La corona de fuego: 30


Capítulo XIII - La separación editar

¡Ni un momento ya más!... era imposible
Prolongar esa unión tan quebrantada.


Al fin vertió el conde un suspiro.

Sacudió su cabeza, pasó la mano por su frente lívida, y como quien sacude sus vacilaciones para adoptar una resolución franca y enérgica, levantóse de su asiento, como si un resorte le empujara.

Su talla elevada y recta, su mirada lúcida y toda la altiva expresión de su semblante escuálido, parecieron recobrar todo su nervio: era el supremo esfuerzo de la voluntad, potente y vigoroso, acaso el postrer destello de una luz moribunda, describiendo su última aureola.

-Sea como queráis, señora, exclamó al fin, dando a su lenguaje un tono de firmeza que no sentía; será preciso entrar por todo y aceptar los hechos con sus consecuencias, sean las que fueren. Podéis marchar cuando gustéis a vuestro castillo, apenas concluyan de hacerse las reparaciones que están ya para terminar uno de estos días; si bien para ello me permito imponeros una restricción que no debéis rehusarme.

-Explicaos, pues.

-La guarnición de Monforte debe darse por mis tropas, sin que por ello vayáis a creer que trato de haceros mi prisionera, puesto que solo me propongo proveer a vuestra seguridad. No se diga jamás que el conde de Altamira abandona a cualquier riesgo posible a la que todavía lleva su título de esposa. Por lo demás, seréis tan libre como queráis, vuestra voluntad no será coartada en lo más mínimo, y mis soldados solo recibirán vuestras órdenes, que serán puntualmente obedecidas. Se publicarán las diligencias del divorcio, lo cual os pondrá a cubierto de interpretaciones de cierto género, garantizando vuestra responsabilidad e independencia, y luego, apenas recaiga el fallo que anule y rompa el lazo de nuestra unión para siempre...

Ataulfo se interrumpió por un sollozo que ahogó un momento su voz.

-Entonces, prosiguió, mis tropas evacuarán vuestro alcázar y regresarán al punto al mío.

-Admito, dijo Constanza, con tal que no pretendáis anular mis facultades de poder admitir a mi servicio a otras personas.

-No solo estoy conforme, sino que os permito elegir la servidumbre íntima y familiar, a medida de vuestro agrado: los míos se abstendrán de mezclarse en vuestros asuntos, concretándose a guarnecer la plaza.

Con respecto a vuestras rentas, continuó, o bien podéis reservarme, como hasta ahora, su administración, quedando siempre a cuentas respecto al sobrante, después de cubiertas las atenciones de vuestra casa, o bien se pondrán en secuestro, caso que no queráis encargaros de esas impertinencias vos misma, como ajenas de vuestro sexo.

No, contestó ella, con un desahogo demasiado libre, prefiero a todo el secuestro.

Ataulfo recibió en esta respuesta otra nueva herida en su corazón egoísta.

-No creáis, dijo, que se trata por mi parte de someter vuestros intereses a una especulación mercantil, antes al contrario, quise ponerlos a cubierto de una defraudación, de una sustracción o de un desfalco... mas, puesto que tal es vuestro deseo, no debo contrariarlo. Sea como gustéis.

-¿Es decir, que estamos convenidos?

-Puesto que no hay medio de anular esa idea...

-Es por parte mía irrevocable; y tanto, que salgo ahora mismo para mi destino.

-¡Para Monforte! ¿estáis loca?

-¿Quién me lo puede impedir?

-Nadie, señora; pero ya sabéis que se están haciendo reparaciones, y aunque adelantadas las obras, no es cosa terminada todavía, ni podéis habitar allí con decencia.

-No importa, debo partir antes que amanezca, a fin de evitar comentarios: luego ya podrá inventarse un pretexto cualquiera que justifique mi permanencia en Monforte: ni cosa tan natural en un propietario como visitar sus fincas y permanecer en cualquiera de ellas una temporada por puro recreo, por variación de residencia, por cualquier capricho, en fin, de esos cuya explicación no suele ser cosa propia de la incumbencia de todos; y luego, en fin, andando el tiempo, la nueva del divorcio fijará los hechos en su verdadero punto de vista.

Ataulfo comprendió que no había medio de contrarrestar aquella fuerza de voluntad tan incontrastable y poderosa, y que era necesario ceder.

-Constanza, dijo, después de haberos concedido tanto, después de abdicar mi autoridad por complaceros, anulando al propio tiempo mi entidad social, nada puedo rehusar a la que tanto he amado. Cuando queráis... partid.

Aunque trató de sostener su entereza de ánimo, Ataulfo no pudo menos de dar una vibración tal a sus palabras, que revelaron toda la presión moral que devorara su corazón, tan despiadadamente combatido, toda la acerba intensidad que destrozara su espíritu lacerado por el remordimiento y por el desengaño.

La condesa, que leía con su penetración sutil en el interior de aquel hombre, del cual su alta dignidad acababa de hacer una víctima, volvió a sonreír con su sonrisa cáustica y provocativa, llevando en aquel mismo la prueba evidente de esa dureza viril que la caracterizara, y que constituía un tipo excepcional y antipático en su sexo.

Rápida, veloz, y con uno de esos giros llenos de donaire que tanto la agraciaran, agitó el cordón que pendía junto a la chimenea del salón, y al punto sonó muy remoto el eco de una campana.

Al mismo tiempo, y sin que el conde pudiera evitarlo, desencajó el batiente de una ventana que daba al parque.

La luna remontaba el Meridiano, semivelada por bronceados celajes que trasparentaban una claridad mate.

Las brisas de la noche humedecían al ambiente y suspiraban en los árboles próximos un leve y sordo murmullo.

-¡Constanza! exclamó el conde, precipitándose primeramente a arrebatar a su esposa la cuerda que tenía asida, y luego a cerrar aquella ventana que la indiscreta dama acababa de abrir, y que pudiera interpretarse como una señal de alarma.

Una carcajada de mofa respondió a su exclamación.

La luz que alumbraba la estancia se apagó de pronto, como por un soplo mágico.

Ataulfo, errante y furioso, vacilaba, pugnando por abrirse paso en medio del tenebroso limbo, tropezando en los muebles, cayendo e hiriéndose a cada movimiento que intentaba por hallar, la cuerda o la aldaba de alguna puerta o ventana, sin conseguirlo.

Bramaba de coraje, la sangre ardía enardecida en sus venas, y en la explosión del vértigo se agolpó a los pulmones con violencia, produciéndole un copioso y doloroso vómito.

Este accidente ahogó su voz y no pudo gritar.

Oyó entonces el crujido de una puerta al cerrarse.

Era Constanza que salía.

-¡El secreto! exclamó con un acento lánguido, sordo y lúgubre; el secreto, al menos... ¿lo guardarás según me lo has prometido?

Nadie respondió a aquella voz que se extinguía en las tinieblas y en el silencio de la noche.

Entonces, transido de angustia y medio exánime ante la violencia del accidente, cayó sin sentido sobre la alfombra.


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Un momento después, la condesa, enmascarada y arrebozada en un manto, atravesaba un subterráneo, precedida de un anciano en traje musulmán, ambos silenciosos y recatados.

Sus pasos resonaban huecos, fatídicos, como los de un fantasmo de piedra.

Aquel anciano era Omar-Jacub, el cual había recibido una orden del rey de guiar a una persona desconocida a través del subterráneo que ya conocemos y que comunicaba con el castillo de Altamira, como que formara la clave de su sistema, conduciéndola hasta las ruinas que ocultaran su ingreso exterior.

Omar-Jacub no debía conocer el nombre de aquella persona, y sin embargo, sospechó que era una mujer.

Por precaución, y usando del derecho que le dieran en aquel sitio sus facultades, vendó los ojos a la condesa, la cual se prestó voluntariamente a este acto, sin otra repugnancia que un gracioso apodo que se permitió dirigir al árabe.

Condújola este por la mano a través de aquella húmeda galería subterránea, casi oscura entonces, y que ya en otro lugar dejamos descrita.

-Largo es el camino, exclamó al fin la impaciente dama, ahuecando la voz, lo cual no pudo impedir que el viejo Omar ratificara su sospecha de que era una tapada y no un encubierto a quien servía de guía.

Nada contestó: solo le indicó por medio de un ademán harto significativo, la inconveniencia de entrar en detalles de curiosidad en aquella hora y en aquel sitio.

Abrael que estaba, según costumbre, fijo en su punto de guardia, vertió una interjección furiosa parecida al rugido de una fiera salvaje, y con lo cual pareció revelar la sospecha de una alevosía disfrazada con cualquier pretexto.

El anciano le tranquilizó con un gesto.

Por fin salieron al campo libre, entre bosques de olivos y matorrales, entre precipicios y breñas.

La luna cerníase en un horizonte azulado y límpido.

Las estrellas brillaban nítidas, fulgentes como puntos de fuego agitados por rápidas reverberaciones.

Omar-Jacub desató la venda sobrepuesta al velo de la joven, saludó y desapareció en el bosque.

Un caballero encubierto y de punta en blanco se entregó de Constanza.

Saludáronse ambos con amabilidad, y poco después un grupo de soldados se improvisó junto a ellos.

Traían una especie de litera cerrada, donde colocaron a la condesa.

Aquel caballero era Lucifer, encargado de orden del rey de conducir en reserva a Constanza a su castillo de Monforte; penosa comisión que venía a evocar en su mente terribles recuerdos de otra época, y que era necesario sofocar a cualquier costa entonces.

Por fin la litera y su escolta pusiéronse en marcha cuando el cielo de Oriente empezaba a lucir los primeros destellos del naciente día.



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