿Qué mujer era esa? preguntó con visible sorpresa.
-Era, balbuceó ella, como forzando su memoria, era...
-¿Quién? replicó el impaciente joven.
-Beatriz de Quiñones, la renegada.
-¡Y bien! ¿qué había de particular en ello?
-Esa mujer, instrumento de las iras del conde y enemiga acérrima suya... había hallado medio de hacerte desaparecer, fingiéndote muerto o robado... porque tenía empeño en reservarte, para instrumento también de sus venganzas... Pero mi hora se acerca, mi pecho se oprime... y me falta el aliento... la vida se extingue en mí, y no, debo perder tiempo en pormenores que... no interesan tanto como el punto esencial de mi propósito. Cuando viniste a poder mío... una inadvertencia tal vez de esa raptora había descuidado un pequeño relicario de plata que llevabas al cuello... y que era un signo providencial para tu suerte acaso... Ese relicario encerraba una crucecita blasonada, con una marca que decía Hormesinda.
Esta palabra pareció estrellarse contra el corazón del cuadrillero, despedazándole; sus ojos vertieron involuntariamente lágrimas de emoción, y redoblábase más su curiosidad. Arrebató con avidez el relicario que le alargaba aquella mano trémula, y le besó repetidas veces con delirio.
-¡Hormesinda! exclamó maquinalmente y como cediendo a un presentimiento oculto.
-Sí,. esa era... tu... madre.
-¡Mi madre decís! que... ¿existe aún?
-Sí, adiviné que ese nombre podía significar una cosa grande... por ejemplo, una madre, y aunque mientras estuviste a mi cargo mis investigaciones no dieron resultado alguno... guardé en mi poder este talismán que pudiera darme la clave del enigma... y en efecto, a su favor pude averiguarlo todo... Tu pobre madre, prisionera del conde, se halla en los subterráneos del castillo de Altamira a cargo de un anciano que la da el título de hija y la ha cambiado su nombre propio por el de Dalmira...
Un rayo que cayera a los pies del cuadrillero, no hubiera producido tal impresión en su ánimo: vacilaron sus piernas y estuvo a punto de ceder al impulso de su mismo terror, que le hizo enmudecer.
-En cuanto a tu padre, prosiguió la moribunda, precipitando sus trémulas frases, como si presintiera su fin próximo y temiendo no tener tiempo suficiente para completar sus revelaciones; en cuanto a tu padre... legítimo conde de Altamira, fue también encerrado en los subterráneos del castillo por el inhumano Ataulfo...
-¿Pero vive todavía? decídmelo..
Un velo funeral pareció extenderse por el rostro de la agonizante, que quedó cubierto de un tinte cadavérico y ceniciento: sus labios cárdenos se movieron aun imperceptiblemente, oyóse un ligero estertor, y un estremecimiento nervioso agitó su cuerpo con una sacudida postrera.
Lucifer que aun tenía su mano cogida a la de la moribunda, sintió en ella la presión de aquella horrible sacudida, y como si quisiera arrebatarla todavía una palabra interesante que satisficiera su pregunta, inclinóse anhelante sobre ella, y pudo persuadirse entonces de que tenía asida, la mano a un cadáver.
En la mirada de éste, deslustrada ya y sin brillo, parecía también haber quedado impreso ese mismo sello de ansiedad, poderoso esfuerzo de la voluntad paralizada por la muerte.
Entonces oyéronse algunas voces en las afueras, que revelaban un altercado entre la familia de la difunta y otros desconocidos.
Era un pequeño destacamento de soldados a la devoción y sueldo del conde, precedidos de un pendoncillo con los cuarteles señoriales de Altamira.
El monje, seguido del cuadrillero, precipitóse hacia la puerta de la tapia que aquella gente mercenaria pretendía forzar con empeño.
-¿Qué significa esta tropelía? exclamó el primero con ese aire de solemnidad propio del sacerdote.
El que hacía de jefe notificó a éste la orden que traían de parte del conde para que se diera a prisión.
El religioso palideció al pronto y permaneció inmóvil.
-¡Ah de los míos! gritó Lucifer en un arranque de ira, embrazando el broquel, desnudando su enorme espada y aprestándose a la lucha.
-Esperad, dijo el monje, no es justo que mi nombre sea pretexto para que se vierta sangre: tened el acero, y si se trata de mi prisión únicamente, aquí me tenéis dispuesto: a Dios gracias nada tiene que temer el recto proceder de la inocencia.
Estas palabras no parecieron satisfacer al cuadrillero, que hizo retirar al sacerdote y dio a los suyos que habían acudido ya, la orden de acometida.
Ejecutóse esta con grande ímpetu: en un instante confundiéronse unos con otros, empeñándose un sangriento combate cuerpo a cuerpo, y en el cual, el exceso numérico de los contrarios parecía llevar la ventaja.
Oyóse entonces la nota algo lejana de un clarín guerrero.
Lucifer prestó oído, y tendiendo la vista a lo largo del camino que descendiera hacia Santiago, de las cumbres próximas, percibió una nube rastrera de polvo que arremolinaba el viento.
Con su cuerno de caza que llevara al cinto, moduló un toque de auxilio, que fue contestado al punto, al paso que la esperanza de un pronto refuerzo redobló el ataque por parte de los suyos que desmayaban.
Las espadas y escudos, lucientes como espejos, reflejaban inflamados rasgos en medio de aquella lucha homicida, a los rayos del sol de Oriente que parecía cernerse en un horizonte luminoso.
Poco después una guerrilla de guardias volantes de S. A. llegaba a aquel sitio y tomaba parte en el combate.
Los soldados de Altamira, acribillados de heridas, hubieron de rendirse y renunciar a su empresa de apoderarse del monje.
-¿Qué os parece que hagamos con estos perdidos? preguntó al cuadrillero el jefe de los del rey.
-Desarmarlos y restituirles la libertad, de que no son dignos: ¿qué queréis? es menester ser generosos con los vencidos; en lo cual estriba el atributo principal del valor y de la victoria.
Entre los heridos contábase el monje, el cual, en el calor del combate y con intento de impedirlo, se había arrojado en medio, conjurando en nombre de Dios a aquellos hombres poseídos de un genio vengativo, para que diesen tregua al furor, hasta que al fin hubo de caer aturdido por un mandoble de maza equivocadamente dirigido.
Cuando volvió en sí, abrió los ojos y se sonrió.
Sus primeras frases fueron para interceder en favor de sus ofensores e influir para que se les dejara libres.
-De buen grado me pondría en manos del señor conde, dijo con una mansedumbre edificante; y aunque estoy seguro que correría indudablemente al martirio, no importa, me hallo dispuesto a todo; pero mi misión en el mundo todavía no está cumplida: id y decidlo así a vuestro amo[1].
Estas palabras dirigidas al caudillo de los de Altamira, produjeron efecto en su ánimo: aquel hombre pareció conmoverse.
-No creáis, repuso, que es mi voluntad tan depravada que me lleve hasta el sacrílego extremo de poner las manos ni hacer violencia a un sacerdote del Altísimo. Es un deber de honor el que me guía y me obliga a ir contra mi propio instinto. Debía mi vida a la justicia, y me ha hecho gracia de ella el conde, a condición de serle fiel, y lo he jurado. Pero al aceptar vuestra generosa indulgencia (continuó dirigiéndose al cuadrillero) quisiera al menos conoceros y estrechar vuestra mano de amigo y camarada.
Lucifer se separó un corto trecho con aquel hombre que hablaba verdaderamente el lenguaje de la sinceridad, y con el cual conversó un momento, aunque sin descubrir su rostro.
Allá a poco dispersábase el gentío.
Los soldados de Altamira, estropeados y heridos, regresaban a las Torres, tristes por la derrota y por el fatal resultado de su comisión, mientras que los de la alquería, juntamente con los guardias volantes del rey, reuníanse bajo los árboles, al abrigo de aquel sol radiante, cuyo esplendor condensara el polvo del huracán cada vez más violento.
El monje permaneció un instante orando junto al cadáver de María, acompañado del joven cuadrillero, el cual respondía todo conmovido a las preces de aquel.
-Ved aquí, hijo mío, exclamó, una triste verdad que no tiene réplica: ante ella enmudece la atolondrada vanidad del hombre, y el imperio de la razón moral adquiere un triunfo amargo, que es forzoso reconocer como un dogmático recurso de la filosofía cristiana. Por lo demás, no olvidéis a esa mujer, sobre cuya frente ha quebrado Dios el rayo de la vida: debéis la vuestra regeneración social, la rehabilitación de vuestros derechos, la vida que respiráis, puesto que os dio su sangre, y al restituiros a la plenitud social de vuestros destinos, acaso otros seres amados sean partícipes de esos beneficios y de esa inefable ventura a que sois llamados por su medio. Su corazón ha sido siempre bueno, y si un equivocado propósito pudo desviar un tiempo sus deberes, aplazando la delación del crimen que os hace víctima y a los vuestros, ese mismo error ha sido reparado al fin por la mujer penitente y contrita. ¿Qué más queréis, que os diga? El confesor tiene sus límites marcados y no puede faltar a los deberes que su alto ministerio le prescribe. Con todo, dueño de todos los pormenores que puedan conducir al desenlace de ese criminal secreto, contribuiré en lo posible al esclarecimiento de los hechos y al triunfo reparador de la justicia.
Lucifer cogió entre las suyas una mano de la difunta, y la besó de rodillas antes de abandonar la estancia.
Al volver la espalda al cadáver, fijó en él una mirada suprema, mirada que fue a encontrarse con aquellas deslustradas pupilas petrificadas por la muerte, y su corazón pareció conmoverse.
Entonces salieron ambos de aquel, retrete fúnebre.
Dieron una abundante limosna a la familia que lloraba en el patio, prodigándola consoladoras frases.
El cuadrillero dictó una orden a su gente, que se preparó en marcha.
Un instante después partieron.
La tropa se dividió en secciones. Fue mandato del joven caudillo, que en sus marchas por terrenos sospechosos, solía preferir siempre el sistema de guerrillas, como un recurso estratégico al cual apelara su experiencia, respondiendo a un punto de previsión prudente.
Temía, y con fundamento, una emboscada que pudiera armarle el conde o el obispo acaso, con mucha más razón, cuanto que caminaba con los suyos de incógnito.
El monje, por su parte, mientras que todos se dirigían a la alquería, separóse de ellos, y picando a su mula, sin doblegarse a los ruegos de Lucifer y sus compañeros, que le indicaban un peligro posible, tomó otro sendero a través de precipicios y breñas, desapareciendo luego como un objeto fantástico envuelto en la luminosa neblina.
Notas:
- ↑ Histórico (Fastos de Compostela).