La corona de fuego: 55
Capítulo II - La entrevista
editar- ¡A qué tanto rencor, tanta insolencia,
- Tal empeño en su torpe negativa!
- Refinada imprudencia
- Que aleja un rasgo de real clemencia
- Y la venganza aviva.
Ataulfo, exaltado y comprimido a la vez por aquel estruendo que llamaba a las puertas de su mismo alcázar y provocara su amor propio herido, parecía ceder al abatimiento y a la postración moral: zumbaba en su mente todo un vértigo de sensaciones, a cuyo reo gemía el corazón con el rugido de una impotente cólera.
En esta situación acerba, en este éxtasis contradictorio solo una idea risueña y consoladora venia a reanimar su espíritu y a infundirle un destello supremo y halagüeño. Constanza, ángel hermoso con sus sueños de amor y ventura descendencia como una hechicera visión celeste, acariciábale con sus alas, sentía él la voluptuosa impresión de su aliento impregnado de embriagador deleite, y su mirada virginal, ardiente, apasionada, posábase en el alma del conde con una mágica seducción, con un encanto irresistible y tierno.
Y entonces, ante aquella tentadora visión tan arrebatadora, ensanchábase el pecho de aquel hombre egoísta, dilatábase su corazón, aspiraba con delirio aquel perfume divino, aquel aroma enloquecedor como un filtro, sensual, arrebatador y excitante como un deseo de amor.
Pero a veces también el demonio de su esposo solía evocar enmedio de aquella satisfactoria tregua moral un recuerdo lejano, una mancha impura que alteraba la ilusión de aquella esposa adultera... ¿Por qué ensañarse pues con aquel espíritu combatido tan cruelmente por tantas emociones? ¿Por qué ensangrentarse con tanta saña y tenacidad en su tortura?
¡Ay! que esos recuerdos que atarazaban el alma de aquel infortunado esposo, debieran por piedad siquiera, dormir siempre relegados a un perpetuo olvido; y sin embargo eran siempre el cáncer roedor de aquella conciencia alterada por el anatema y el crimen.
Sumergido en este abismo de amargura permaneció Ataulfo algunas horas, presa de una lucha contradictoria: su imaginación enervada por tanta fatiga, abatida por el insomnio, cárdeno el rostro con una lividez cadavérica, hundidos los ojos, apagado su brillo, el cabello erizado y bañada la frente por un sudor febril, el conde parecíase a un espantoso espectro mejor que a un ser viviente y animado: diríase que aquella fantástica sombra con trazas de hombre, empezaba a asistir con marcado terror a la descomposición física de su ser. Ataulfo, roto el temple de su alma inicua, parecía ceder ya al desfallecimiento y a aquella laxitud profunda que aniquilara sus resortes vitales.
Y en aquellos momentos críticos, cuando desaparecía el vigor y empezaba a eclipsarse el genio, presa de mortal deliquio, un nuevo incidente vino a reanimar a aquella organización nerviosa por temperamento y tan impresionable: la puerta de la antecámara crujió con estrépito, y una mujer medio desnuda, envuelta apenas en una especie de peinador blanco, precipitóse rápida como el viento, cruzó como una exhalación el espació y fue a postrarse a los pies del conde.
Era Constanza de Monforte.
Ataulfo la levantó dulcemente en sus brazos, mudo, trémulo, paralizado por la sorpresa y adivinando acaso con su receloso instinto alguna otra nueva desgracia para él.
-¿Qué sucede pues? exclamó todo convulso ante aquella sorpresa.
-Todo se ha perdido, conde, repuso ella sollozando, y con desgarrador despecho; el destino arroja hoy sobre vos y sobre mí una tempestad de calamidades y anatemas sin cuento.
-Al menos resta el honor, señora, dijo el orgulloso magnate con un supremo esfuerzo de dignidad y de amor propio, si se ha perdido todo, como decís equivocadamente, resta todavía el honor que está sobre ese todo, sobre ese hecho colectivo que decís vos. ¿Qué sucede pues? qué, ¿se trata de invadir nuestro hogar y arrojarnos de él como unos molestos huéspedes?
-No es eso todo, señor.
-¡Mas todavía! ¿acaso se ha puesto precio a mi cabeza?
Y en la fisonomía del hidalgo lució un relámpago de cruel ferocidad.
-¡Ah, señor! es que se acerca para nosotros el día de la expiación, y antes de pasar por esa horrible prueba, he resuelto matarme.
-¡Mataros vos! exclamó Ataulfo como picado de un áspid, ¿vos decís? Desistid de ello, señora, dejad caer sobre mi frente todo el peso de la desventura que viene a visitar nuestro destino. Sobre todo, el divorcio ha destruido nuestro lazo y cuanto había de común entre ambos; no, señora, estáis libre, enteramente libre y en modo alguno os alcanza la mancha de mi oprobio: retiraos... y huid, porque pudierais ser también víctima de vuestro alucinamiento, que es infundado y necio hasta la ridiculez:: creedme, debéis retiraros, lo exijo.
-Nada de eso, conde; el divorcio no exime la mancomunidad del honor entre los que han cohabitado tantos años bajo un mismo techo y han comido el pan de la felicidad y de la amargura muchas veces: yo por mi parte no puedo desprenderme de esta parte, de compromiso, del que no me considero desligada, y reclamo mi puesto de honor en esta crisis: vengo pues a implorar vuestra indulgencia o a matarme de despecho si no la consigo, aquí mismo.
-Volved en vos, pobre mujer, dijo el conde conmovido a su pesar a vista de tanto heroísmo verdadero o falso, y besando aquella frente pálida como la azucena; perdonada estáis por mi parte porque en estos instantes solemnes no puede negarse el perdón a quien como vos, lo invoca con ese mágico interés, que me obliga: pero entretanto, huid de mí, no os contaminéis con mi presencia porque apesta.
-Pero ese hombre que me persigue, que me arroja al rostro el lodo sucio de mi ignominia, del deshonor y del vilipendio.., ¿cómo librarme de él, cómo libraros vos y todo cuanto os rodea y pertenece?
-¿De quién habláis, señora?
-De ese miserable a quien habéis entregado la suerte de este castillo, de ese espía disfrazado, tránsfuga del Campo de Castilla, que os ha sorprendido, que os vende y que en estos momentos abre las puertas de la fortaleza a vuestro poderoso enemigo.
-¿Lucifer decís? gritó Ataulfo con destemplado acento de coraje, y corriendo desalentado hacia la puerta de la cámara.
-Teneos, no seáis imprudente, replicó ella, impidiéndole la salida; es ya tarde, y os halláis preso y vigilado como yo misma. Oíd ahora. ¿Os acordáis de aquella Elvira que tan miserable papel desempeñó conmigo... y con vos?
-¿Era él? preguntó el conde en un arranque instintivo de inspiración profética.
-El mismo, sí, todo me lo ha referido ese hombre, ese seductor infame y miserable, que invocaba mi compasión, redoblando sus exigencias ilícitas; pero vedle todavía, tenaz en su empeño, persiguiéndome aun a vuestra vista, y vomitando blasfemias e impurezas. Matadme, señor, matadme antes de pertenecerle por la violencia y el desacato.
En estos momentos, el conde azorado, mudo por el terror y la cólera, convirtió la vista hacia la gran puerta de cedro que daba ingreso al salón, a tiempo que Gonzalo trasponía el umbral y penetraba con la espada desnuda hasta colocarse enfrente del grupo de ambos esposos.
Seguíanles varios soldados armados de picas, espadas y alabardas, que ocuparon todo el ámbito del salón y sus avenidas. Entre ellos distinguíase uno, cubierto el rostro por una visera de luciente acero y vestido como todos de rigorosa armadura. Permanecía incorporado a Gonzalo, junto al cual fue a colocarse a guisa de escudero, mudo, arrogante y silencioso, como una estatua de hierro inmóvil.
Ataulfo, en un arranque súbito de genio, no supo reprimir la cólera que inflamara su pecho, y quiso salir al encuentro del joven cuadrillero, como adivinando lo que pasaba.
-¡Traidor! exclamó, ¡me has vendido como un espía villano y miserable!
-¡Mentís! respondió él con una calma sangrienta, vos sois el villano, el monstruo de mis rencores; vos, Ataulfo, asesino de Veremundo y de Hormesinda, a quienes arrebatasteis los dominios de Altamira, que no os pertenecen; vos, inhumano, que no contento con ello, les sepultasteis en un calabozo hediondo y arrojasteis a la miseria pública, al crimen, el fruto de sus castos amores.
-¿Tembláis? continúo, dando a su acento toda la feroz entonación del triunfo y de la cólera envueltos visiblemente en una sombría amenaza; pues todavía no es eso todo: os pusisteis de acuerdo con una mujer inicua, instrumento cómplice de vuestra infernal codicia, fraguasteis ambos de concierto un plan tenebroso, y no creísteis rebajaros, dando participación a un judío para entregarlo a vuestras víctimas y hacerlas a su vez también instrumentos de vuestras iniquidades, admitiéndoles a las confidencias y consejos más íntimos, y sacrificándolo todo, en fin, a vuestra ambición culpable y a vuestros rencores. Pero velaba mientras tanto sobre esa trama odiosa la Providencia o el destino, y amagaba vuestro corazón el puñal de la expiación; el instinto poderoso del alma me designó la víctima, es decir, al delincuente, y le aceché noche y día, y hundí en su pecho el acero vengador de la justicia indignamente ultrajada, aunque disfrazada bajo la apariencia de unos celos rabiosos.
-¡Vos! le interrumpió, sublevado por la ira el conde, queriendo precipitarse sobre el joven.
-¡Teneos, miserable! dijo éste a su vez, sin perder su sombrío aplomo; estáis desarmado y no quiero mataros todavía: es preciso que lo oigáis todo, quiero que mis revelaciones corroan vuestros huesos y abrasen vuestras entrañas, y que me justifiquen a la vez ante estos incasables testigos de vuestra confusión cobarde. Yo fui, sí, quien clavó el puñal en vuestro pecho por arrebataros la mujer que absorbiera entonces mi amor criminal, y cuya conducta no era por cierto tan irreprensible como creíais.
-¡Infame! gritó la condesa con una exclamación ahogada y lúgubre que agotó sus fuerzas y la desvaneció en profundo rapto.
-¡Oh! prosiguió después de una breve pausa, repuesta ya de su estupor, ¡calumniador después de asesino!... porque eso es una calumnia que vertéis para sonrojarme y envilecerme, para oprimir mi corazón y hacerte estallar o destrozarle a mansalva: ¡callad, miserable, o no respondo de mi justa cólera!
Gonzalo, con su calma sardónica, mostró, al conde el anillo nupcial que arrebatara a la baronesa la noche de sus bodas.
-¿Conocéis esta prenda? dijo.
Ataulfo, ante aquella prueba tan concluyente, vivo testimonio de su deshonra, experimentó un sangriento vértigo: una llama iracunda subió a su rostro y le inflamó, agolpando la sangre a sus poros.
-Ved ahí, continuó el joven, la prenda de amor que ligara el secreto de vuestra deshonra. ¿Dudáis ahora todavía?
El conde enmudeció: la hiel de su corazón rebosaba en forma de espuma por sus crispados labios, su mirada inyectábase de sangre, y no pudo menos de caer atolondrado sobre un taburete.
Luego, obedeciendo a una súbita inspiración colérica, arrojóse brutalmente sobre la condesa que yacía desmayada sobre el pavimento, la arrastró, la pisoteó y por poco la estruja con sus pies.
Fue esta evolución tan rápida, que apenas tuvieron tiempo de evitarla los circunstantes. El desconocido mandó retirar y sacar del castillo a aquella pobre mujer maltratada y bañada en sangre.
En el calor de su alucinamiento, Ataulfo no pareció apercibirse de este incidente.
-Pero, gritó, explotado por un vértigo de implacable cólera, ¿cómo pudo llegar hasta vos esa sortija?
-Ése es un secreto de honor que no revelaré jamás.
-¡Honor! ¿quién habla aquí de honor?
Y al proferir este sardónico apóstrofe, el magnate vertió una carcajada histórica y provocadora.
-Respetad, le dijo el cuadrillero, respetad el decoro de las personas que tenéis delante y que pueden probaros cuánto valen a vuestro lado, confundiendo vuestra insolencia.
-Pero ¿quién sois vos que de tanto blasonáis aquí con vuestras pretenciosas frases? preguntó el conde con burlesca expresión.
-Soy, repuso el joven capitán con solemne énfasis, vuestro sobrino y dueño legítimo de los Estados de Altamira, que retenéis usurpados; soy Gonzalo Rodrigo de Moscoso.
Y como para anonadar todavía más al asombrado hidalgo, el desconocido que permaneciera hasta entonces pasivo, levantó su visera y lanzó a Ataulfo una majestuosa y terrible mirada.
-¡El rey! exclamó reconociéndole, y huyó al punto como espantado y atónito, de la presencia del monarca que parecía fascinarle con su tremenda mirada.
-El rey, sí, repuso éste con su atronador acento, que parecía vibrar en el corazón de Ataulfo con un eco terrible y contundente, el rey, sí, que os pido cuenta en este instante de vuestros abusos y de vuestra criminal conducta, que os reclama a Veremundo, dueño legítimo de los dominios que indignamente lo usurpasteis, vos, ambicioso y cruel tirano; que os reclama igualmente a su esposa Hormesinda, sacrificada a vuestra iniquidad, y además los Estados y feudos que arrebatasteis a esa familia desventurada por culpa vuestra. En nombre del cielo, de la humanidad y de la justicia, yo Alfonso de Castilla, ungido de Dios y tutelar de estos pueblos que rijo y gobierno por la Divina Providencia, tomo bajo mi protección esa causa, la hago mía, y erigiéndome en juez de la misma, os demando y acuso ante el tribunal de la ley como reo de usurpación y homicidio, como tirano convicto y confeso.
-¡Convicto y confeso!... repitió Ataulfo con trémula y ensordecida voz; eso no, rey, porque seríais un juez injusto si vuestro fallo partiera de tan falso principio; podré aparecer acaso ante vos como reo presunto y sospechoso, pero convicto... eso no, vuestra conciencia debe estar alucinada, en cuyo caso no es esta por cierto la mejor oportunidad para faltar, si es que vuestra magistratura blasona de imparcial y desinteresada.
-Os equivocáis, Ataulfo, mis pesquisas lo han sondeado todo y queda patente la certeza de vuestros crímenes: he oído previamente la deposición testifical de un hombre que os ha servido de instrumento y cómplice en vuestras iniquidades, y me han satisfecho sus pruebas claras basta la evidencia.
-¡Todo eso es una impostura miserable! ¿quién es ese hombre? Os reto a que me lo pongáis delante a sostener tanta infamia... Pero no; es un ardid a que recurrís para envolverme en un lazo: nadie, puede asegurar esa calumnia.
-Ved que os equivocáis, Ataulfo, y moderad el lenguaje, porque habláis al rey.
El conde marcó un gesto de desdeñosa ironía.
-Ved, prosiguió el rey sin descomponer su aparente seriedad y calma, ved que ese testigo va a comparecer aquí ahora mismo a corroborar plena y terminantemente mis palabras, y a confundir vuestra pertinacia sistemática.
-Pero, ¿quién es ese hombre? insistió el conde con trémula altivez y en una actitud que reflejaba su cínica insolencia.
-¡Yo! contestó secamente Omar-Jacub, improvisándose y cruzándose de brazos con insultante procacidad.
-¡Tú! ¡traidor infame! exclamó como escandalizado el conde, el cual, pálido, desconcertado y trémulo, no pudo continuar de tal suerte lo impresionara aquella sorprendente revelación que tan lejos estaba de esperar: su misma desesperación paralizó sus facultades y ofuscó sus sentidos en un abismo de confusión. Al fin pudo hacer un esfuerzo y dijo balbuciente y trémulo:
-¡Rey Alfonso, ese hombre miente!
-Era éste un destello supremo del instinto egoísta de la criatura que tiende siempre a su propia conservación.
-Basta, dijo el monarca, es preciso que me digáis dónde está Veremundo.
-¡Veremundo! nada se de él Muchos años ha.
-Os equivocáis mintiendo, Veremundo es prisionero vuestro en Altamira.
-Estáis en un error, Alfonso, ninguna noticia tengo de lo que decís: y en prueba de la verdad, reconoced la fortaleza entera y os convenceréis.
-Servidnos vos de guía, y empecemos.
-Estoy dispuesto a ello, y solo espero vuestras órdenes.
-¡Ay de vos sino hallamos a la víctima! Temblad para entonces.
-Tenedlo por seguro, rey; ignoro el destino de mi hermano, os lo juro por lo más santo que veneramos en el mundo.