La corona de fuego: 40


Capítulo IX - En el cual desaparece de la escena uno de los actores editar

Al punto abandonaron
Aquella gruta de oriental portento;
Sobre el cadáver híbrido, sangriento,
Del esclavo pasaron.
Rápidos como el viento,
Y aquel antro infernal abandonaron.


La joven prisionera, cuya emoción llegaba ya a su colmo, sin poder contenerse, cayó, o mejor dicho, se dejó caer sobre un rico almohadón de brocado, pálida como el mármol, y en cuyo semblante lucía, sin embargo, una aterradora sorpresa.

Lanzó un prolongado suspiro, y su vista azorada vagaba errante por todo el ámbito de la gruta, fijándose principalmente y con cierto terror en el punto por donde saliera el conde.

¡Dios mío! exclamó, tu misericordia es grande, pues me salva de mis enemigos.

Lucifer, testigo mudo e invisible de la precedente escena, apareció entonces, trémulo por la cólera y la indignación que le poseyera, a juzgar por la alteración de su semblante.

-¿Qué significa, dijo, ese enigma? ¿qué misterio se oculta en todo este turbión de intrigas?

Dalmira balbuceó una frase incomprensible, y su vista no dejaba de fijarse cada vez más tenaz en el fondo lóbrego del subterráneo.

Arrojóse de rodillas a las plantas del joven, cruzó las manos y le dirigió una de esas arrebatadoras miradas que tanto dicen y que no admiten réplica.

En aquella actitud suplicante, en aquella deprecatoria mirada, había algo de sobrenatural que conmoviera el ánimo del más indiferente.

-Los momentos apremian, dijo a media voz y con entrecortadas frases, es preciso huir sin perder tiempo: ¿no has oído mi sentencia en boca de ese hombre infame?

-Sí, es preciso burlar su depravado intento, es necesario abatir su saña diabólica, aproximándole a la expiación de sus crímenes: ¡oh! todo lo adivino, ese hombre debe ser un monstruo de iniquidad, a quien la Providencia en sus decretos coloca tal vez bajo la cólera del cielo. Yo seré el instrumento ejecutor de esa justicia, a cuya acción no podrá sustraerse con todo el artificio de su astucia. Por de pronto, dices bien, es necesario huir sin perder tiempo, y yo por mi parte estoy dispuesto a salvarte, si mis fuerzas alcanzan a ello. Con tal intento dirigí aquí mis pasos, y ahora que lo he oído todo, con más razón todavía insisto en ello: y a ti, ¿qué te parece?

-Que es necesario huir o perecer, porque la separación es la muerte, y ese hombre perverso es capaz de todo.

Dalmira, que había pronunciado con vehemencia estas palabras, enjugó una lágrima que brotara de sus hechiceros ojos, y dejóse caer con cierta languidez, desvanecida, en los brazos del cuadrillero, que la besó en la frente.

-Huyamos, pues, dijo, tomándola dulcemente en sus brazos, ¿qué nos detiene ya?

Desprendióse ella al punto y llevó el índice a sus labios, prescribiendo el silencio.

-Seamos prudentes, dijo, bajando la voz y señalando al terrible mudo que vigilara en la parte exterior, y cuya mirada torva y siniestra no se separaba del grupo venturoso.

La joven, revistiéndose de cierta autoridad, adelantóse hacia aquel temible centinela, con quien cambió un signo particular de inteligencia.

El miserable entreabrió entonces la verja y se arrodilló ante su altanera señora, hasta tocar el suelo con la frente.

-Abrael, dijo ella con una expresión concluyente y enérgica, es menester huir desde luego.

Una sonrisa de cruel amargura dilató los labios del esclavo, cuyos dientes blanquísimos parecieron chocar con un ligero crujido: besó la orla de la túnica de la dama y vertió un gemido sordo, cavernoso y lúgubre.

Luego, a una señal de ella, enderezó su cuerpo monstruoso, elástico como el de una serpiente, y su mirada, lúcida, ansiosa y fiera, pareció interrogar con cierta insolencia la causa de tan súbita resolución, como si dudase en realidad de lo que oía y veía.

-¡Despacha pronto, esclavo! repitió ella con imperativo acento e impeliendo hacia fuera a aquella masa negra y repugnante que se erguía rebelde a sus plantas, como Satanás a las del Arcángel.

Abrael, de rodillas, trémulo por un sordo rencor que hervía en su pecho, marcó con su mudo, aunque expresivo lenguaje, un signo negativo y resuelto.

Era preciso apelar a la violencia o al ardid para vencer, si era posible, aquel obstáculo casi insuperable.

Dalmira se decidió por este último medio, convencida de la ineficacia, o al menos de la arriesgada exposición del primero.

-Nos han vendido, dijo, para robustecer su resolución con esta prueba; nos han vendido, Abrael, y es preciso partir ahora mismo.

Pero este recurso no surtió el apetecido efecto por parte del negro, cuya fidelidad solía rayar a veces en pertinacia.

Entregóse entonces a un rapto de desesperación cruel: mesábase sus crespos cabellos, reía con una risa satánica, y bramaba de cólera como un toro salvaje.

Pero aquel rapto pasó luego, y el nubio, abatido visiblemente por el dolor y la cólera, inclinó la cabeza sobre su pecho, quedando como aniquilada aquella poderosa energía.

-¡Sal, de aquí, esclavo! exclamó la dama, repeliéndole imperiosamente hacia afuera, como si obedeciese a una idea previsora y profética: ¡sal de aquí, miserable, y obedece a tu señora, o tiembla!

Al fin cedió él, murmurando una sorda amenaza, y colocándose a la parte exterior de la verja, empezó a blandir su luciente alfanje con una expresión imponente.

Lucifer, cuya sangre ardía a pura impaciencia, no pudo ya reprimir un movimiento colérico para precipitarse sobre el rebelde esclavo; pero la joven le contuvo.

-Déjale, por Dios, díjole por lo bajo, no le irrites, porque es una fiera indómita y terrible que nos devoraría.

Y corrió al punto los barrotes de la puerta de hierro, como para interponer una insuperable barrera entre el negro y ellos.

-¡Abrael!!! gritó luego con un vibrante acento de amenaza; ¡Abrael! es necesario que partamos todos; yo lo mando.

Pero el negro, con su expresión sarcástica, señaló al cielo con su dedo índice, que luego llevó al pecho, trazando por fin un signo negativo.

Era aquel el colmo de la impiedad, la blasfemia llevada al punto supremo del cinismo: aquella señal denotaba que ni aun el mismo Dios podría obligarle a abandonar su puesto.

Y su infernal mirada dejaba traslucir la tempestad que bramara en aquel corazón salvaje, realzando la parte mímica de su lenguaje mudo, aunque terriblemente nervioso.

-¿Con qué es decir que rechazas mi mandato? gritó ella enfurecida a su vez y en tono de amenazadora autoridad.

Abrael, altivo y arrogante, contestó afirmativamente con una inclinación de cabeza.

Su pupila de fuego, inflamada por la ira, traslucía el fuego que ardiera en su pecho. No era ya el esclavo servil, pasivo y humilde que se suele arrastrar a los pies y aun bajo el látigo de su dueño; era, sí, el orgulloso gigante, potente y soberbio, en cuya frente erguida estallaba el rayo de la maldición y la cólera,

-¡Ea, acabemos de una vez! exclamó la joven en el colmo del furor; no se diga jamás que el esclavo triunfa de la justicia y de la voluntad de su dueño.

Y animosa hasta la imprudencia, al paso que se esforzaba en contener los ímpetus de su compañero, la joven llevó su delicada diestra al pomo de su magnífico cangiar que lucía en su cintura como un enorme diamante oval labrado.

Pero Abrael, lejos de imponerse ante aquel ademán que revelara una expresiva amenaza, volvió a reír con diabólico sarcasmo, cruzándose luego de brazos con una expresión de calma insolente: luego inclinó la cabeza y dirigió a su colocutora una mirada oblicua, abrasadora como un relámpago y que traslucía una ironía procaz.

Aquella actitud desapareció Juego, y en medio de su transición salvaje lanzó un rugido y pareció devorar al joven con una implacable ojeada de odio recóndito y mortal.

Era aquel un destello de inspiración diabólica, como que revelaba una temeraria sospecha. Creía que Lucifer habría podido vender el secreto de Omar, y aun quizás el de la gruta y sus moradores, y que el anciano habría sido preso o asesinado a consecuencia de ello.

Sus dientes blanquísimos, agudos y cortantes como los del chacal, rechinaron fuertemente, como respondiendo a la convulsión nerviosa que agitara su cuerpo entero: una espuma blanquisca rebosaba por aquellos labios indefinibles, crispados por la cólera; y fiero, iracundo, presa de un sangriento vértigo, agitaba su corvo alfanje y dirigía al cuadrillero, con su elocuente ademán, una señal bastante significativa, que pudiera interpretarse de esta suerte:

-«¿Qué has hecho de Omar-Jacub? ¡Responde presto, tráele salvo ahora mismo o beberé tu sangre!»

Y su voz tonante, aunque sorda y cavernosa, bramaba como el estampido de la tempestad, rebosando hiel e improperios.

-¡A tierra, esclavo! ¡dame esa arma y ríndete! gritó la sonora voz de la joven con un acento imponente.

Y como tardara en ser obedecida, la animosa dama, en uno de esos poderosos arranques de ánimo que revelan el temple de una alma heroica, precipitóse hacia la puerta como una leona rugiente, en ademán de herir al nubio.

Lucifer se precipitó a su vez hacia la verja, para contener a la joven y sustraerla de un peligro inminente.

Pero era ya tarde. Ella, rápida, con un giro veloz, había asido la aldaba y forcejeaba por abrir la puerta con una fuerza increíble en aquellos brazos delicados.

Y al paso que se empeñaba aquella especie de lucha entre ambos, Abrael, espectador sombrío y principal actor de aquella repugnante escena, observaba sus detalles como el tigre astuto y maligno sobrexcitado por el hedor de la sangre.

Aproximóse a la verja, a la cual unió su pecho desnudo y negro como el ébano, como un reto imprudente y provocativo al furor de su señora.

Lanzóse ésta como el rayo, levantó su brazo armado del cangiar, cuya hoja arrojó un brillo fatídico, y se precipitó a herir al negro.

Pero éste, dilatado el rostro por una risa histérica, su pupila encendida como la de la hiena, saltó hacia atrás y se colocó recto, como una estatua a cierta distancia.

Y excitado por esta evolución salvaje, tan rápida y elástica, vertió una sorda aspiración, su aplastada nariz pareció dilatarse, y en el colmo de aquella inspiración feroz que le sublevara, riendo con su infernal sarcasmo, hundióse en el costado la hoja de su alfanje morisco, sin la más mínima alteración de dolor.

Era por cierto harto significativa esta cruel resistencia, con la cual el orgulloso esclavo oponía al monopolio humano una prueba de dignidad social, que designara el límite potestativo del hombre sobre el hombre, colocado a la altura de sus privilegios.

El suicida mantúvose aun allí de pie, como un gigante inmóvil. Un arroyo de sangre fluía de su herida del pecho, hasta que al fin, debilitado ya, vaciló un instante y cayó luego como una masa aplomada e inerte. Su lengua mutilada pugnó por articular sin duda una frase; pero sus labios no se movieron.

Oyóse aun el bronco estertor de su respiración, que hacía hervir a borbotones la sangre en la herida, y por fin, después de una repugnante agonía, un bramido sordo y lúgubre puso término a su vida.

Entonces la animosa mujer y su amante huyeron precipitadamente, pasando sobre aquel gigantesco cadáver, horriblemente alterado por la muerte, y que aun parecía sonreír con su expresión diabólica.

Aun parecían agitarse aquellos palpitantes miembros, y sus deslustradas pupilas, terriblemente amenazadoras, parecían lanzar también una execrable maldición a entrambos fugitivos.


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