La corona de fuego: 05
Capítulo IV
editar- El trovador nocturno
- Junto al muro almenado,
- Con el aire envió tierna querella
- A su ídolo amado
- Por quien bebe los vientos y se estrella.
Algunos días trascurrieron desde aquella extraña aventura, cuyo recuerdo horrorizaba todavía a aquellos buenos vasallos tan fieles a su señora, como solícitos por su salud, prosperidad y bienandanza.
La baronesa, fiel a su carácter, no podía resolverse a renunciar a sus excursiones nocturnas y a sus originales proyectos: mal se avenía su habitual viveza e impetuosidad de carácter a circunscribirse a un completo aislamiento campestre, pues no era este su natural elemento. Amaba los peligros, no por un punto de presunción veleidosa, sino porque verdaderamente no poseía el arte de saber apreciarlos con sus consecuencias; así es que todos los días corría inocentemente de un riesgo en otro, sin utilizar jamás una de aquellas terribles lecciones en que solía jugar a veces su vida, su reputación y aun algo más.
Respecto a su compañera, era bien diferente: melancólica y flemática por temperamento, aunque dócil como la cera, accedía siempre a las exigencias de la baronesa, violentando su carácter y únicamente por complacerla hasta en sus menores caprichos. Parecía imposible la armonía que reinara entre dos criaturas tan opuestas en índole y genialidad, pues si de una parte surgía el más desenvuelto coquetismo, de otra brillaba una dulzura pacífica y prudente, moderados visiblemente sus arranques por una aquiescencia pasiva.
Aquella sobrenatural armonía que venía a unir, sin embargo, dos extremos opuestos y antipáticos, debía ocultar un secreto anómalo y terrible, uno de esos sombríos misterios que preparara acaso y fermentara una de esas funestas catástrofes, tanto más graves y peligrosas, cuanto más se aplaza y comprime el punto crítico de su explosión.
Tal era, pues, el concepto que alguno que otro observador había formado casi instintivamente de esta conjunción singular y extraña, dado caso que ningún antecedente contaban en que fundar un principio relativo.
Una noche, a cosa de las doce, cuando todos dormían en el castillo, se oyó en los alrededores un tropel de caballos que luego cesó de pronto, y que generalmente fue poco notado. Una persona sí lo oyó. Era Constanza, quien debió tener indudablemente alguna idea anticipada de ello, porque aun a pesar de lo avanzado de la hora, no se había desnudado todavía y se ocupaba en leer un libro caballeresco a la luz de una lámpara de vidrio.
Prestó oído al punto, y su impaciencia se aumentó al oír varios preludios de una música dulcísima, ejecutados prácticamente en varios instrumentos de viento y cuerda, y a cuyo sonido despertó también Elvira.
El fulgor amortiguado de la bujía que ardía aun en el mechinal de la chimenea de un dormitorio, fue a reproducir su fisonomía dormitante y calenturienta en un grande espejo que pendía de la pared opuesta.
La palidez de aquel rostro alterado y lívido la aterró: tocó sus cabellos húmedos de sudor, y los halló pegados a las sienes.
Coordinando sus ideas, pudo recordar que había tenido un ensueño cruel; una de esas pesadillas mortales que paralizan el curso de la sangre y oprimen las funciones del corazón transido.
Estaba celosa...
Cesó el preludio, y varios instrumentos templados en acorde escala, ejecutaron un aire melancólico que tenía un no sé qué de armonía divina, poetizada por el silencio de la noche.
A aquel concierto expresivo siguió una pausa grave, y luego una poderosa voz varonil, acompañada de un harpa perfectamente templada y de una guzla sutil y vibradora, cantó varias endechas con una cadencia armoniosa, apasionada y sublime.
Elvira, que a este tiempo se había levantado y medio vestido apresuradamente, pudo oír los pasos de la baronesa que salía de puntillas de su gabinete (estaba contiguo al de ella) y luego notó que se dirigía a la plataforma superior de la fortaleza por la escalerilla secreta.
En efecto, no se engañaba. Oyó luego también el ligero estallido del muelle de la trampa que tornó a cerrarse por la parte exterior con un sonido estridente.
Esta conducta reservada y tan poco franca de su joven amiga, hirió vivamente el corazón egoísta de Elvira, y un presentimiento de cruel sospecha pasó abrasador e implacable, como una rápida exhalación incendiaria que deslumbró su mente. Era ésta la primera vez de su vida que se atrevía a dudar de la franqueza y lealtad de Constanza. Llegó a sospechar desde luego que esta tenía un amante, y que ambos acudían de común concierto a una cita, recatándose de ella; idea siniestra que ponía en tortura su espíritu herido en lo más vivo de su sensibilidad.
La música aumentaba sus armoniosos acordes, y Elvira, por un instinto de curiosidad, se asomó cautelosamente por una de las persianas de su ventana, desde cuyo punto podía observarse todo lo que sucediese en el exterior, que correspondía a aquel flanco de la fortaleza.
Vio entonces un grupo estacionado al otro lado del foso, y del cual parecía proceder el sonido de la música. Los rayos vívidos de la luna iluminaban la estatura gentil del cantor, cuya talla elevada destacábase arrogante y majestuosa en medio de un horizonte sereno. Su acento era suave y melancólico, y adquiría a veces una cadencia nerviosa que hería con su eco estridente, sublimando sus agudas notas en un torrente de armonía, a que prestaba nuevo realce aquel cuadro solemne de soledad y silencio.
Elvira, conmovida, fascinada visiblemente por aquella mágica voz que tanta poesía encerraba, experimentó un vértigo de celos que hizo brotar en sus ojos una lágrima fugitiva de odio, una gota de hiel.
Vio o acaso creyó ver luego que el cantor agitó en el aire un pañuelo blanco. Otra y otra vez se repitió aquella señal, que desde luego adivinó sería contestada por su ingrata amiga; y cuando pudo adquirir esta convicción, una violenta llamarada pareció subir y abrasarla las sienes.
Nada vio ya, y se retiró maquinalmente a su dormitorio con el alma acibarada, herido el corazón y destrozado por el demonio de los celos, ese tormento inexorable que ha sido el verdugo de tantas víctimas.
Un momento después el trovador y su numerosa comparsa desaparecían por la vereda escusada del castillo, mientras la baronesa se restituía a su retrete, con la mayor cautela.
-¡Terrible noche!, exclamaba Elvira con mortal despecho y arrojándose furiosa sobre su cama.
En efecto, había asistido a un misterio, cuyo desenlace cometió a su mismo disimulo.
En aquella fisonomía varonil y enérgica lució entonces un destello de fulminante amenaza, y en sus facciones exaltadas por un roedor sarcasmo, brilló algo de infernal y diabólico, como esa belleza equívoca y salvaje que se atribuye al rebelde espíritu.
Aquello era el reflejo del secreto volcán que fermentara en su pecho y abrasaba sus entrañas coléricas.
Para apagar aquel volcán intenso e implacable será necesario todo un diluvio de sangre y lágrimas sin cuento.
¡Terrible noche!, sí, muy terrible debiera ser, con sus consecuencias y resultados de aciaga memoria.