La corona de fuego: 28
Capítulo XI - Armonías conyugales
editar- Por Dios que en paz dichosa
- No pudieran vivir reconciliados,
- Ni estrella venturosa,
- Pudo brillar hermosa
- En sus lares cuitados.
Una noche a cosa de las doce, y cuando la familia del castillo, después de una bulliciosa velada, en que la servidumbre o gente menuda había echado, como suele decirse, el resto al buen humor, promoviendo una de esas ruidosas explosiones alentadas por sendos tragos de lo añejo, y por ese flujo tenaz de charlatanería, que al amor de un buen fuego de invierno, suele inspirarse después de una cena abundante, el conde de Altamira, solo, aislado en su cámara de honor, permanecía sumido en funeral silencio, y reconcentrado visiblemente en una meditación profunda.
Una luz muy débil alumbraba aquella pieza feudal con sus lujosas tapicerías, con sus pesados cortinajes, a través de los cuales, los bustos severos de familia, medio encubiertos y pendientes de las paredes, asomaban sus amenazadores perfiles por entre los flotantes pliegues, semejantes a otras tantas apariciones fantasmagóricas que surgieran en medio de aquella pesada profusión tan pretensiosa.
Triste, meditabundo y concentrado, al parecer, en un pensamiento lúgubre, Ataulfo, frente a frente con su conciencia, parecía sostener una lucha interior casi desesperada, cuyas consecuencias pintaban en su rostro lívido una huella de angustia acerba que imprimiera allí su terrible sello, aunque templado en parte por un rasgo de orgullo, sublevado por una inspiración de amor propio herido.
La tibia claridad del retrete, el silencio profundo que allí reinara, hasta la hora misma en que presentamos al lector este cuadro íntimo de familia, juntamente con todos los demás accesorios que concurrieran, prestaban de concierto un solemne realce al mismo, cuyo efecto no pudiera menos de reconocer el observador a primera vista.
El conde, inquieto, desasosegado, paseaba con pasos desiguales e inseguros a lo largo de la inmensa cámara, recorriendo su ámbito y deteniéndose de vez en cuando, como para coordinar un pensamiento tenaz que el eco de la conciencia solía recargar con sombrías tintas; y entonces, como empujado por una fuerza secreta y poderosa, aquel hombre continuaba su marcha vacilante, volviendo a todos lados su vista azorada y recelosa, como si huyese de un espectro que te persiguiera amenazador e invisible allá en sus sueños de terror y remordimiento.
Su convalecencia marcaba ya su último período, y sin embargo, el magnate estaba todavía sumamente pálido, sus ojos hundidos, vibraban un rayo de indignación y odio, como si realmente toda la energía vital de aquella alma corrompida se hubiese concentrado allí en aquel punto lúcido de la economía, para reverberar todo el fuego que ardiera latente en su corazón emponzoñado y vil.
Vestía, como siempre, de negro riguroso, su demacración habitual también parecía ser cada vez más pronunciada, y una tinta cadavérica extendía sobre aquellas facciones cárdenas un velo sepulcral y horrendo.
Tosía a menudo, con esa tosecilla, al parecer, forzada y seca, que ya dijimos padecía, y que suele ser siempre un alevoso preludio de esas mortales dolencias, para las cuales la ciencia no ha podido hallar todavía sino paliativos, y que ofrecen en perspectiva una trágica catástrofe más o menos aplazada.
Fatigado, al fin, enervado ante aquel esfuerzo insostenible de su debilidad crónica, Ataulfo se sentó, o mejor dicho, se dejó caer aplomado sobre un gran sillón de encina, e inclinó sobre su pecho jadeante y trémulo aquella cabeza agobiada por un mundo de contradicciones.
Así, en esta actitud, permaneció un buen rato, después del cual pareció quedar dormido. Su pecho, agitado siempre como su espíritu, lanzaba un estertor profundo parecido al ronquido, y de vez en cuando un gemido sordo, ahogado por la misma respiración fatigosa, exhalábase como el eco de esa lucha sin tregua que atormentara también entonces su espíritu tan combatido, precipitando a la vez los latidos de aquel corazón oprimido por la presión del vértigo.
Oyóse un ligero crujido, y una puerta secreta de arte, disimulada por las tapicerías, abrióse de pronto en uno de aquellos lienzos de pared y a través de los plegados cortinajes sobrepuestos.
Una mujer joven y hermosa, vestida con una especie de peinador flotante y rebozada en uno de esos prolongados mantos negros con cola que usaron durante muchos siglos las damas de primer orden, entró por aquel buque misterioso, que tornó a cerrarse detrás de ella con un crujido tenue y casi imperceptible.
Atravesó lentamente como una sombra el radio de la pieza, y fue a colocarse en frente del conde.
Era la joven baronesa Constanza de Monforte, su esposa, y condesa ahora de Altamira y Moscoso.
Nada dijo aquella mujer silenciosa, cuyas pisadas leves apagábanse en la mullida alfombra; y no obstante, parecía la evocación fatídica de un genio que venía de intento a asaltar la precaria tranquilidad del conde.
Abrió este sus ojos dormitantes, como si la varilla mágica de ese mismo genio le tocara, produciendo en su atormentado ánimo una súbita perturbación moral; y fijando su mirada errante, extraviada en el vértigo de su parasismo, en aquella aparición tan intempestiva, y de la cual no pudo hacerse cargo al pronto, lanzó una especie de alarido inarticulado, bajo la terrible impresión que le produjera su pesadilla, y levantándose bruscamente al propio tiempo.
Constanza, fría, impasible, y en cuya hechicera boca parecía vagar una desdeñosa sonrisa, permaneció de pie, inmóvil como una figura de talla delante de aquel hombre, cuya razón restituía ya a sus sentidos toda la plenitud de sus funciones.
-Dispensad, señora, balbuceó Ataulfo, mi sorpresa: nada tan natural en los primeros momentos que subsiguen a un mal sueño, a una pesadilla mortal como la que he tenido... ¿Qué queréis? mi espíritu sobreexcitado se halla asaltado continuamente por esos negros delirios donde flota la imaginación torturada siempre por ese riesgo posible que amenaza mi tranquilidad, envolviéndola en un sangriento caos, al cual no me es posible sustraerme. Por eso me he sorprendido al veros, y rectificando mi error, me apresuro, señora, a reclamar vuestra indulgencia, rogándoos que no me retiréis vuestra amistad al menos, ya que es imposible restituirnos el cariño de esposos, que tanto debe valer y que no hemos conocido nosotros.
Constanza pareció desentenderse del discurso del conde, o quizá debió apreciarse su silencio por una tácita aprobación del mismo. Dirigió un frío saludo a su esposo, inclinó ligeramente su hermosa cabeza, de la cual separó la magnífica gorra de pieles bordada en oro que la cubriera, cayendo al punto sobre sus hombros los blandos y saturados bucles en que se dividía su profusa cabellera flotante.
Luego, por un movimiento lleno de donaire y coquetismo, desprendió de su espalda el talabarte del manto, quitándose el embozo; y replegando graciosamente su vuelo con toda esa encantadora naturalidad característica de las damas españolas de todos los tiempos, se sentó sobre un lujoso taburete en frente del conde, cada vez más subyugado ante aquella altiva mujer, cuyo orgullo dominaba todo cuanto la rodeara.
-Os sorprende acaso mi visita, señor, exclamó la joven con su acento plateresco e irónico; ¿no es así?
-Al contrario, es siempre para mí una grata satisfacción el veros, y en esta ocasión, señora, me apresuro a presentaros el homenaje de mi admiración, ofreciéndoos mis respetos y reiterando a la vez, con toda la efusión de mi alma, el deseo que me anima de poder daros una nueva prueba de...
-Basta de hipérbolas, Ataulfo, veo que lleváis vuestra galantería hasta un extremo tal, que me envanece, y en verdad que no hallo frases con que corresponderos. No en vano me decíais ahora poco, que sois a menudo presa de delirios, de pesadillas y aberraciones sensitivas, de las cuales no os veo todavía libre.
Ante esta irónica frase imprudentemente vertida, el rostro pálido del conde se coloreó por el sonrojo, y su lengua enmudeció al pronto.
-No creía en verdad, dijo, merecer vuestros desaires, y sin embargo, dejan de serlo para mí, que sé apreciar en todo su valor las palabras que os dignéis dirigirme, como proferidas por tan lindos labios.
-Veo, señor conde, que vos por vuestra parte, aun a trueque de la impertinencia y del ridículo en que pudierais incurrir con pesar mío, que os estimo en cuanto valéis, volvéis de nuevo al terreno de esa eterna lisonja que me envanece y que ha llegado a ser el tema obligado de vuestro entusiasmo.
-Señora... replicó Ataulfo todo corrido y desconcertado por tanto sarcasmo.
-Basta, objetó ella con su sonrisa cínica y burlona, si mi consejo valiera algo para vos...
-¡Oh! sí, y mucho.
-Pues os ruego que suspendáis, o mejor dicho, que renunciéis a ese triste papel que, creedme, sienta muy mal a una persona de vuestras circunstancias y de vuestros años: además, que nunca pudierais prometeros de él un buen partido. De la cortesía a la lisonja media una gran distancia, que en vuestro claro discernimiento podéis calcular con la esperanza de no perder el trabajo.
-¡Ay, Constanza! es demasiada hiel para mí, que no la merezco, y que por el contrario debiera ser acreedor a tu piedad ya que no a tu amor.
La condesa soltó una carcajada histérica que heló la sangre en las venas del conde.
-Pero en fin, exclamó éste en el colmo del furor, humillado su amor propio y su altivez proverbialmente insultante; puesto que no podemos entendernos en cumplidos ni en un desahogo íntimo de familia, ¿podré saber el objeto de vuestra visita a estas horas?
-Nada más natural, respondió ella apelando a su habitual causticidad y sin despojarse en cierto modo de aquel viso irónico tan pronunciado; es justo satisfacer vuestro deseo, que es por demás legítimo; y si al principio hubieseis formulado en tal sentido vuestras palabras, seguramente pudiéramos haber aprovechado mejor el tiempo: ¿qué queréis? la contradicción nace con nosotros mismos y se convierte en fantasma que no puede el hombre, desde que viene al mundo hasta que le deja, desviar de su tránsito, que le disputa con una tenacidad cruel.
Hasta en estas últimas palabras, a las cuales la experiencia ha dado en todos los tiempos una sanción práctica, había esa sangrienta ironía que hacía verter gota a gota la amarga hiel que aquel corazón rebosara. La baronesa tomó una actitud graciosa y solemnemente provocadora, para continuar después de una breve pausa:
-Días ha que eludís mi presencia, sin que yo pueda resolverme a fijar la causa, por más que la sospeche. Ha sido preciso que os venga a buscar a vuestra cámara, para provocar una verdadera contienda conyugal en el sentido confidencialmente franco que debe presidir en tales casos. De vos pende el giro más o menos templado que pueda tomar el asunto, lo cual me es de todo punto indiferente; sin embargo, quisiera evitar el escándalo a cualquier costa, y dejando a vuestra discreción ese mismo giro, empiezo por pediros cuenta de vuestras infidelidades.
Ataulfo, todo conturbado por aquella especie que tan lejos estaba de esperar, fijó en su esposa una mirada de indescriptible asombro, y que ella supo arrostrar con una altivez procaz.
-¿Os burláis? exclamó todo desconcertado el conde.
-Nada de eso, al extremo a que han llegado los sucesos, sería una triste gracia aventurar un juego de ardides de este género, y al cual suele ser poco apasionada una esposa que estima en algo su carácter.
-Y vos, Constanza, ¿sois capaz de concitar una reyerta de esta índole, envenenando una cuestión delicadísima y que pudiera lastimaros? Por Dios, señora, que es llevar demasiado lejos la insensatez, la ceguedad y la pasión, para incurrir en ese contrasentido arriesgado acerca de un asunto, cuyas consecuencias pueden resultaros contraproducentes, haciéndoos sentir el peso de ese error o de esa ligereza que pudo alucinar vuestra imaginación impresionable.
-No acierto a interpretaros, conde, dijo a su vez Constanza, sin destemplar el lenguaje, ni deponer aquella arrogante expresión que fijara en sus animadas facciones un rayo de inexorable sarcasmo; mi inteligencia es bastante limitada para seguir vuestros giros metafóricos, por lo cual, si algo vale mí ruego, lo interpondría ante vos, para que adoptaseis otro lenguaje más propio de mi insuficiencia.
-Creo, sin embargo, dejarme entender lo bastante, por más que vuestro amor propio trate de eludir ciertos reproches ante los cuales puede rebelarse vuestro orgullo de mujer al menos. Establezcamos una tregua a nuestros rencores y una amistad social bajo condiciones recíprocas, y lejos de agravar esa cuestión que arde aquí en nuestros corazones y les abrasa en el volcán del odio... Constanza, por esta vez siquiera, coloquemos la mano sobre nuestro pecho, y prestemos oído a la acusación de la conciencia, esa reacción moral, evocación divina que revela la existencia del alma.
La baronesa parecía escuchar las palabras de su colocutor con cierta atención burlesca: en sus labios carmíneos vagaba cada vez más irónica aquella cínica expresión de insultante sarcasmo, que era el vivo reflejo de un escepticismo grosero hasta el oprobio.
Guardó silencio, como si a su indiferencia añadiera con él otra prueba inequívoca de menosprecio, y al paso que hacia vagar su mirada errante y desdeñosa en los diversos objetos que la rodearan, menos en su esposo, golpeaba sobre la alfombra la punta de su lujosísimo chapín de raso arabesco, simulando una especie de distracción y de indiferencia.
-Os veo impaciente, señora, continuó el de Altamira, dando un sesgo a la conversación, y no quisiera daros ese pretexto para agravar más esa prevención tan funesta que contra mí abrigáis; quiero alejar ese obstáculo a nuestra reconciliación, todavía posible por mi parte, y que no en vano creo secundaréis por la vuestra. Prescindo de circunloquios, y recordándoos la especie de vuestras palabras: vengo a pediros cuenta de vuestras infidelidades, me atrevo a pediros explicación de su sentido.
-Nada más natural que eso, mucho más tratándose de hechos, cuya existencia descansa en pruebas que pueden confundir la hipocresía y desenmascarar el vicio en toda su horrible desnudez. Yo me complazco en reconocer en vuestra decisión el mérito de una franqueza que, si bien revela un grito doloroso del orgullo herido, responde al propio tiempo a la indeclinable necesidad en que os halláis colocado de salir una vez al fin de esa posición crítica y difícil que os han creado vuestras fragilidades y flaquezas.
-Por Dios, señora, que es llevar hasta el mismo insulto ese obstinado propósito, y os juro...
-No juréis, miserable, añadiendo el sacrilegio al crimen, creedme, el perjurio suele imprimir en la fama del hombre una mancha inmunda e indeleble, al paso que envilece al alma y la proscribe ante la moral y ante la religión.
-¿Qué estáis diciendo? gritó irritado el magnate, ¿qué significan esas reticencias calumniosas de perjurio y de infamia?
Constanza no pestañeó siquiera, ni perdió su aplomo. Luego con un acento contundente y acerbo, en que parecía exhalarse toda la hiel de su alma, dijo bajando la voz, que vibraba como un timbre eléctrico.
-Qué... ¿no sois vos Ataulfo Moscoso de Altamira, quien me juró eterna fe al pie de los altares?
El conde marcó un signo afirmativo, y preguntó a su vez con tono idéntico a aquella mujer de temple de acero, que no abdicaba su energía de carácter jamás.
-Y vos... ¿no sois Constanza, antes Elvira, condesa de Altamira y baronesa de Monforte, la impura mujer que revistiéndose de un candor ficticio, respondió a mi juramento de esposo con otro incondicional y solemne en manos del sacerdote, que pudo equivocar la solidez de aquella misma fe a medida de la sana intención que le poseyera?
-¡Y bien! ¿qué queréis decir con eso?
-Que vinisteis ya profanada y prostituida a mi tálamo, que lejos de modificar vuestra conducta en el nuevo estado en que entrabais, habéis continuado vuestra carrera en el vicio, sin retraeros ante el escándalo, ante el ludibrio de un público insolente que os señala con el dedo y lee todos los días en vuestra frente esa marca afrentosa de la mujer adúltera, sin que alcance a atenuar el grado de esa ignominia el regio brillo de la corona que ciñe la frente de vuestro amante.
La altiva joven sonrió de nuevo; pero al propio tiempo sus pupilas ardieron con un relámpago de rencorosa ira.
-Y no es eso todo, prosiguió el conde, cuyos pulmones jadeaban de fatiga, sino que no contenta con hacer traición a mi honra y a la vuestra, tenéis también otro género de amantes que asestan puñales a mi pecho y persiguen mi tranquilidad a todas horas, conspirando contra mi vida y anticipando mi fin, sin concederme siquiera la tregua del sueño.
Ataulfo hubo de interrumpirse por un ataque de aquella tos rebelde que le hacía a veces vomitar sangre.
-Este accidente mortal, consecuencia funesta del atentado, del cual, como sabéis, fui víctima, es testigo de esa conspiración tenaz, de la cual llego hasta sospechar que acaso seáis cómplice.
-¡Mentís, indignamente! gritó la condesa con un acento amenazador y como si hubiera sido picada de un áspid; sois un miserable y no podéis abrigar un pensamiento digno de un caballero, de un noble, como blasonáis serlo.
-¡Esto más! exclamó encolerizado el conde apretando los puños convulsivamente.
-Sí, no lo dudéis, y cuando me llegue el turno, os probaré la certeza de mis apreciaciones con hechos tales, que no os atreveréis a rebatir, por indestructibles.
-¡Constanza! volvió a decir Ataulfo con acento lúgubre.
-Qué... ¿habéis concluido de explanar vuestra acta de acusación?
-¡Y bien! ¿no os atrevéis a destruir los cargos?
-Los hay entre ellos de tal naturaleza, que no necesitan disculpa, procediendo de una persona como vos, indigno en vuestras apreciaciones de los honores de la refutación por mi parte; mientras que otros, de cuya veracidad prescindo, no toca a vos juzgarlos bajo un prisma tan impuro y apasionado como el vuestro.
-En ese caso desisto por ahora, reservándome tomar satisfacción honrosa de vuestras palabras, que aun procediendo de una dama como vos, nunca pueden alcanzar a herir, si no cuando más, la dañada intención que las dicte. Mientras tanto, la curiosidad que me anima por enterarme a fondo de esas cuentas que venís a pedirme, y en cuya liquidación, invirtiendo el orden, ha anticipado mi indiscreción la data al cargo, sella mis labios y da tregua a mi resolución, que por otra parte se ha hecho de todo punto necesaria, al extremo a que han venido las cosas; pero tened entendido, señora, que no debemos perdonarnos el saldo que resulte a favor de uno u otro, como presa de buena ley que ambos debemos apresurarnos a reconocer anticipadamente y disponernos a su puntual cumplimiento.