La corona de fuego: 59


Capítulo VI - En el cual se cambian los papeles

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Sigue la destrucción... de los furores
De una terrible y dura providencia
No le pondrán librar, no, sus rencores,
Su saña criminal, su atroz violencia,
Sus ardides traidores,
Verdugo del candor y la inocencia.


-No os detengáis, señor, poneos en salvo con los vuestros, porque acaso, si desprecias este aviso, seáis víctimas del general estrago que va a ocurrir en este teatro de mis furores y de la justicia misma que en vuestro nombre ejerzo.

El rey, sorprendido en su distracción momentánea volvió la vista hacia el hombre que le dirigiera las precedentes palabras.

Era Gonzalo.

Traía en la mano una tea encendida.

Al resplandor de aquella luz fatídica, aparecía aquel rostro descompuesto, cubierto de una palidez biliosa y cadavérica, y en cuyos ojos horriblemente exaltados revolvíase una fulgurante pupila.

Su cabello erizado, jadeante el pecho y contraídos todos los músculos de su hermoso rostro, la voz cavernosa por la alteración general que poseyera aquella organización nerviosa, daban a aquella figura un horrendo aspecto, un aspecto de ferocidad diabólica y salvaje: era un monstruo explotado por el cataclismo del entusiasmo, o mejor dicho, del frenesí.

-Salid, señor, insistió el joven con su arrebatado lenguaje, salid con los vuestros sin demora, y quiera Dios no acordéis tarde.

-¿Qué decís Gonzalo? repuso el Rey con marcado asombro y volviéndose como impelido por un resorte.

-¡No desprecies mi aviso, salid y no os expongáis a perecer, señor!

-Pero... no os comprendo, amigo mío... qué... ¿no tengo derecho a que me expliquéis?

-Es tarde ya: esperad fuera, del castillo y os convenceréis luego de que obro en favor de vuestra salvación: la tempestad avanza y se acerca el momento crítico. Creedme, cada minuto que perdéis es un nuevo peligro que creáis para vos mismo.

-¿De dónde procede ese riesgo?

-De mi venganza o de mi justicia, que es la vuestra. No me pidáis más pormenores.

-¿Y no me podéis explicar?

-Nada. Creo haréis el debido honor a vuestra real palabra que me habéis dado y con la cual cuento, seguro de que no me la retiraréis en este caso.

-¿Cómo pues?

-Delegasteis en mí toda vuestra autoridad para ejecutar la sentencia de Ataulfo y sus cómplices, por lo mismo vengo. Os digo y repito, escudado por esa garantía: ¡salid, señor, de esta mansión maldecida, donde solo se aspira el hálito de la muerte, salid presto, y respetad mi aviso y mis órdenes!

Alfonso inclinó la cabeza, como sojuzgado por su propio rubor.

En efecto, el prestigio, el decoro de su alta jerarquía estaban comprometidos en aquella palabra que se le ponía en cara y a la cual no podía faltar sin desdoro: acaso estaba arrepentido de su ligereza, y de ahí esa perplejidad con que luchara en aquellos momentos críticos tan acerbos para su amor propio.

-Tenéis razón, conde, no rebajaré mi prestigio hasta vina retractación que me envilecería en alto grado; el brillo de mi corona saldrá ileso, os lo juro, de esta desgraciada jornada que ha herido mi propio orgullo y ha cargado sobre mi espíritu un peso enorme y mortal.

Era la tercera vez que el monarca lisonjeaba el oído de joven con la palabra conde, y acaso recurría a ella en estas circunstancias con un estudiado objeto: era el ardid, revestido de las formas de esa misma lisonja tan caprichosamente seductora: parecía que se habían cambiado los papeles y que era el rey el que apelando a las formas del honor y de la consecuencia y prestando oído a los principios que se invocaran, suplicaba al súbdito altivo, ensoberbecido con sus fueros.

De su pecho se axhaló un hondo gemido, y tomando la mano al joven, la oprimió con una efusión cordial de sentimiento.

Gonzalo hincó una rodilla en tierra y besó la mano al rey. Alzad, amigo mío, dijo éste visiblemente contrariado por aquella demostración de servil respecto que ha llegado todavía a nuestros tiempos; es la tercera vez queme veo obligado a corregiros esa bajeza degradante que tanto rebaja la dignidad del hombre y que es una herejía clásica con que se insulta a la Divinidad, a quien solo debe rendirse adoración y culto. Soy un hombre como vos, disfrazado con el oropel de una pompa social que ha llegado a ser una necesidad constitutiva de la época: reconocedla y acatadla, pero al hacerlo, guardaos de no traspasar la línea que separa la potestad divina de la humana. Todos los hombres son iguales: la virtud y la ciencia marcan los grados de superioridad entre ellos, y apenas un velo artificial, mundano en el terreno de la utopía ha procurado atribuirle una jerarquía ilusoria que desaparece en el terreno de la razón práctica ante la idea del Evangelio y de la filosofía.

-En verdad, señor, que había olvidado por un momento vuestra advertencia: perdonadme, mi cabeza arde y la fiebre que enardece mi corazón me ofusca y me confunde.

-Ea pues, os dejo ya, fiel depositario de mi justicia, no abuséis de ella, y obrad libremente en el sentido que os plazca. Al salir no puedo ocultaros sin embargo el vivo remordimiento que corroe mi alma, la llamarada del furor que inflama mi pecho y el sentimiento torcedor que me destroza el espíritu. ¡Veremundo! ¡Hormesinda!... ¡Oh! en vano pido un rasgo de clemencia a mi justicia en favor de los culpables, del criminal atentado de que habéis sido inocentes víctimas; la enormidad del delito rechaza toda la conmiseración, y una expiación recta y saludable puede únicamente satisfacer la justicia que reclaman las leyes y la sociedad, cuyos derechos han sido bárbaramente hollados.

Oyóse entonces un horroroso alarido.

Aquel grito de sombría y desesperación fue prolongándose, sostenido por un eco funeral a través del trastorno de los elementos.

Entre los soldados que poblaban los patios y departamentos del castillo reinaba una agitación espantosa.

-¡Un motín! exclamó, palideciendo el rey.

Eleazar que había salido poco antes, volvió a entrar agitado y trémulo.

En el rostro de aquel singular personaje lucía una exaltación indescriptible.

-¿Qué ocurre? preguntó el rey con sombría cólera, precipitándose al ajimez bizantino que daba al patio, donde la sedición parecía estallar de nuevo, tomando mayores proporciones.

El hundimiento de una bóveda ha ocasionado lamentables desgracias, señor, repuso el judío; vuestros soldados peligran, y aun vosotros mismos si tardáis en salir del edificio. Oídles murmurar y blasfemar de vos, y dentro de un instante acaso estalle una rebelión o al menos una deserción afrentosa para vos.

-Es decir, que...

-Salid todos, señor, y salvaos: aquí solo quedamos los huéspedes de la venganza, del exterminio y de la muerte; nuestra obra es inexorable y terrible; huid de ella, porque es bien posible que no respete ni aun a las mismas testas coronadas.

Y al expresarse así, aquel instrumento de la venganza y de la ira estaba en cierto modo hermoso, con una hermosura salvaje, diabólica, la belleza del ángel rebelde.

Alfonso le contempló un momento con terror, y su orgullo de rey sintióse verdaderamente sojuzgado por aquella terrible figura; cuyo acento retronaba en su oído como un eco mortal y contundente.

Gonzalo impaciente, fiero, amenazador y en la cumbre del rapto que le poseyera, dijo con un rasgo de cruel furor:

-¿Qué esperáis, señor? ¿Será preciso que me permita revelaros mi propósito?..., Sea pues, y elegido, rey entre vuestra partida y mi muerte.

El monarca cogió la mano al joven y la apretó con efusión entre las suyas.

Aquella mano ardía a pura fiebre.

-Tenéis calentura, amigo mío, le dijo.

Gonzalo hizo un movimiento como para precipitarse por el ajimez.

Pero Alfonso que notó, aquella evolución, le contuvo y salió al punto, dirigiendo al bizarro joven una mirada paternal y suprema.

Un momento después el príncipe y los suyos evacuaban la fortaleza, vadeando con gran riesgo las cenagosas aguas que iban sin cesar creciendo.



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Tercera parte: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IX - X - XI - XII - XIII - XIV - Cuarta parte: I - II - III - IV
V - VI - VII - VIII - IX - X - XI - XII - XIII - XIV Quinta parte: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII
Sexta parte: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - Conclusión