La corona de fuego: 13
Capítulo IV - La comida de boda
editar- Hubo festín, y música y bullicio,
- Cínica competencia
- De intemperante gula; ¡odioso vicio!
- Llegó a tal la impudencia,
- Que más de un comensal salió de quicio.
Terminada la celebración de la misa, en la cual tuvo lugar la ceremonia de velación de los desposados, faltaba todavía la bendición del tálamo y de la pieza o recámara donde se hallaba, ceremonia indispensable, sin cuyo requisito aquel matrimonio hubiera concluido por una profanación impía, así que, el obispo, cuando hubo concluido su celebración, llevó a efecto aquella ceremonia al son de clarines, guzlas y cimbalillos, que formaron, con los ¡vivas! de los villanos que gritaran en las afueras, un concierto estrepitoso y anómalo.
Fue entonces cuando, retirados al salón de familia, tuvieron lugar los plácemes y enhorabuena: siguieron luego las galanterías familiares que, en aquellos benditos tiempos, solían traspasar los límites del decoro y de la decencia a veces, terminando todo con un espléndido banquete, en que todos a porfía, y entre ellos el prelado, hicieron cumplido alarde y dieron prueba de sus poderosos recursos gastronómicos y su admirable comezón de truchas, besugos y lampreas, lo cual formara las más gratas aspiraciones de su ilustrísima, quien aun en medio de su misticismo se mostró igualmente aficionado al buen humor y a los chistes más peregrinos e inofensivos, en lo cual fuerza es asegurar que lució la agudeza y oportunidad de su despejado ingenio, su genialidad jovial y su buen humor salpicado de picarescos epigramas y ocurrencias célebres y sin malicia.
Mas, aun a pesar de su hilaridad y de la especie de competencia que el bullicio y la alegría empeñaran, confundiéndolo todo, D. Diego Peláez, si bien oportuno y locuaz hasta el extremo, llevó su sobriedad hasta un punto verdaderamente heroico: contra el tenaz intento de la buena Beatriz, en quien cebáronse los epigramas del prelado, hiriendo en alto grado el amor propio de la presuntuosa vieja, la cual, si bien mal disimulando su desazón, procuró por mil medios tomar una revancha, que no pudo lograr por cierto.
En cuanto al conde, no fue en realidad tan sobrio como su ilustrísima, pues bebió fuerte y demasiado contra su costumbre, y hasta con un empeño de vano alarde, en lo cual dicen no le fue en zaga la rumbosa baronesa. Justo es consignar que al pronto le abstuvo ésta; pero excitada luego por el olor de cierto estofadillo, y sobre todo, de unas pastillas estimulantes (obra, según, se dijo, de la señora Beatriz, con ayuda del diablo), hubo al fin de ceder a la tentación, porque una secreta simpatía o una abrasadora sed parecía atraer a sus labios la copa, a fin de refrigerar su árida garganta. Y empeñada la competencia con su contrincante, solo cedió cuando la acción espirituosa y narcótica la desvaneció en un rapto.
Sólo que, lo que en Constanza era un verdadero amodorramiento producido, tal vez, por la acción corrosiva de un narcótico, era en el conde un parasismo profundo parecido a la embriaguez. Sentía ella una laxitud físico-moral, un entorpecimiento de miembros, una dejadez y soñolencia que iban en aumento gradualmente, bien que aun en medio de su atolondramiento surgía siempre semiviva la llama de la razón ofuscada por la presión del rapto.
En tal estado ambos esposos fueron retirados a su cámara, y colocados en los lechos que de antemano se les dispusieran, porque su situación reclamaba auxilios de cierto género, que en verdad no llegaron a ocupar la atención de aquella servidumbre, enloquecida por el alborozo de una función, que era por cierto un raro y notable acontecimiento en aquel castillo, en torno del cual solo reinaron hasta entonces la soledad, la melancolía y el misterio con sus terribles sombras.