La corona de fuego: 06


Capítulo V - Elvira de Monferrato o Benferrato

editar

Digamos algo acerca de la venida al castillo de Elvira de Monferrato, según se hacía llamar esa hermosa joven, tan melancólica, tan celosa e impresionable, y cuyo verdadero origen era un misterio.

Gaston de Arriaga, conde de Monforte y barón de Stella, por parte de madre, no perdonaba medio de satisfacer los menores caprichos de su hija única Constanza, niña todavía, pero que iba ya a entrar en ese periodo de atractivos y merecimientos que inauguran un desarrollo precoz y marcan la línea que separa de la mujer a la niña.

Por un principio sistemático diametralmente opuesto a las costumbres rígidas de aquellos hidalgos solariegos, el conde, lejos de aislar bajo un violento espionaje a su hija, prestábase condescendiente a todo género de exigencias por parte de aquella niña mimada, aunque se traslimitasen a veces del círculo del decoro, con tal que lisonjearan sus caprichos.

Así es que Constanza, dando rienda suelta a su desenvoltura, amaba y aun provocaba los peligros; bien es verdad que no los comprendía ni apreciaba. Alternaba con los hombres en sus empresas laboriosas y en sus penalidades, soportaba incansable las fatigas de la caza y montería, e introduciéndose en todos los negocios y conversaciones, adivinaba perspicaz las reticencias que se imponían a su candor, en todo lo cual complacíase su padre.

De tal suerte, estimulada por aquella complacencia misma, fue nutriéndose de veleidosos caprichos aquella impresionable naturaleza, hasta el extremo de formar el tipo puramente excepcional de su sexo.

Afortunadamente la honradez y buen ejemplo que veía en las sanas costumbres e irreprensible conducta de su padre, preservó a Constanza en la esfera de la virtud, conteniéndola en los límites de la moralidad; de suerte que, fuera de sus excentricidades veleidosas, la severa simplicidad de sus actos no desdijo jamás del pudoroso carácter de la doncella pura.

Acaeció, pues, que el conde dio una caída del caballo, de cuyas resultas, combinadas con otras causas, se declaró una fiebre maligna que le arrebató la vida violentamente, por manera que la pobre niña quedó huérfana en la época más peligrosa de su vida, y a merced de los cuidados de una pobre mujer de origen desconocido que había servido ya algún tiempo en el castillo.

Esta mujer ya anciana es la misma a quien dimos a conocer en el capítulo primero del presente libro, bajo el nombre de Beatriz.

Constanza, pues, altiva y exaltada por las deferencias de su padre, lejos de obedecer los preceptos de su anciana aya, la desatendía con el mayor descaro, y hollando el respeto debido a lo menos a sus canas, solo conocía por norte su voluntad propia; verificaba sus excursiones solitarias por el bosque, aun expuesta a los mayores riesgos, a pie, a caballo, de todos modos, y siempre estaba en abierta contradicción con la dueña.

Cierto día por la tarde se presentó en el castillo una joven bien parecida, algo morena de tez y vestida decentemente: pidió con instancia una audiencia de la baronesa, a cuya presencia fue conducida una vez otorgado el permiso.

La conferencia fue breve, dijo llamarse Elvira de Monferrato o Benferrato (sinónimo que no ha fijado aún la historia), pobre joven a quien quería violentar su familia para que tornase el velo de novicia, con el fin de apropiarse la herencia de sus bienes; y como no era ésta su vocación, había huido de cierto pueblo de la vecina Francia, donde había nacido, y donde habiéndose también criado, poseía un reducido aunque decente patrimonio; concluyendo por apelar a los buenos sentimientos de la baronesa, para que la acogiese bajo su protección, único medio de burlar los conatos codiciosos de su familia y salvar su porvenir y libre albedrío.

Era tal el acento de convicción que dio a estas palabras tan interesantes sus episodios, que brotó del pecho de Constanza un impulso de simpatía hacia aquella pobre mujer que apelaba a su generosidad con tanta franqueza, por manera que al punto acogió la pretensión con una alegría entusiasta, y sus nobles aspiraciones halláronse pronto en contacto con aquella joven tan de su agrado, y que tan útil iba a seria en su orfandad solitaria.

La vieja Beatriz dicen que palideció al ver a aquella criatura tan interesante, que tan francamente se había introducido en lo que llamaba ella su casa; pero la baronesa así lo dispuso, y fue hecho.

¡Ay! aquella palidez debió responder a un remordimiento oculto, a un recuerdo tal vez amenazador y criminal.

La joven advenediza, indiferente al pronto, pudo apercibirse luego, o creyó notar que la vieja la dirigía miradas oblicuas, magnéticas y escrutadoras, y aun observó que aquella mujer se retiró, ocultándose detrás de la mampara el día de su presentación en el castillo, y recatándose de ella se persignó tres veces, como si viera al mismo demonio.

-He aquí, dijo para sí, la clave del misterio.

Desde aquel día las voluntades de ambas jóvenes se fueron estrechando con un doble vínculo fraternal y recíproco, robustecido por la mutua simpatía de sus ideas; bien que Elvira parecía habitualmente forzada a aquellas extravagancias de la baronesita, al paso que miraba con cierta prevención reservada a Beatriz, sorprendida a su vez siempre que se hallaban frente a frente.

¡Extraño proceder!

Y sin embargo, no era odio, sino instinto acaso, el móvil de una y otra.

Tal era, pues, esa misteriosa Elvira que figura con uno de los caracteres de primer orden de nuestra narración, y estos son también los únicos pormenores que ahora podemos adelantar acerca de ella sin faltar al plan propuesto.



Prólogo - Primera parte: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - Segunda parte: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII
Tercera parte: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IX - X - XI - XII - XIII - XIV - Cuarta parte: I - II - III - IV
V - VI - VII - VIII - IX - X - XI - XII - XIII - XIV Quinta parte: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII
Sexta parte: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - Conclusión