La corona de fuego: 19
Capítulo II - El ardid
editar- ¡Singular composición, bravo contraste!
- Al fin se comprendieron
- Aquellos dos rivales, dando al traste
- Con toda su prudencia, y se mintieron,
- ¡Oh artificio infernal, cuanto causaste!
Lucían ya los primeros destellos de la aurora.
Ni una nube manchaba el horizonte, sembrado de in numerables estrellas: solo livianos y vaporosos celajes parecían surgir hacia el Norte, formando una zona blanquecina como un velo flotante.
El terreno, cuya descripción aplazamos en el anterior capítulo, era quebrado y breñoso: grupos de arboladura, diseminados al acaso, sombreaban aquel sitio despoblado y solitario entonces, y algunos torrentes se precipitaban sobre lechos de piedra como sonoras y bullidoras cascadas, hasta desviarse en los valles y barrancos contiguos.
A lo lejos percibíanse, las torres de la ciudad de Santiago, hendiendo las vaporosas brumas como espectros indefinibles, y proyectando sus formas vagas a través de aquella claridad mate.
Sobre una elevada colina divisábanse las figuras de nuestros nocturnos viajeros, departiendo con ademanes enérgicos y empeñados, al parecer, en una discusión acalorada.
Los albores del naciente crepúsculo nos permitirán describir a estos dos actores de nuestro drama, y darles a conocer al lector, siquiera sea superficialmente.
Era el de delante un hombre de más que mediana estatura, sueltos y airosos sus ademanes, aunque no desprovistos de esa gravedad que forma, por regla general, el tipo clásico de las gentes de alto coturno. Vestía interiormente, a juzgar por el continuo y estridente crujido que produjeran sus movimientos, una loriga de templado acero, un yelmo con penacho cimerado a la romana, con la visera echada al rostro y demás piezas de armadura al estiló de la Edad media. Sobre el arnés llevaba una ropilla holgada, sujeta con un cinturón al talle, sobre el cual asomaba la cruz blasonada de una de esas monstruosas espadas que pueden verse aun hoy en nuestras armerías, y que nos ha legado la época feudal. En su brazo, izquierdo llevaba una magnífica rodela, tersa y bruñida, en cuyo fondo figuraba la cruz capitular de Compostela, orlada de estrellas y atributos, todo en rico esmalte en oro y azur, sobre campo y merletas de plata, y sobrepuestas a todo, la mitra y báculo episcopal de Santiago, campeando entre accesorios heráldicos.
En cuanto al otro individuo, vestía de paladín y llevaba cota de malla finísima, casco cimerado y hermoso penacho, cuyas plumas elásticas flotaban con el aire. Apoyábase en una fuerte lanza de tres golpes, a la romana, y de cuya asta pendía una divisa con el diploma feudal de los estados del poderoso prelado de Compostela. Llevaba calzas de grana, borceguíes de finísimo ante, sin guanteletes ni visera, y apareciendo, en fin, como un raro contraste, como un conjunto enciclopédico e imperfecto.
Su estatura era, proporcionalmente esbelta y arrogante, el metal de su voz socoro, vibrador y simpático, y sobre sus hombros caía su rubia cabellera ensortijada.
Éste era, según habrá podido adivinarse, el joven agresor del conde de Altamira, que ha figurado ya anteriormente en nuestra narrativa, y cuyo verdadero nombre era aun para él mismo un misterio quizás.
-Os repito que lleváis vuestra suspicacia demasiado lejos, decía el joven a su compañero, y que quien quiera que seáis, estáis en un miserable error al creer que me impone un ardite vuestra pedantesca prosopopeya: abroquelado en mi opinión, todos vuestros esfuerzos por cambiarla se estrellarán aquí en esta roca.
Y señalaba con la mano al corazón.
-¿Luego es decir, replicaba el otro, que rehusáis plaza en los tercios de su señoría el rey D. Alfonso?
-Ya os lo tengo dicho por tercera vez: S. A. no tiene oro bastante para comprar mis servicios, que son eco fiel de mi conciencia libre.
-Y si ese mismo monarca me hubiese enviado directamente a vos (suponedlo así al menos), con la orden expresa de obligaros a aceptar su bandera...
-¿Qué decís de obligarme?¿Acaso podéis medir la tenacidad de mi carácter?
-No, no digo tanto, pero en fin...
-Creedme, si os place: las órdenes de S. A. no pueden alcanzar a tanto, y pudieran quedar desairadas en tal caso, porque sería empeñarse en un imposible.
-¿Es decir que, en definitiva, rehusáis servir al señor rey que tan bien sabe pagar a quien le ayuda en su santa causa?
-Sí, lo rehúso a trueque de todo.
-Es una singularidad en tu género: tanta fidelidad, tal tenacidad por apoyar a un rebelde.
-Id con tiento, seor valiente, y sed más comedido al pronunciar ciertas palabras que nunca, sientan bien en labios honrados, y moderad los arranques apasionados de vuestro genio: por mi parte os aconsejaría que trataseis con más respeto ese nombre, acreedor a todo género de consideraciones, si quiera por la alta jerarquía sacerdotal de que se halla investido.
-Sea, pues, y en gracia de ello, os prometo templar mi entusiasmo patriótico, porque a fuer de realista, soy también patriota.
-Sea enhorabuena; siempre os tuve en tal concepto.
-Pero decidme vos: ¿por qué tanto aferraros en ese sistema que tan arriesgadas probabilidades ofrece y que es bien posible concluya por aniquilaros?
-¿A mí?
-Sí, a vos y a los vuestros, que arrastraréis, sin duda, en la caída.
-Podrá suceder así; ¿qué queréis? no es dado a la criatura sustrarse a las leyes de la predestinación.
-Pero ¿quién sois vos que habláis de tal suerte? Acabemos, pues, de entendernos, si os place.
-Franca es, por vida mía, la pregunta, cuando tanto os empeñáis por vuestra parte en conservar el incógnito. ¿Es posible que hayáis olvidado el pacto?
-Perdonad la indiscreción, y dad la culpa a mi memoria, conozco que me he excedido.
-Pecado de intención, ¿eh?
-Culpa venial, ¿eh?
-Ya voy comprendiendo el busilis; y no obstante, me veo tentado a renunciar mi derecho, revelándoos mi profesión, ya que no pueda mi nombre. Sabed que soy jefe cuadrillero de la Santa Hermandad del Cristo de la Agonía, que forma uno de los tercios de preferencia que destina el señor obispo a la persecución de malhechores y a las operaciones estratégicas del escuadrón de Guías volantes de su ilustrísima.
-Basta, pues; acepto en cuanto vale esa revelación que espontáneamente me hacéis, y siento en el alma no poder ofreceros mi recíproca: ocupáis un buen lugar en la Iglesia militante del buen prelado, para que yo trate de insistir en violentaros, a fin de que admitáis mis proposiciones de abandonar esas banderas por las del rey. Por el contrario, quizás yo mismo, invirtiendo el orden de mis papeles, al oír esas explicaciones que habéis dado, y que por cierto os honran, en nombre del soberano de quien soy emisario, os absolviera en su nombre del nuevo juramento, si lo hicierais, aconsejándoos y restituyéndoos a vuestra opinión primitiva.
Hablando así, ambos personajes remontaban entonces el Monte-del-Gozo o del Humilladoiro[1], pintoresca eminencia desde la cual veíanse, a través de la vaporosa neblina, las torres y cúpulas de la ciudad santificada por el sepulcro del Apóstol tutelar de España y los bultos indecisos de sus monumentos, que semejantes a los diseños medio borrados de un cuadro, vagaban en el límpido tinte del crepúsculo.
Fieles a la piadosa costumbre establecida por las romerías que acudieran todos los días a visitar el santuario, ambos sujetos postráronse de hinojos en la cumbre de la indicada colina, y a vista de las torres de la famosa catedral oraron.
El sol de Oriente, brotando de un grupo de tornasoladas nubes, difundía sus nacientes rayos que empezaban a dorar las alturas y resaltaban sobre el fondo condensado del cuadro.
Pasaron junto a la alquería de Briones, ocupada a la sazón por una cuadrilla de gente armada.
Aquella fuerza, a sueldo y devoción de su ilustrísima el obispo de Santiago, formaba la hermandad titulada del Santo Cristo de la Agonía, y de la cual, según dijimos, era jefe el joven de que vamos hablando, bajo un nombre que ha poetizado la crónica y que nos hemos guardado de violentar ni sustituir por nuestra parte.
-¡Calle! exclamó admirado el de delante, al reparar en aquel golpe de milicia, ¿esa es vuestra cuadrilla o hermandad?
-Lo habéis adivinado, y está a vuestra disposición, mientras no contravenga a los intereses, buenos servicios e intención del señor obispo, que Dios guarde.
-Ya vais volviendo a vuestro tema, que os honra mucho por cierto. Gracias por vuestra oferta, y siento no poder corresponderos con igual fineza, digna de tan generosa hidalguía.
-¿Necesitáis escolta?
-Nada de eso, caballero; me juzgo demasiado seguro con solo vuestra compañía... porque supongo puedo contar con que me acompañaréis a Compostela.
-Ya tuve el honor de deciros que me dirigía hacia esa ciudad, contestó el otro, lisonjeado al parecer por el calificativo de caballero, que por vez primera le dirigiera su colocutor, y que tan grato eco dejara en su oído; por consiguiente, siento no poder, merecer vuestra gratitud, porque, en verdad, el sacrificio es exigencia de mis intereses.
-De cualquier modo, un hombre como vos es siempre acreedor a mi reconocimiento, mucho más cuando trato de exigiros otro favor.
-Sólo espero vuestras órdenes; se entiende, con la condición siempre de que no me hagáis ir en ello contra mis deberes, como supongo.
-Al contrario, mi empeño se reduce a que os presentéis al señor obispo después de concluida la misa capitular, y a cuya entrevista asistiré yo también, precisamente a la misma hora.
-¡Vos realista y enemigo natural de su ilustrísima!
-Posible es, contestó el de delante con su fatigosa tos.
-Confieso que no adivino... aunque ahora reparo en una circunstancia que añade otro punto de oscuridad al enigma, y que puedo juraros no había notado todavía.
-¿De veras?
-Sí; veo que ostentáis insignias que no os atañen, y que quizás disfracen a un espía, y en auxilio de mi sospecha viene esa tenacidad tan obstinada por vuestra parte en conservar el incógnita y recatar esas facciones que, tal vez, alienten una vida que ha caído bajo el imperio de la ley.
-Os equivocáis, por Dios, repuso el otro con firmeza, y si bien no puedo revelaros mi nombre en este momento, os ofrezco una satisfacción y una garantía que deben pesar mucho en vuestro ánimo.
-Sepámoslas.
-Nada tan sencillo, me dejo desarmar por vos, mientras me acompañáis hasta la misma puerta del palacio de su ilustrísima, a cuya guardia de honor podéis entregarme. Creo que no puede pedirse mas. Y luego, en la entrevista que tengamos ante el prelado, os asegura que podréis conocerme a vuestro sabor, si es que tanto empeño formáis en ella.
-Me basta vuestra espontaneidad y renuncio al desarme: en cuanto a lo demás, aceptado. Pero decidme: ¿qué objeto os proponéis con esa entrevista?
-Pedir a su ilustrísima una simple gracia, a la cual tampoco vos debéis ser enteramente extraño.
-Acato el misterio que os personifica en todo, y acepto el partido.
-Descuidad por lo demás; es asunto puramente de familia, y en cuyo particular deseo que terciéis vos, a fin de que se despache pronto y favorablemente, en la curia cierto negocio que hace referencia al objeto, y en el cual andan remisos los agentes, sin duda porque no corre a su sabor la moneda.
-¿Es decir que me precederéis vos?
-Seguramente, tengo billete de introducción hasta la misma sala de Sagrario: ya sabréis que sirve de antecámara al oratorio de su ilustrísima, y que está contiguo al salón oficial de audiencias.
-Mucho lleváis adelantado, según veo, y puesto que así lo queréis, no haré falta a la cita. También yo tengo el mismo permiso que vos.
-¿De veras? preguntó el encubierto con su anhelante fatiga.
-Como os lo digo.
-Entonces nos podemos excusar el trabajo de presentación, que no es poca cosa.
Llegaban precisamente a incorporarse a la soldadesca, que a una señal del joven jefe abrióse en dos rifas para facilitar el tránsito a entrambos colocutores. Siguieron éstos su camino, dejando a los acantonados en su sitio.
-Buena gente tenéis, por Dios vivo, exclamó el encubierto.
-Así, así, repuso el joven con jactancia.
-Y bien disciplinada, a lo que parece.
-Sin disciplina no hay ejércitos, y la fuerza degenera en otra cosa peor aun que la anarquía; ya lo sabréis vos, si es que sois algo práctico en el arte, como supongo.
-Tenéis razón, lo cual no impide que yo os envidie la suerte de acaudillar una mesnada tan bien lucida.
Seguían ambos aproximándose a la ciudad, y atravesaban entonces el sitio antiguamente conocido por la Granja del Castillejo o Huerto de los Reyes, precioso jardín botánico sostenido a expensas de la nobleza gallega, y destinado al hospital general de Santa Tecla.
Detuviéronse allí un momento para contemplar el hermoso panorama que se extendía a su vista, y en verdad que era digno de ello.
Figuraos un vasto enlace de selvas y montañas escalonadas a irregular sistema; una serie de prominencias coronadas de granjas, cortijos y alquerías, verdes prados y valles cruzados por bullidores arroyos y saltos de agua que por do quier brotan en aquel terreno feraz; y rodeando la hermosa ciudad ceñida de vetustos muros, mil lugarcillos, y caseríos sembrados en las afueras[2] contrastaban con las agujas aéreas de las torres de sus iglesias, que hendían el espacio condensado aun por las livianas, brumas matutinas.
Al Este las altísimas lomas tituladas del Viso y de Santa Marina, pobladas de bosques de olivos y que enlazan con las cordilleras del Norte el Son y el Monte del Gozo, hoy de San Marcos, hasta las cumbres del Pedroso, cuyos dentados picachos elévanse a 650 metros sobre el nivel del mar.
Por el Oeste los collados de Montonto, Conjo y del Humilladero cierran el círculo de la vistosa explanada, sobre la cual asienta la ciudad, rodeada como por una zona de plata líquida formada por los ríos Sar, que corre de Norte a Oeste, y Sarela, que viene de Norte a Sur.
Unos momentos después verificaban ambos viandantes su entrada en la ciudad por la antigua puerta de Mazarelos, no sin habérseles sujetado a determinadas formalidades por los individuos del retén allí apostado, y que cesaron ante la exhibición del respectivo salvo-conducto por parte de aquéllos.
Siguieron sin detenerse por la Azabachería hasta la plaza del Hospital y Arco de Someruel, hoy de San Martín, en frente de la hermosa fachada del palacio episcopal, cuya arquitectura llama todavía la atención del artista, por su gran mérito.
Aunque no era, en verdad, cosa extraordinaria ver en aquellos tiempos dos guerreros de punta en blanco públicamente y en pleno día, fuerza es decir, en honor de la verdad, que más de un ciudadano llegó a apercibirse de aquellos dos personajes que caminaban a buen paso, conversando, al parecer, en la mejor armonía.
Al llegar a la puerta de la Curia, el joven sintió que su compañero, le tocó en el hombro, y le dijo:
-Ya llegamos: ved el grupo de la guardia de su ilustrísima, a quien me entrego en cumplimiento de mi palabra empeñada.
En efecto; los individuos, que daban la guardia al pie de la escalera, levantáronse ante el encubierto, a quien saludaron respetuosamente, como reconociéndole por un gran personaje, y de cuya demostración pudo apercibirse con cierto estupor su compañero, quien pareció renunciar a su derecho por entonces, y se preparó a salir de allí.
-Id con Dios, lo dijo el encubierto, puesto que os vais ya satisfecho, según parece; no hagáis falta después de la misa capitular, a cuyo efecto yo me encargo de preparar ahora mismo a su ilustrísima. Podéis mientras tanto correr vuestras diligencias y no andéis tarde tu volver.
Y se separaron.
Notas:
- ↑ Hoy se llama altura o collado de San Marcos.
- ↑ Hoy se hallan comprendidos dentro del muro y forman parte de la ciudad.