La corona de fuego: 48


Capítulo III - Órdenes editar

¡Ay! Que imprudente y ciego
Su vértigo vehemente precipita
Al entusiasta joven... ¡Oh! ¡Maldita
Esa serpiente que en activo fuego
La savia del amor, cruel, irrita!


Bajo la solemne impresión que dominara al rey y a su joven protegido, con quien quedó a solas, siguió un momento de lúgubre silencio: necesitaba dar una tregua o suspensión al acto de aquel juicio tan repugnante por sus detalles, como interesante por las consecuencias mismas que se anunciaran y que prometían ser fecundas. Mandó, pues, despejar el ámbito de la pieza, quedando a solas con sus recuerdos y con su conciencia, en aquel lúgubre y tenebroso retrete.

Pálido, el ojo apagado, desasosegado e inquieto, en vano buscaba en su imaginación la clave de aquel arcano que todavía preocupara su espíritu, manteniéndole en perpetua tortura y desasosiego: la existencia de Veremundo y de Hormesinda, si es que no habían todavía perecido; ese terrible enigma que se obstinó en guardar la vieja, y en cuya tenacidad fueron a estrellarse todos los esfuerzos persuasivos y amenazadores del rey, dejaba siempre en pie el problema con toda la incertidumbre de la vacilación y del misterio.

De aquel cúmulo de dudas pareció surgir en su ánimo; una probabilidad posible: ambas víctimas, si es que realmente existían acaso, debían gemir en los subterráneos de Altamira.

Fue este un rayo luminoso de inspiración que halagó la mente del monarca, creando, como ya dijimos, en ella una probabilidad factible y casi certera.

Por de pronto la sospecha que abrigara hasta entonces respecto al origen del joven cuadrillero, quedaba plenamente confirmado ante la confesión de la vieja, aquella prueba viviente e inexcusable: no existía ya escrúpulo alguno, puesto que la duda habíase disipado al soplo de aquella confidencia. Una exigencia de justicia reclamaba el condado de Altamira para el joven Gonzalo, quien desde aquel día misino empezaría a usar de éste su verdadero nombre en lugar del de Lucifer, como había dado en apellidársele por el maquiavelismo de su impía nodriza, y que parecía una palabra de escarnio que marcara un sello reprobador en su frente. ¡Él, pobre hijo errante y desheredado, arrojado al páramo de una oscura y triste vida!

Ni podía diferirse más una solución cualquiera reparadora y enérgica, mucho menos en las circunstancias presentes, en que las leyes de la guerra solían autorizar cualquier agresión hostil por parte del monarca; así, pues, desde aquel instante una idea súbita fijó su belicoso espíritu: según ella, debía marchar el grueso del ejército a combatir la fortaleza de Altamira, y esta empresa ardua no dejaba de ser un tanto atrevida y expuesta, por cuanto las expresadas torres pasaban por inexpugnables, tanto por su posición estratégica, como por los reparos y formidables aprestos con que Ataulfo acababa de robustecerlas.

Alfonso, al adoptar aquella resolución extrema, temió, no sin fundamento, que pudieran quedar humilladas sus victoriosas banderas en aquella empresa decisiva; pero aun en medio de aquella contradicción vacilante, otra idea feliz ocurrió a aquel tropel de contradicciones, con las cuales, sin embargo, no podía transigir sin menoscabo de la conciencia y del honor. Determinó, pues, poner en juego el ardid, introduciendo la traición en el castillo, lo cual no le pareció difícil si sabía utilizar los momentos y lograba interceptar completamente las relaciones exteriores con las gentes de la fortaleza.

La amistad aparente o sincera que profesara el conde a Gonzalo, a cuyo servicio estaba, era para el rey la circunstancia más propicia que pudiera depararle la suerte; jefe cauto, pundonoroso, y valiente hasta la temeridad a veces, efecto de su inexperiencia y de sus pocos años, Gonzalo poseía gran ascendiente, tanto en la guarnición como en los demás tercios militares del conde, contra quien guardara él siempre una prevención instintiva y hostil; prevención que se había agravado desde que oyó ciertas revelaciones de los labios del rey, según dejamos ya dicho.

Entonces, al tiempo de dicha confidencia, el monarca, refiriéndose solo a conjeturas y a ciertas palabras vagas sorprendidas a la vieja, habíale instruido de una parte confusa del misterio: ahora, pues, con datos más fijos iba a ratificarle y aun a confirmarle en aquellas revelaciones mismas tan terribles y odiosas que él mismo oyera de la vieja Betsabé.

Fijo, pues, en su propósito, Alfonso hizo llamar a su confidente, con quien tuvo una conferencia reservada, a fin de ocultar a los jurados que esperaban fuera, las relaciones que mantenía en secreto con aquel hombre, puesto ostensiblemente al servicio del rebelde tirano de Altamira.

Por esta razón debía ir Gonzalo encubierto ante aquellos magistrados, permaneciendo a la vez pasivo, frío y mudo espectador de aquel proceso que, sin embargo, le interesaba tanto, pero era también preciso de todo punto salvar las apariencias, asegurando de esta suerte el tremendo golpe que debiera dar la solución radical al suceso.

-Os he mandado llamar, le dijo, para que activéis la marcha sobre Altamira; sed, pues, el negociador prudente y diestro de mi empeño, y si Ataulfo, como es de suponer, se negase a rendir discrecional mente las armas de su rey la fortaleza, porque es rebelde y su corazón perverso se ha empedernido en el crimen, entonces adoptad los medios que creáis conducentes para que mis tropas se apoderen de ella a toda costa por medio de arte y ardides, si es posible, a fin de economizar siempre sangre. Entre tanto, mi ejército, acampado al frente de las Torres, apoyará, protegiendo bajo mi mando vuestras operaciones, y procederemos de común acuerdo mediante las evoluciones y contraseñas que convengamos de antemano y que deben ser la clave de nuestra inteligencia mutua.

Tened presente, prosiguió, que al tomar a vuestro cargo esta arriesgada misión, trabajáis por cuenta propia bajo mi protectorado, que os prestará todo género de auxilios. Los estados de Altamira os pertenecen de derecho, entorpecido únicamente por el acta de proscripción que pesa sobre el nombre de vuestro padre; pero esa acta prohibitoria queda alzada, derogada y revocada desde luego, y de ello el rey os empeña su palabra de honor inviolable y sagrada.

Además, continuó, no olvidéis que vuestros padres Veremundo y Hormesinda, prisioneros tal vez por la ambición de Ataulfo, vuestro tío, gimen acaso en un subterráneo hediondo de Altamira: ya oísteis bastante para poder fundar una sospecha de que esto sea cierto; las revelaciones, aun mas, las reticencias culpables de esa infamo vieja, que confunda el infierno, dan un motivo para ello, y en tal caso, la obligación de un hijo como vos, la humanidad, la conciencia misma, os reclaman el deber de indagar si acaso existen, y en este caso, libertarles: los datos que debéis al monje, a aquella moribunda, en fin... todo ello debe abrir a vuestra vista un dilatado horizonte de esperanza en la Providencia, que vela sobre la iniquidad y la confunde. Partid, pues, apenas termine el juicio pendiente, al cual quiero asistáis hasta su fin, y entonces, sin detención, porque los momentos son preciosos en casos dados como el presente, entonces, sí, partiréis a poner en práctica lo convenido, y yo espero mucho de la justicia de Dios en este caso.

-Comprendo, señor, y parto con vuestro permiso, profundamente agradecido, llevando una nueva demostración de vuestras bondades y de vuestra justificación: dadme a besar vuestra mano y apresurad el momento de mi marcha sobre Altamira.

-Sí, abreviemos el término, y ante todo concluyamos el juicio pendiente, por si acaso del examen del delincuente que debe comparecer ahora en nuestro tribunal, resulta algún otro incidente que redoble el interés del suceso. ¿Quién sabe, si podéis llevar una certeza más al partir?

Tomad, prosiguió el príncipe, entregando al capitán un pergamino enrollado, con un sello de plomo pendiente de una cinta encarnada; ahí tenéis un salvo-conducto que podéis hacer valer, en un caso de apuro, si os ocurriere, y ¡desdichado de quien no le acate! Hacedle valer, sí, y con su auxilio sostened vuestro carácter de comisario regio a toda la altura de mi prestigio.



Prólogo - Primera parte: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - Segunda parte: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII
Tercera parte: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IX - X - XI - XII - XIII - XIV - Cuarta parte: I - II - III - IV
V - VI - VII - VIII - IX - X - XI - XII - XIII - XIV Quinta parte: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII
Sexta parte: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - Conclusión