La corona de fuego: 31
Capítulo XIV - El monje de Sahagún
editar- Fantástico avanzaba,
- Cual fatídica sombra aparecida;
- Su porte fascinaba
- Y su acento tronaba,
- Cuando en jerga fingida,
- Mensajero de un santo se llamaba.
La misma noche y a la misma hora en que tuvo lugar el cuadro de familia que dejamos delineado en el antecedente capítulo, y como una coincidencia singular e inexplicable, el rey D. Alfonso de León, hallábase en la ciudad de este nombre, retirado en la cámara regia de su alcázar desde bien temprano; circunstancia extraña en un joven bullicioso y cuyo carácter caballeresco han poetizado las crónicas con las más románticas aventuras amorosas, definido además como el más apuesto galán de su época.
S. A. sufría un ataque de migraña, ese accidente en él tan frecuente, que le exponía a violentos vómitos y a otras consecuencias desagradables.
Por esta causa habíase visto obligado aquella noche a meterse en cama temprano, sin que por ello omitiera el rezo de sus devociones, ni el despacho ordinario de los negocios de Estado, con la anticipación conveniente.
En la antecámara velaba la servidumbre íntima, a cuyo frente figuraba el noble conde Peranzules, ese magnate justamente favorecido por la privanza del príncipe, debida a su constante fidelidad, aun en los días de su mayor desgracia.
Alfonso, después de algunas horas de insomnio, empezaba ya a conciliar el sueño, cuando un golpe dado en el biombo de pieles del atrio, seguido de algunas pisadas fuertes que retumbaron en la bóveda, le despertaron, sobresaltado el ánimo y receloso. Temía, en verdad, con harto fundamento, que pudiera ser víctima de cualquier asechanza por parte de aquellos bandos calumniadores que se permitieran inculparle la complicidad, cuando menos, en el asesinato de su hermano D. Sancho de Castilla[1].
Al propio tiempo un bulto indefinible avanzaba con solemne gravedad por la gran pieza, aun a despecho de la oposición tenaz de los camareros.
-¡En nombre de Dios! exclamaba el desconocido con una calma solemne que tenía algo de sobrenatural e imponente, y cuyo eco parecía vibrar largo tiempo en las altas crujías del salón, como el estampido de un trueno.
Y ante aquella grave invocación tan enérgica, los camareros, reunidos a su pesar e impresionados, no se atrevían a poner las manos en aquel ser incomprensible que se escudaba con el nombre de Dios, a quien creyeran ellos ofender si le tocaban, ni más ni menos que si se tratara de una profanación, cuya responsabilidad rehusaban atraerse, aun a riesgo de quebrantar la disciplina palaciega, y de incurrir en el desagrado del rey.
-Os digo que en nombre de Dios necesito entrar, repetía el desconocido, con su grave entonación, avanzando, y entraré, mal que os pese, aunque fuera necesario romper por un muro: la divina gracia y la fe allanan los montes.
Los palaciegos volvían a aterrarse, inspirados por aquellas palabras que parecían un talismán supremo y prodigioso, y no atreviéndose a detener aquella sombra sagrada, limitábanse a espiar sus pasos con cierto respeto mezclado de asombro, repitiendo sus protestas negativas, que desoía impertérrito el incógnito.
D. Alfonso despertó, como hemos dicho, ante aquel altercado tan alarmante y tan intempestivo; su vista azorada erraba por todo el vasto ámbito de la pieza iluminada apenas por una luz tenue y confusa.
A este tiempo la guardia de honor, avisada oportunamente de la novedad, acudía en tropel y cortaba el paso al desconocido, que instaba por pasar adelante apelando a su intimación favorita.
-¡En el nombre de Dios!
-¡Ah de mi guardia! gritó a su vez el rey incorporándose, a tiempo que el conde de Peranzules penetraba en la alcoba, solo y dejando atrás a los monteros, que se colocaban en fila a su vista, y cerrando el paso al incógnito, al cual, sin embargo, no se atrevían a prender.
-Pero ¿qué significa esto, conde? preguntó Alfonso al de Peranzules.
-Señor, repuso este, descuidad, es un santo religioso o un loco que pide con tal insistencia hablaros, que no nos es fácil contenerle, sin emplear la violencia, que es siempre inconveniente cuando se trata de ambas cosas.
-Que entre, pues, sea quien quiera, y... despejad.
-Señor, V. A. olvida en este instante que se entrega tal vez a una inconsiderada imprudencia...
-Basta.
-Mi deber, el celo por serviros, el interés...
-Basta he dicho, salid, y que entre ese hombre, si lo es, y es Dios quien lo envía, como dice.
Retiróse el privado con la guardia, que quedó apostada en el atrio preventivamente, mientras que el desconocido, con su mesurado paso, llegaba hasta el lecho del rey, a cuya cabecera tomó asiento sin ceremonia alguna.
Vestía un saco religioso de lana burda de un color oscuro que estaba salpicado de nieve, con la capilla echada al rostro, del cual desprendíase una luenga barba blanca y prolongada.
Venía chorreando agua, tiritando de frío y en un estado poco favorable; pero en su fisonomía venerable resplandecía una serenidad verdaderamente majestuosa.
Traía una linterna en una mano y apoyábase con la otra en un grueso cayado.
Su alta estatura, su airoso porte, todo el grave conjunto de aquella imponente figura, le daban cierto aspecto fantástico, rodeándole de un profundo misterio en aquel sitio, y sobre todo en aquella hora.
-¡Dios sea loado, señor! exclamó al sentarse y dirigiéndose al rey, el cual, en el colmo de su asombro, concluyó de incorporarse en el lecho y fijó en aquella figura sombría una anhelante mirada.
-¡Buenas noches, padre! contestó, mal disimulando su sorpresa; ¿podré merecer el honor de saber el objeto de vuestra visita a estas horas?
-Ciertamente, pues de otro modo no se comprendería el propósito de hacérosla y en una noche tan cruda como ésta.
-Es verdad que venís estupendamente mojado y cubierto de nieve, lo cual viene a probarme la alta importancia que debe encerrar vuestra misión, y en verdad, que esto mismo envuelve una causa más que justifique la viva curiosidad que experimento en este instante por conocer su objeto. Pero ahora recuerdo que esta noche no ha llovido; ¿cómo, pues, habéis podido mojaros tanto?
-Un mal paso de mi cabalgadura me ha arrojado al Astura[2], en las inmediaciones de Mansilla; venia el río bastante alto de madre, lo cual me ha puesto a riesgo de ser arrebatado por la corriente, demasiado impetuosa por las avenidas de las vertientes, acrecidas por las grandes lluvias.
-Es preciso que os enjuguéis y os calentéis al fuego: avisaré, y os le encenderán.
Nada de eso, señor, no es necesario. ¡Pero si estáis yerto, padre!
-No importa, los hombres de mi ministerio lo arrostran todo cuando se trata de un acto propio del mismo: la fe, la rectitud de intención y el deber suplen lo demás, cuando tienen por auxiliar la gracia. Además, no me pertenece el tiempo, puesto que, aun contando con la velocidad de mi mula, me veré algo apurado para poder regresar antes del amanecer al monasterio.
-¿De qué monasterio habláis?
-Del de Sahagún.
-Con que sois...
-Un pobre sacerdote peregrino, monje profeso de Cluni, agregado a las misiones redentoras de cautivos cristianos en España. Vengo de San Millán de la Cogulla y San Pedro de Cardeña, a donde fui con objeto de cumplir ciertos cargos de penitencia, y desde aquí, es decir, desde Sahagún, a donde he venido con el propio objeto, debo marchar sin detención a Santo Domingo de Silos, que está, como sabéis, en el valle de Tablatello, a diez leguas de Burgos hacia Santisteban de Gormaz, donde debo predicar el sermón de la Epifanía, y luego la cuaresma, para regresar después a Sahagún. Estamos ya a 20 de diciembre, y aunque la distancia no es larga, hay que tomar en cuenta los inconvenientes del camino.
-Ea, pues, abreviad si os place, puesto que tanto os urge la marcha, ca en negocios de tal monta, ocioso fuera entraros en detenimiento, y penoso por demás faceros andar desasosegado e mustio, e por ende asaz desabrido como un cuitado o como un malandrín de cierto jaez[3].
-Sí, tenéis razón, abreviemos, repuso el monje, el cual acercó todavía más el sillón a la cabecera del rey, que le escuchaba con marcado asombro, medio incorporado sobre la almohada.
Entonces el religioso, después de haber girado en torno una inquisidora mirada, habló en estos términos:
-Se trata de la revelación de un alto crimen de Estado que vos, príncipe justiciero y magnánimo, no podéis dejar de perseguir, aplicándole en su día el condigno castigo que desagravie a la sociedad e imponga un correctivo a abusos de esta índole, por desgracia harto frecuentes en estos reinos, con notorio escándalo de las leyes, que claman a su vez por un acto de reparación que satisfaga cumplidamente a la humanidad y la justicia. Dios, al predestinaros en la tierra para representar el derecho, al colocar en vuestra mano un cetro para regir los pueblos desde la altura del solio, os dio también una espada que comparta vuestras atribuciones, convirtiéndoos en su delegado, mero ejecutor de esa justicia distributiva, reguladora de las acciones humanas. En tal sentido, yo, sacerdote de ese mismo Dios, y su ministro espiritual, aunque indigno, en la tierra, en nombre del carácter que represento, os conjuro, amonesto y requiero, para que persigáis el crimen que voy a revelaros y deis la reparación conveniente a sus víctimas: de lo contrario os prevengo que haré pesar sobre vuestra responsabilidad las consecuencias, y se os tomará en cuenta luego esa tibieza culpable a los ojos de la sana moral, de la religión y dey la justicia.
-No puedo sustraerme a la tremenda influencia de vuestro discurso, padre, y os confieso que no sé que cosa me aterra más, vuestras amenazas, probables en cierto modo, o la duda que parece envuelven hacia mi conducta, cuya justificación creo se halla acreditada con hechos. Así, pues, yo, príncipe justiciero, según me aclaman todos mis súbditos, sin excepción acaso, voy siempre a caza de aventuras como que las busco con harta frecuencia, solo con el plausible fin de buscar en ellas la parte sustancial más dramática que suelen encerrar, por si me dan un viso cualquiera de criminalidad, un punto vulnerable accesible a mi justicia, donde pueda yo emplear con buen éxito toda su acción benéfica y terrible a la vez, en desagravio de la inocencia, que no en vano me invoca, y que se cobija bajo la regia púrpura de mi manto. Hablad, pues, yo seguiré dando a vuestras revelaciones, si ellas me indican la existencia y aun la posibilidad de un delito cualquiera, cuya persecución me competa, ese cumplimiento exacto y tradicional en mi nombre, sin que pueda escapar el culpable a mis rigores, ni su castigo ejemplar a la acción rápida y certera de mi justicia. Solo espero que os expliquéis acerca de ese crimen: lo demás queda de mi cuenta.
-No otra cosa pude prometerme de vos, y en esta convicción misma he venido. Mensajero de un santo moribundo que previó vuestras excelentes disposiciones, no he podido diferir el alto cumplimiento de mi cargo, desde el punto en que su elevado inspiración me designó como mandatario responsable de ella. Escuchad, pues:
Seis días atrás hallábame de enfermero o asistente del reverendo padre Fr. Domingo de Silos, cuya fama de santidad conoceréis, como que algún día será venerado en los altares.
Rodeaban su lecho los monjes a porfía, porque la comunidad entera, al disputarse los menores servicios del enfermo, anhelaba presenciar aquella muerte ejemplar tan dichosa, que debiera coronar una vida de penitencias y méritos, y que se acercaba lentamente con todos sus síntomas.
Yo no abandonaba mi puesto, como que había jurado acompañarle hasta el borde del sepulcro mismo.
Todo esto era bien natural en mí, su compañero de niñez y de los juegos de infancia, ese incidente generalmente inapreciable en el hombre, en cuyo corazón suele imprimir un sello indeleble.
El santo abad, consecuente siempre conmigo, jamás me había retirado su amistad y su benevolencia, y débole más de un recuerdo grato, que constituye mi mayor satisfacción y mi más lisonjero orgullo.
En la tarde de ese mismo día, que era viernes veinte del mes actual, previendo el agonizante que su fin estaba bien próximo, tendió su tenebrosa mano, que yo estreché convulsivamente entre las mías.
-«Adiós, me dijo con acento extenuado y débil, la voluntad suprema me llama a sus juicios, y es fuerza separarnos aquí en la tierra, donde vos quedáis mientras yo vuelo al cielo: allí seguiré protegiéndoos siempre con mi influjo.»
Lloré como un niño al oír estas consoladoras frases del varón apostólico, mientras que él sonreía, indiferente al mundo que dejara, y mecido en sus sueños de gloria, de esa gloria que debiera entrever tan cercana.
Luego, cuando me vio más tranquilo, mandó que se retirasen los monjes, menos yo que permanecí en mi sitio junto a la cabecera, a instancia suya.
-«Oye, me dijo cuando quedamos solos; concluidas mis exequias, puesto que no quiero contrariar tu asistencia a ellas, debes partir en busca de D. Alfonso de León, y decirle en mi nombre: Rey, en tus Estados se ha cometido una iniquidad, el condado de Altamira es presa de un bastardo que le ha usurpado a su legítimo dueño, sacrificándole a su crueldad, mientras que el hijo y sucesor del mismo, víctima de horribles manejos, ignora su nombre y su origen, viéndose obligado a poner su espada a sueldo para vivir, a título de capitán de aventureros. En Altamira se oculta la trama, de la cual es también sabedora y cómplice una vieja hebrea llamada Betsabé, por nombre propio. Corre, vuela en auxilio de la inocencia, y corta los progresos de la iniquidad, que se disfraza bajo mentidas formas: y cuando respondiendo a esta exigencia providencial tan justa, hayas dado reparación cumplida a la humanidad y a sus víctimas, la bendición del cielo te atraerá felicidades sin número, que en caso contrario deben cambiarse en anatemas.»
Le ofrecí cumplir su encargo, y el santo fundador pudo fiar en mi palabra, que me apresuro a realizar conjurándoos de nuevo en su nombre, en el de la humanidad y en el de Dios, para que no rehuséis prestaros a esta insinuación que os reitero por mi parte, en mi doble carácter de hombre civilizado y de ministro del Altísimo.
El rey, visiblemente inmutado, pareció dudar todavía de la exactitud de aquellas revelaciones, que sin embargo concluyó por creer, siquiera por respeto al carácter de la persona de quien procedieran. La suplantación del conde de Altamira, esa gravísima usurpación del derecho civil, le parecía un crimen abominable, merecedor en su hipótesis de un ejemplar castigo, que por otra parte empezaba ya a lisonjear su amor propio, puesto que ponía de su parte otro pretexto legal, para abatir la contumacia, de aquel magnate rebelde.
-¿Con que es cierto todo eso, eh? preguntó sin salir de, su aturdimiento.
El monje colocó la mano sobre el pecho y repuso:
-Si no basta para creerlo la autoridad de un santo, aquí está la mía que no vale tanto, ni con mucho, pero que habiendo adquirido pormenores, puede garantizarlo todo con pruebas irrefutables en un caso extremo.
-¡Ataulfo bastardo!
-Sí, no lo dudéis; Ataulfo retiene unos Estados usurpados traidoramente y por medio del engaño.
-¿Y el heredero legítimo desconoce toda esa trama infernal, y se halla con vertido en un vagabundo, en un capitán de ladrones?
-No, sino en un jefe de aventureros como él, si bien reglamentados en buen orden y disciplina, pero a sueldo y servicio del obispo de Santiago.
-¡Él! decidme...
-Nada debo deciros ya, sino que en Altamira se ha pretendido por el tirano sofocar esa voz, que clama justicia a Dios y a los hombres mucho tiempo ha; que dentro de sus muros, en sus lóbregos subterráneos, duermen tenebrosos misterios, y que una mujer perversa, admitida a la íntima complicidad del pretendido conde, es la única que posee la clave de todo ese artificio diabólico que aterra la conciencia y la conturba. Esa mujer es la que sirve en clase de dueña en el castillo.
-Esa mujer está en mi poder.
-Tanto mejor para obligarla a confesar la trama a cualquier costa: un deber de conciencia exige que sepáis utilizar las ventajas que puede prometeros esa circunstancia providencial, que tenéis a mano en beneficio de vuestros semejantes. ¿Qué os detiene, pues?
Alfonso puso la mano sobre su corazón palpitante de terror, e inflamado por un vehemente impulso de indignación, provocada por las revelaciones del religioso.
-Juro, exclamó, tomar a mi cargo esa justicia y vengar la inocencia. El nombre de Altamira irá unido a una de esas estrepitosas catástrofes cuyo recuerdo no pueden extirpar los siglos.
Un instante después el monje salía del alcázar, cabalgó en su mula y picó espuelas hacia Sahagún, a donde llegó al rayar el nuevo día.
Esta aventura que han registrado escrupulosamente en sus fastos las crónicas y que reconoce un fondo verídico, tuvo lugar el 26 de diciembre del año 1075, primero de la restauración del rey D. Alfonso VI, apellidado el Bravo por sus proezas.
Notas:
- ↑ D. Fernando el de Castilla, en su testamento, dividió sus Estados en esta forma entre sus tres hijos: a D. Sancho el Mayor señaló el reino de Castilla, con otras provincias anejas; a D. Alonso o Alfonso, de quien vamos hablando en esta obra, el reino de León, con gran extensión de territorio; y a D. García, Galicia y Portugal en parte; habiendo legado además a título de infantado, a sus hijas doña Elvira, la ciudad de Toro, y a doña Urraca la de Zamora, para su manutención y alimentos; funesto reparto que ocasionó guerras y disgustos sin número. D. Sancho quiso desposeer a ésta última, y puso sitio a Zamora, pero fue alevosamente asesinado por un ciudadano de la misma, llamado Vellido Dolfos, a pretexto de enseñarle la parte débil del muro, por donde pudiera verificar el asalto. No faltó quien pretendiera hacer luego recaer la sospecha de este crimen en D. Alfonso, a quien los próceres hicieron jurar en manos del Cid, el único que se atrevió a ello, que no había tenido participación en la muerte de su hermano; desaire que no perdonó jamás el de León al Cid, por más que le disimuló al pronto.
- ↑ Esla, Ezla, antes Astura; río que nace en las montañas de León.
- ↑ Textual e histórico, según la crónica inserta en un códice coetáneo. (Anales de Galicia y fastos de Compostela; en el archivo de Simancás).