La corona de fuego: 53


Capítulo VIII - La madre y el hijo

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Blanca cual azucena,
Vedla, allí está, ¡qué hermosa!
En ardiente plegaria fervorosa
Alterada la faz por honda pena,
Fundida en su dolor, triste y llorosa.
¡Seductora visión de magia llena!
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
La escena tierna fue. ¿Quién se atreviera
A interpretar tan hondas sensaciones
En ambos corazones?
Fuera intentarlo, en fin, una quimera.


Era la media noche: hora que, según las prescripciones reglamentarias de aquella santa casa, prescribía el retiro y el silencio a los moradores del sombrío monasterio de Santa Susana.

Con todo, el torno del locutorio permanecía todavía abierto e iluminado su interior por una luz invisible a través de la gran verja velada por cortinajes negros que formara el frontal de dicha pieza: circunstancia verdaderamente extraña en aquella hora. Bien es verdad que todo llevaba el sello de la novedad y de lo incomprensible en aquella noche, extraña también y portentosa.

En una de aquellas celdas, pobre y miserable asilo de la penitencia, oraba de rodillas la desgraciada Hormesinda, afligida y contristada el alma por la pena que la devoraba.

Era una blanquísima estatua suplicante, envuelta en su holgada túnica y en los profusos pliegues de su flotante manto, prosternada en la tarima de su reclinatorio ante un Crucifijo groseramente pintado en un lienzo con marco apolillado rasgado en jirones, y en torno del cual, sobre un trozo de tapicería, ardían dos cirios amarillos.

El aspecto de aquella celda era triste y melancólico: su mueblaje reducíase a dos sitiales rotos y desvencijados, un lecho nada suntuoso por cierto, un búcaro con flores, y un jarro con agua.

Sobre los hombros de aquella mujer, todavía hermosísima, flotaba su profusa cabellera destrenzada, y sus ojos suplicantes, enrojecidos por el llanto, posábanse en el Crucifijo con una indefinible expresión de dulzura.

-¡Dios mío, Dios mío! exclamaba a media voz, fundida en llanto y retorciéndose los brazos con cierta desesperación angustiosa: ¿por qué me inspirasteis esa pasión frenética que ataraza mi espíritu, empujándome hacia el abismo de la culpa? ¿Por qué no desviasteis de mí esa tentación, eterna pesadilla del alma, vivo cáncer del remordimiento que corroe mis huesos o inflama mi sangre?...

¡Amar a mi propio hijo!... ¡Oh! Amor criminal e incestuoso, rapto hediondo de la debilidad humana, flaqueza culpable, de que jamás me arrepentiré bastante, y cuyo recuerdo será siempre un tormento eterno y perdurable que matará mi vida sin remedio, después de hacer vacilar la antorcha de la fe, esa guía providencial tan combatida, de la predestinación y de la gracia.

Pero aun en medio de ese borrascoso vértigo que sofoca mi conciencia, ahogando en cruda alternativa el poderoso instinto del alma, desciende siempre el rayo de la esperanza en la misericordia de un Dios, que sabe como yo misma la parte de culpabilidad que pudiera caberme en cierto modo... Porque en verdad yo no obraba con discernimiento de la falta que cometiera... estaba inocente de esa intriga de que éramos víctimas, y obedecía únicamente a los impulsos del corazón, que por cierto dábame en ello una prueba de su infidelidad y miseria... ¡Oh! ¡Fragilidades humanas a que arrojan siempre a la faz de la criatura una prueba evidente de su flaqueza!

¡Ay de mí, si cediendo al incentivo amoroso que ardía aquí dentro, en mi pecho, con una intensidad voraz... si dejándome alucinar por la mágica seducción de esa voz de las pasiones, tan estimulante y seductora que sorprende el ánimo más denodado y fuerte, deslumbrando el entendimiento y envolviéndole en peligrosas redes... si alucinada por esa voz potente, mágica revulsión de la naturaleza, que pone en combustión sus recursos vitales, sometiéndolos a la acción corrosiva de un con flagrante incendio... si entonces, en esos momentos peligrosos de conturbación moral, víctima de mi propio rapto, hubiera sido débil, cediendo a las exigencias de la pasión frenética que nos devoraba cada vez que nos aproximábamos el uno al otro!... ¡Horror! ¡Oh!, ¡Maldición! Añadiría hoy a mi afán un nuevo tormento, eterno, cruel, que me aniquilaría sin recurso y condenaría mi pobre, alma, presa de la desesperación y del remordimiento.

Dios no lo ha querido así. ¡Oh, gracias, Señor! Me habéis dispensado en ello una prueba de vuestra misericordia, haciéndome ver con ello que una Providencia sabia, eterna, preside los actos de la criatura, velando siempre sobre sus destinos, y sosteniéndole, alentándole, contra los embates de la tentación con que prueba los quilates de su virtud y de su fe.

Y sin embargo, conturbada el alma en medio de un piélago de vacilaciones, pugno en vano por alejar esa turba importuna de fantasmas que me persigue, y necesito invocar el auxilio de la gracia para recobrar la paz del espíritu y el candor de mi primitiva inocencia... pero ensordece el cielo a mis plegarias, y entra en mí el desaliento más amargo.

No, yo insistiré por conseguirlo, aun a costa de cualquier sacrificio expiatorio, por enorme que sea, aunque necesite renunciar definitivamente al mundo... ¿Y cómo no recurrir a él? Abdicaré mi libertad y mi albedrío, y me encerraré en este mismo claustro, que ensordece al ruido de las pasiones y da paz al alma en la soledad de sus penas.

¡Ay! Acoged, Señor, mis preces; inspiradme una perseverancia resignada y heroica; alentad mi fe, que vacila al soplo de la tentación que la combate, y en cambio, recibid el voto de un corazón contrito, dispuesto, a trueque de ello, a renunciar al mundo y sus falaces goces, para consagrarse eternamente a vuestro servicio.

Y sublimada por su propio entusiasmo, encendido el rostro de fervor, y animadas aquellas facciones, poco antes pálidas, por el fuego de una inspiración vehemente, Hormesinda extendió los brazos, los elevó sobre su hermosa cabeza, y cruzó luego las blancas manos sobre su pecho, palpitante y trémulo por la emoción misma que acaba de exaltar más todavía su precedente monólogo.

Murmuró una oración secreta, e inspirada de un santo entusiasmo, levantóse radiante de majestad y belleza. En su rostro, completamente trasfigurado, lució un destello de triunfante dicha, de una plenitud satisfactoria que rebosara toda aquella humanidad, exaltada por esa victoria obtenida por la heroína en aquella lucha sobre su misma virtud tan combatida.

-Las sombras de la noche extendiéronse de repente en aquel silencioso retrete, porque las luces del Crucifijo apagáronse súbitamente, como por un soplo mágico a impulso de una ráfaga de viento que se introdujo por un tragaluz del muro.

Hormesinda, nerviosa por temperamento, y cuya conciencia alterada la constituía en un estado de sobreexcitación continua, lanzó un grito de sorpresa, y aterrada por su propio pánico, que le impidió huir, cayó de rodillas casi desvanecida, yerta de espanto y sin poder articular una sola frase...

Al propio tiempo abríase la puerta de la celda, cuyos goznes produjeron un ligero crujido, y un religioso alto, corpulento, con la capilla echada al rostro, penetraba en la celda, llevando en una mano una linterna sorda y apoyándose con la otra en un cayado nudoso.

Era el monje de Sahagún, a quien ya conocemos.

Su majestuosa presencia, su blanca y prolongada barba, la expresión dulce y benévola de su venerable semblante, todavía pálido por la convalecencia de las heridas que poco antes, según dijimos, recibiera; todo aquel interesante conjunto, en aquel sitio, en aquellas circunstancias, y en aquella hora intempestiva, concurría a dar a esta importante figura ese extraño aspecto de solemnidad de que se rodeara, y que tanto imponía.

Hasta la puerta de la celda habíale acompañado otra persona que quedó por de pronto a la parte exterior, donde quedaba también de escucha, junto al mismo dintel, una de aquellas virtuosas reclusas; formalidad que en tales casos, sin excepción alguna, prevenían las reglas, y que se llenaba siempre con rigorosa puntualidad.

La súbita aparición del santo anciano restituyó a Hormesinda su razón, ofuscada momentáneamente por su propio alucinamiento. Levantóse de pronto, tímida y modesta, inclinada su vista al suelo, y besó la mano que el sacerdote la ofreciera.

-Comprendo vuestra vergüenza, o vuestra confusión, al menos, dijo el monje con su acento grave y reposado; sin embargo, el rubor debe desaparecer siempre al penetrar el pecador en el atrio del tribunal de la penitencia, donde arde el fuego purificador de la gracia, esa medicina reparadora del alma.

-¡Ay, padre mío! repuso ella, sin alzar del suelo su vista, abatida por el sonrojo; es tan larga la serie de mis infortunios y tan enorme el peso que agobia mi espíritu...

No pudo concluir: la puerta de la celda volvió a rechinar tras del biombo, entreabrióse la cortina que velara interiormente el buque del postigo de la celda, y un apuesto doncel vestido de paladín, avanzó como una sombra gentil por aquel retrete, mudo, silencioso y reverente.

Era el joven Gonzalo Rodrigo de Moscoso. De su cuello pendía la hermosa cruz de oro que le entregó su moribunda nodriza, según dijimos, y flotaba luciente sobre la bruñida cota acerada aquel precioso relicario, revelación santa de un secreto por tantos títulos interesante.

La sorpresa de esta improvisación tan rápida produjo un profundo pánico en la impresionable Hormesinda, cuya extraviada mirada erró al pronto azorada y confusa por todo aquel ámbito, como si realmente dudase de lo que estaba viendo.

El monje únicamente permaneció en cierto modo impasible, y si algún efecto se pintó en sus facciones, fue cierta expresión solemne y satisfactoria, imposible de describir.

-He aquí, dijo con su voz grave y usada, uno de los puntos más esenciales de la misión que afecta a mi sacerdocio: culpad, señora, a mi celo, mal o bien conducido, esta sorpresa que en este instante solemne os confunde: yo me constituyo responsable de cualquier imprudencia o indiscreción que en este caso pueda haber habido por mi parte, mientras que el sacerdote, no el hombre, tiene el plausible honor de presentaros a vuestro hijo.

Y sin más tregua, dirigiéndose al guerrero, continuó:

-Gonzalo, se concluyó el misterio, ahí tenéis a vuestra madre, que como tal os ama: haceos digno de su cariño.

Y su dedo índice, tenaz como un dardo, designó a la joven que permanecía como petrificada todavía.

El cuadrillero a su vez también quedó inmóvil, mientras que el religioso, en su actitud afectadamente tranquila, enmudecido e impasible, contemplábales respetando al propio tiempo aquella situación crítica que él mismo había creado.

Pasado este primer instante de fascinación, de éxtasis, o de atonía, un instinto de pudoroso respeto se apoderó de ambos, obligándoles a bajar simultáneamente la vista, como impelidos por un mismo resorte de rubor.

Al fin pudo más la voz de la sangre, esa irresistible evocación del instinto; despertóse súbitamente el entusiasmo, y en aquella rápida transición tan crítica, solo dos palabras las más dulces del lenguaje humano, como que componen todo un poema de amor, oyéronse en una consonancia mutua.

-¡Madre mía!

-¡Hijo mío!

Y el eco de ambas exclamaciones fue a refluir en los corazones de aquellos dos seres tan desgraciados, y al propio tiempo tan dichosos, fundiéndolos en copioso llanto.

Durante un largo intervalo oyéronse únicamente los sollozos de la madre y del hijo entusiastamente abrazados y entregados exclusivamente a toda la explosión del sentimiento.

El monje, cruzado de brazos, hubo de volverse un momento de espaldas, conmovido por aquella escena patética: en sus ojos enrojecidos por el llanto, temblaban lágrimas de alegría y de ternura. Y en aquellos instantes en que la emoción embargara el uso de la palabra, concentrando todas las sensaciones, extendió maquinalmente sobre aquel grupo venturoso su diestra, elevó la vista al cielo en religioso éxtasis y sus labios murmuraron una oración secreta.

Aquella figura patriarcal, tan venerable, realzada todavía más por su interesante actitud, tenía un no se qué de profético que imponía: el sacerdote estaba en verdad entonces a toda la sublime altura de su misión en la tierra.

-¡Madre mía!

- ¡Hijo mío!

Esta exclamación recíproca volvió a repetirse otra vez, vertiendo de nuevo toda la mágica unción de su poesía y agitando las fibras del corazón profundamente conmovido. Y las lágrimas volvieron a correr de nuevo en abundancia durante un breve rato, porque todos los actores de esta escena solemne lloraban, hasta la misma religiosa que estaba de escucha a la parte exterior de la puerta, oíase suspirar tras de la cortina del buque.

Trascurrido un corto intervalo que hubo de concederse al desahogo, el religioso, con su acento grave y majestuoso, dijo:

-Ya es tiempo de acabar, dando así tregua a tantas emociones, mi misión queda por esta noche cumplida, y por cierto que debemos congratularnos todos del resultado que acaba de despejar la incógnita fijando de un modo indudable la claridad de los hechos Dios ha permitido que el asunto haya atravesado estas fases, para que un día, hoy, resolviendo la crisis, rasgando el velo del prodigio, el sol radiante de la verdad haya venido a iluminar el caos resplandeciendo su esplendor triunfante sobre las tinieblas del maquiavelismo y del crimen.

Vuestros recuerdos, continuó, no deben ocuparse ya de lo pasado, sino del presente que os prepara todavía, quizás un porvenir dichoso, amar, olvidar y perdonar, esperando después la recompensa: he aquí el deber que embellece la vida de la criatura, endulzando sus amarguras y realzando sus goces en fuerza de indulgencia y amor. Debéis una protección decidida a S. A. que preside en nombre de Dios, de quien es figura en la tierra, vuestros destinos; esperadlo pues todo de él, y... ¿quién sabe si esa fe, esa plenitud de esperanza y amor pueden cicatrizar las llagas que sangran todavía vuestro corazón mártir, colmando un día, no lejano, vuestro afán y vuestras aspiraciones más gratas?

-Ya no podía resignarme, dijo al fin Hormesinda, al sacrificio de la ausencia de mi hijo, en quien veré desde hoy mi constante apoyo. ¿Qué sería de mí, de las demás religiosas, de este monasterio, en fin, donde el secreto tal vez ya revelado de mi existencia en él puede acarrear una persecución y un peligro por parte de Ataulfo y sus parciales y confederados, sin exceptuar tal vez al obispo de Santiago y sus taifas? No hijo mío, ¿es verdad que no abandonarás a tu pobre madre y a sus bienhechoras?

-Sosegaos, señora, repuso el monje, S. A., previsor hasta la prudencia, ha encontrado medio de ocurrir a todo eso, adelantándose a los acontecimientos posibles, mirad.

Y abriendo una ventanilla abocinada y guarnecida de reja que daba al campo de la Estrella, hízole observar una pequeña tropa que vivaqueaba, diseminada en movibles grupos, al brillo de las chispeantes hogueras del campamento.

-¡Y bien! objetó ella, ¿qué importa que esa demostración denote un acto de protección, si se quiere, en favor nuestro, cuando eso mismo puede crearnos un peligro más permanente todavía y un compromiso probable, apenas vuelva a ponerse en marcha ese tercio?

-Estáis en un error, señora: esa fuerza, a la orden y devoción de S. A., ha sido destacada por su mandato y colocada ahí permanentemente hasta que cese el riesgo. Descuidad pues, es buena gente, y no faltará a su puesto de honor.

Pero entonces parece que se trata de una invasión a mano armada en estos dominios del señor Obispo, lo cual puede crear tal vez otro género de compromisos.

-No importa, ya se ha ocurrido a esas eventualidades, ocupando los puntos de más importancia que pudieran inquietar a S. A. en la empresa que se ha propuesto llevar a cumplido término y desenlace. Además, las noticias recibidas de Roma con relación al proceso formado al prelado rebelde, no son en modo alguno favorables a S. I. quien en la expectativa de una destitución quizás de su dignidad, no es de creer que insista en llevar adelante ese sistema tradicional, en él de agresivo orgullo que le pierde. ¡Téngalo Dios de su santa mano!

-Con todo, S. I. diz que es demasiado altivo, según parece, y acaso de esos mismos reveses de su fortuna comprometida piquen su orgullo herido y recurra a la desesperación...

-Sus tercios le han abandonado porque no les pagaba, matándoles en fuerza de hambre y castigo, aun a pesar de ser sacerdote y rico.

-Está bien, pero su avaricia que cuentan se halla en relación con su opulencia misma, parece que ha encontrado medio, de allegarse alianzas que le protejan en caso de apuro, y entre ellas la de Ataulfo, que parece se reputa bastante poderosa todavía según parece.

-No lo creáis así, señora, todo eso puede muy bien decirse y aun darse por seguro, sin temor de ser desmentido, aquí, dentro de esta santa casa, donde se hacen cundir favorablemente, según, parece, los aires de S. I. y de sus parciales como el que habéis nombrado y a quien libre Dios de cualquier desgracia posible.

-¿Qué me decís?

-Yo, señora, nada más digo, y cedo en este punto la palabra a vuestro hijo que podrá tal vez informaros mejor que yo del asunto.

-Es cierto, madre mía, dijo a su vez Gonzalo: Ataulfo se halla amenazado de una proscripción civil, de un secuestro y acaso todavía más que de un despojo.

-¿Es verdad?

-Y no es eso todo, señora, caso de interesaros por su vida, no le olvidéis en vuestras oraciones, porque peligra también quizás.

-¡Cómo! exclamó sobrecogida de terror la joven.

-El cielo, reparador y justo, parece haber abandonado a su destino que mengua, y a la terrible espada de la ley que brota ya sobre su cerviz y la hiere.

Hormesinda pareció recapacitar un instante, y en aquella actitud contemplativa, en aquel recogimiento, muda concentración del espíritu, debieron evocarse los recuerdos de su pasado con todo su sombrío terror, con sus amarguras y sufrimientos.

Su corazón, cruelmente ulcerado debió sentir rasgarse sus heridas mal cicatrizadas y que empezaban ya de nuevo a destilar sangre: contrajéronse sus fibras y a través de todo su cuerpo, corrió, cual chispa eléctrica, un frío mortal.

-¡Dios! murmuró, ¡siempre Dios!...

Oyóse entonces la campana del monasterio que tañía a maitines.

La iglesia empezaba a iluminarse, y colocábanse ya los atriles del coro.

-Dispensad, padre, dijo Gonzalo entonces, necesito hablar a solas con mi madre vuestro permiso y el de la religiosa que nos oye.

-Sea pues, a Dios gracias, contestó ésta desde su escondite con su voz gangosa.

El monje se retiró hacia el dintel y habló por lo bajo con la religiosa, permaneciendo ambos en la arte exterior de la celda un breve rato.

Mientras tanto la madre y el hijo, a solas, en grato y confidencial coloquio, pudieron comunicarse sus secretos más íntimos.

Nadie pudo traslucir jamás los pormenores de esta conferencia que debió ser por demás interesante. Solo se dijo que la joven reconoció el relicario que entregara a Gonzalo la mujer moribunda y que llevaba éste al cuello, lo cual produjo una nueva escena sentimental y patética entre ambos, puesto que por parte de Hormesinda era la prueba más concluyente de la identidad de su hijo, quien la restituyó a su madre, que la aceptó con verdadero delirio.

Media hora después el monje y el guerrero salían del monasterio del propio modo y por el mismo punto que habían entrado.

Hormesinda, después de una despedida afectuosa en que terció el monje, a quien protestó ella su gratitud por su cooperación en el desenlace del suceso, y al mismo tiempo que ellos abandonaban el santo asilo, acudía a su vez al coro, más agitada que nunca, a tiempo que los preludios del órgano acompañaban la antífona del primer nocturno.

Al paso diremos a quien pueda extrañar la entrada del monje y del cuadrillero en el santuario en aquella hora tan intempestiva, que nada tiene de extraña esa circunstancia, demasiado común en una época como aquella en que la simplicidad de costumbre o mejor dicho, la relajación de las reglas monásticas no andaban ciertamente muy escrupulosas en este punto, que en otros tiempos pasara por un marcado escándalo.



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V - VI - VII - VIII - IX - X - XI - XII - XIII - XIV Quinta parte: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII
Sexta parte: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - Conclusión