La corona de fuego: 49
Capítulo IV - Segundo interrogatorio, en el cual va aclarándose más el enigma
editar- No hay arcano que cien mil años dure
- Recatada la faz, mudo el lenguaje.
Un momento después, los diputados de Mondoñedo, acudiendo al llamamiento del monarca, entraban a ocupar de nuevo los escaños rústicos de que hicimos mérito.
Gonzalo se colocó en su primitivo sitio, a la diestra del rey, donde ya anteriormente le presentamos, y volvía a echarse al rostro la celada, de que se despojara antes cuando quedó a solas en su diálogo con dicho personaje.
Todas las miradas fijábanse naturalmente en aquel actor disfrazado, al cual dábase no obstante una preferencia tan extraña como significativa; de modo que formábanse mil comentarios y suposiciones respecto a su nombre y circunstancias, que, sin embargo, nadie adivinara.
Y en medio del general silencio, turbado apenas por cualquier movimiento imperceptible de los circunstantes, la voz terriblemente pausada de Alfonso VI resonó vibrante, fatídica, en las aplanadas crugías de la bóveda, y al punto, escoltado por los soldados mismos de que antes hablábamos, salió el otro reo, vestido con su traje árabe y haciendo sonar sobre el pavimento una pesada cadena.
Era Omar-Jacub, a quien ya conocemos.
En su rostro, afectadamente compungido, parecía leerse una candidez tan inocente, era tal su compostura, su humilde actitud, hasta cierto punto hipócrita, que su presencia produjo desde luego en los circunstantes, y aun en el mismo rey, una impresión favorable.
Su venerable aspecto, su luenga y blanquísima barba, su gravedad natural o aparente, y hasta el traje mismo que vestía, daban a aquel singular personaje un realce de majestuosa autoridad que imponía.
Colocado frente al rey, marcó una cortesía reverente y esperó con visible serenidad, con una calma reposada, que se abriese el interrogatorio, como si contara ya de antemano con una absolución segura.
Nadie que desconociera a fondo aquel hábil cómico atreviérase a calificarle de lo que realmente en sí era, un viejo astuto y reservado; pero hombre de mundo al propio tiempo, de continente elástico, digámoslo así, que se acomodara fácilmente a todo género de apariencias, y retrataba todas las pasiones del corazón humano con admirable maestría y disimulo.
-Antes de dar principio al interrogatorio, dijo el monarca refiriéndose al anciano, os conjuro en nombre de Dios Todopoderoso, para que me respondáis con verdad a todo cuanto se os pregunte. ¿Lo haréis así?
-Sí, lo haré, repuso el anciano, colocando sobre el pecho su temblorosa diestra con cierta solemnidad imponente, e inclinándose de nuevo con una profunda reverencia.
-¿Juráis, pues, y ofrecéis esa verdad por el eterno Dios omnipotente, creador de todo lo visible e invisible, que sacó al pueblo de Israel de la esclavitud de Egipto, y por la ley de Moisés, según el texto y el espíritu del Antiguo Testamento que observáis todos los judíos, si es que lo sois?
Por las facciones de Omar pasó rápida, sutil e imperceptible una sonrisa cáustica, fugaz como un relámpago, y de la cual apenas pudo el rey apercibirse.
-Sí juro, respondió con una expresión tan vehemente, tan profunda, que justificó ante todos los oyentes la sinceridad verdadera o fingida de aquel singular personaje.
-Así sea, y Dios Todopoderoso os premie o demande, tomando en cuenta vuestra intención. Decidme ante todo cómo os llamáis.
-Ante quien me conoce de pocos años ha, me llamo Omar-Jacub.
-No se os preguntan nombres supuestos, sino el verdadero que se os impuso en la circuncisión, a menos que hayáis abjurado luego vuestras primitivas creencias.
-Me precio mucho, señor, de consecuente, mucho más en asuntos de conciencia, y tengo bien arraigados por cierto mis principios religiosos. Y puesto que esa misma fe de que blasono me dicta la verdad en este caso, ligando los escrúpulos de mi conciencia con un vínculo improfanable y santo, os confesaré sin rodeos que me llamo Eleazar, de la tribu de Leví, e hijo de Isaac y Ester, comerciantes establecidos en Toledo, calle de la Redención, en el barrio de la Judería.
-¿Cómo cambiasteis de nombre?
-Porque así convenía a mis designios.
-¿No podéis explicar esa circunstancia?
-Solo espero que V. A. se digne preguntarme desde la época a que pretende circunscribir y remontar el examen, a cuyo efecto estoy a sus órdenes.
-Muy franco os mostráis.
-No otra cosa me impone el juramento, señor, con lo cual me propongo desvanecer al propio tiempo ante V. A. la equivocada idea que pueda tener de los hijos de Israel, esa pobre raza miserable, tan injustamente calumniada.
-Puesto que tan espontáneamente blasonáis de sincero, explicadnos ahora el secreto de ese doble cambio de nombre y domicilio, ese misterio que os hizo renunciar a vuestra posición social y a vuestra libertad misma, para encerraros en una gruta de maravillas y encantamientos.
-¡Ah, señor! recurrí a ello en un momento desesperado, del cual he tenido, sin embargo, ocasión de arrepentirme muchas veces. Ya debéis saber la empresa fracasada de la proyectada conquista de Toledo, imaginada por vuestra belicosa madre doña Sancha, y acometida con denodado empeño por el noble Veremundo, conde de Altamira; sabréis también el desenlace, que tuvo tan desgraciado suceso, efecto de la delación de una mujer inicua, alucinada por, un fanatismo imprudente y ciego...
Un rayo de súbita inspiración pareció surgir, al eco de estas palabras, del corazón del monarca, el cual, obedeciendo a un previsor impulso, preguntó al hebreo con marcada precipitación:
-¿Quién era esa mujer?
-¿Qué mujer, señor? objetó trémulo y conturbado el judío.
-La que delató el plan de Veremundo. Señor...
-Basta, responded con arreglo a vuestro juramento prestado.
-Esa mujer, señor..., repuso pesaroso y contraído Eleazar.
-Acabad de una vez, ¿quién era?
-Era... mi hermana.
-¡Vuestra hermana decís!
-Sí, desventurada mujer, cuyo menguado destino se halla hoy a merced de vuestra inexorable justicia, a cuya acción temo no pueda alcanzar a sustraerse.
-Comprendo ahora vuestra repugnancia, justificada por ese poderoso estímulo de la voz de la sangre, del cual ha podido triunfar, al fin, un arranque de conciencia.
Eleazar, como empezaremos a llamarle, se inclinó ligeramente, como cediendo a las palabras del monarca, que continuó preguntando:
-Puesto que vamos despejando incógnitas, decidme ahora el nombre propio de vuestra hermana, porque voy creyendo que ese juego variado de supuestos nombres a que apela con frecuencia, debe encerrar algún misterio.
-En efecto, contestó el interrogado, adhiriéndose a la idea del rey; ha dado en llamarse Beatriz de Quiñones, Palomina, y otras mil cosas más; pero su verdadero nombre es el de Betsabé.
El peso de la indignación pareció comprimir el corazón del monarca, cuyo semblante anubló un rasgo colérico, aunque en cierto modo disimulado bajo su habitual severidad.
-Pero ¿qué objeto, dijo, pudo mover a esa mujer a conspirar contra vos mismo? Porque erais la persona que tenía a su cargo la organización del golpe revolucionario, y por consiguiente la más comprometida de todas cuantas han figurado en este golpe de mano, tan mal sentado por desgracia.
-¡Ah, señor! Esa resolución, en tan mal hora concebida acaso, y que tantas víctimas costó a mi raza y a la vuestra, envolvía una idea sórdida y siniestra: la de utilizar los primeros momentos de confusión que necesariamente debiera producir el lance, con el fin de poder aprovecharse del tesoro de que era portador y depositario Veremundo.
-¿Y lo consiguió, eh?
-Sin duda alguna: el éxito correspondió a su propósito, porque a esa mujer parece asistirle un genio sobrenatural y maldito. Nodriza del gobernador de Toledo, y admitida con este motivo al más alto favor del mismo, hallábase en disposición de poder penetrar las más reservadas confidencias de palacio y sus más íntimos arcanos: sabía que existía en el harem del joven Solimán una hermosísima esclava cristiana, por cuyo amor el generoso señor acababa de suicidarse estrangulado, mientras ella lograba emprender la fuga, en compañía de Veremundo. Desde entonces empezó a dirigir los tiros de su odio contra ambos amantes, que huían hacia Granada, donde parece que se desposaron y tuvieron un hijo, fruto de su unión, al cual impusieron el nombre de Gonzalo Rodrigo. Pero el odio de Betsabé reclamaba sin cesar a sus víctimas, a quienes hacia responsables de la muerte de Solimán, su hijo, como solía llamarle; de modo que al fin por industria suya fueron todos presos y vendidos en el bazar de esclavos.
-¡Vendidos! interrumpió el rey, simulando admiración e ignorancia.
-Vendidos, sí, vendidos como bestias.
-¿A quién?
-Al conde Payo Ataulfo de Altamira y Moscoso.
Alfonso fijó una mirada escrutadora y tenaz en el rostro del hebreo, cuya sutileza pudo adivinar el objeto que la produjera y que en vano tratara de ocultar ya al príncipe.
Bajó instintivamente la vista, deslumbrada ante aquel relámpago y con un movimiento de verdadero pesar, en el cual su dignidad de hombre manteníase a toda su altura posible, inclinóse diciendo:
-Yo fuí, señor, el mercader que realizó esas ventas, si por ello merezco un castigo, aquí tenéis mi propia confesión que delata mi falta, la cual puedo juraros con la propia ingenuidad, que lleva en sí un sello meritorio que la atenúa, atendidas las particularidades que la acompañaron.
-¡Vos... su vendedor! articuló el rey, simulando todavía más su extrañeza.
-Señor... tenía a mi cargo un bazar de esclavos de ambos sexos, clasificados en regia y en dos pabellones distintos: fue una exigencia a que no creí deber negarme, y de la cual tampoco me arrepiento, apoyado en la fe de mi conciencia que descansa en ello.
E irguiéndose de nuevo, paseó su mirada tranquila y grave por todo aquel solemne recinto, en el cual preciso es confesar que empezaba a despertar simpatías aquel personaje importante.
No había arrogancia, ni insulto, ni insolencia en aquella mirada tranquila, sin afectación apenas, y que, lejos de encerrar un principio de provocación, parecía revelar un fondo de probidad que hasta al mismo rey impuso.
-¿Y después? volvió a preguntar éste.
-Después... ¡Oh! relevadme, señor, del compromiso, y absolvedme del juramento que en un momento de entusiasmo me arrancasteis, porque lo que me resta por decir me estremece y repugna.
-No haré tal; y toda vez que Dios en sus inescrutables designios ha puesto en mi mano un instrumento como vos, quiero y debo utilizar sus revelaciones. Nada temáis, y tened entendido que solo a este precio podéis recabar del rey el partido de vuestra vida, que pertenece a la ley, y a su primer magistrado, cuyo sacerdocio ejerzo.
-Pues bien: obligado por vuestra autoridad, continúo. Según el plan de Ataulfo, debiera convenir a sus intereses la desmembración, o mejor dicho, la dispersión de esa pobre familia proscripta, aplazando su exterminio, mientras haciendo cundir la especie de la muerte de Veremundo, jefe de ella, apoderaríase sin disputa del condado de Altamira, como inmediato sucesor en los derechos del mismo. No tuvo corazón para asesinarles, y en verdad que hubieran ellos ganado mucho con este rasgo supremo de crueldad: sí, porque el medio que se prefirió para borrar la huella de su existencia ante el público, era mucho más cruel todavía...
-¿Sí, eh? interrumpió el rey, cuyo semblante contraíase cada vez más.
-¡Ah, señor! Es repugnante recordar y reproducir todo eso.
-Continuad, continuad, y no omitáis pormenor alguno, porque en ello está interesada la vindicta pública, y aun también vuestra suerte misma, si es que la estimáis en algo. Decid, ¿qué hizo Ataulfo del niño Gonzalo Rodrigo?
-Lo entregó a su cómplice para que le vendiese a unos piratas, utilizando ambos el precio de esta venta.
-¿Y lo hizo así?
-Creo que no, porque creyó ella que ese niño pudiera servirla después para realizar sus sueños de venganza.
-¿Ella decís?
-Ella, sí, la cómplice de Ataulfo, Betsabé la hebrea.
-Pero ¿qué hizo esa mujer del niño?
-Por de pronto lo dio a criar a una pobre villana de las montañas cantábricas, y en cuyo poder permaneció hasta la edad de cuatro años, poco más o menos. Luego volvió a su poder de nuevo para educarle a su modo, y tuvo lugar y ocasión de inocularle un odio mortal hacia vos y hacia el supuesto conde su tío, Ataulfo, aunque sin revelarle jamás las relaciones de parentesco que lo ligaran al mismo, y ni un solo pormenor de su verdadera historia. Luego y a crecido, le emancipó en cierto modo, dejándole errante y aventurero a merced de la licencia y del vicio, de todo lo cual su instinto, su noble inclinación, le apartaran, y siguiéndole de lejos con su odio y sus maquinaciones. Mientras tanto entraba ella con estudiado intento en calidad de dueña mentora de la castellanita Constanza de Monforte, cuya casa había frecuentado muy a menudo, y para lo cual fingió que era una buena cristiana vieja.
-¿Sí, eh? ¿Ese ardid también?
-Qué queréis, es artículo de moda en todos los tiempos, como que suele apelarse a él como el talismán supremo que todo lo vence.
-¡Hipócrita!
-Todo eso está aun hoy mismo a la orden del día, en que desgraciadamente apenas hay un rostro que se presente en la sociedad desenmascarado.
-Pero esa mujer...
-Tengo para mí que renegó de la ley de Moisés, no por otro motivo que por una especulación indigna: desliz que en su hipótesis no le he perdonado ni le perdonaré jamás.
-¿Con que es renegada, eh?
-Sí, no tengo duda; renegada bajo el supuesto nombre de Beatriz de Quiñones, ¡Maldición sobre su memoria! Esa mujer atea ha hecho un asunto mercantil de la conciencia, que explota a su modo; no tiene creencias propias, y la aborrezco a muerte.
En la fisonomía de Eleazar, ordinariamente reposada tranquila, brilló un rayo de exaltación fiera y salvaje: hállabase completamente trasfigurado.
Alfonso, hábil fisonomista, conoció la ventaja que pudiera sacar si utilizaba aquellos momentos de excitación, y se apresuró a continuar el interrogatorio, diciendo:
-¿Y vos?
-Yo no tuve participación alguna en todo ello, porque Betsabé, cuya infernal astucia tenía algo de diabólico, no fiaba en mí y permanecía, alejada en una montaña todo el tiempo que tardó a despedir a Gonzalo, desde que tuvo uso de razón; así que, dudo, que me conociera ya él si llegase a verme. Pero dispensadme, señor, que omita todo cuanto tiene relación conmigo, porque sería inoportuno, creedlo así; ya me llegará el turno.
-Basta, sí, dijo el rey; limitaos a contestar las preguntas que voy a dirigiros, porque tampoco me es desconocida en sus mayores detalles la historia de ese joven desde su adolescencia. Decid ahora: ¿qué objeto debió proponerse esa mujer inicua con su implacable odio a esa desventurada familia?
-Su, exterminio, y aun tal vez mucho más todavía.
-¿Y Veremundo, y Hormesinda?
-Payo Ataulfo tenía un marcado interés, según ya dije, en que desaparecieran para siempre, en lo cual obraba de concierto común con su cómplice; pero no tuvo valor para deshacerse de ellos a mano airada: túvolo, sí, para asesinarles lenta y cobardemente en una hedionda prisión del castillo de Altamira.
-¿Y existen todavía? preguntó con marcada ansiedad el rey.
-Todavía existen, según creo, sin temor de equivocarme,
-¿Y sabéis dónde?
-En Altamira señor, existe Veremundo; en cuanto a su esposa, hoy lo ignoro, porque hace poco tiempo que perdí la huella de su existencia.
Alfonso pareció respirar, aliviado de un gran peso, y en su rostro brilló cierta expresión satisfactoria de triunfo, ni más ni menos que un juez que logra el fruto de sus investigaciones. Los jurados, y sobre todo, el joven Gonzalo, cuyo corazón no cabía en el pecho de puro entusiasmo, experimentaron visiblemente un gozo inefable, interesados como se hallaban todos en la suerte de la justicia de aquellas víctimas de la iniquidad y de la ambición.