La corona de fuego: 54


Sexta parte : Flores y abrojos editar

Capítulo I - El emisario de S. A. editar

Por fin desesperado,
Cediendo a la inquietud y al desaliento.
Presa de vil pecado,
Lacerado en cruel remordimiento.
El magnate infeliz inclina al hado
Su destino fatal, triste y cruento.


El castillo de Altamira era mientras tanto teatro de singulares acontecimientos.

Reinaba en él la agitación más profunda, cubríanse de soldados malos o buenos, sus almenas, sus muros y atalayas, sus obras aportilladas por los estragos del tiempo y por las contiendas civiles reparábanse a toda priesa, y en una palabra, redoblábanse los aprestos de defensa, como si se tratara de una invasión a mano armada o cuando menos de una guerra inminente.

Y así era como en general se comprendía, en lo cual, fuerza es decir que había sobrado fundamento, pues venía a corroborarlo aquella celeridad tan activa, aquel arrebato, aquella precipitación tan diligente aquella alarma en fin tan constante que le trasformara en un todo las solitarias Torres de Altamira.

Al mismo tiempo los hidalgos sub-tributarios, esos señores tiranuelos a la sombra poderosa del conde, hacían aproximar también, precipitando marchas, sus tercios, de cualquier modo armados y equipados, hacia la fortaleza, donde ellos mismos iban también a encerrarse, acudiendo al llamamiento angustioso de aquel que hacia valer la naturaleza de los tratados federativos en el apurado conflicto en que se hallara la referida plaza, porque apuro y vivísimo debía ser en efecto.

Las noticias que continuamente se recibían del exterior eran cada vez más alarmantes. A juzgar por las evoluciones de los tercios, castellanos y leoneses, el grueso de ellos parecía dirigirse, forzando marchas, sobre Altamira, capitaneados personalmente por el mismo rey, circunstancia especial, capaz de infundir por sí sola la desesperación y el desaliento en los confederados rebeldes.

Y era caso de desesperar por cierto esta noticia, si se confirmaba, apreciados algunos antecedentes, en cuyo caso bien merecía la pena de aventurarlo todo en la empresa, porque Alfonso era tenaz en todas las suyas y había jurado ademas arrasar hasta los fundamentos de las Torres de Altamira.

Y aun sobre ese mismo temor, bien fundado en verdad, alzábase especialmente en la conciencia de Ataulfo el fantasma amenazador del remordimiento. El secreto de la prisión de Veremundo, la fuga de Hormesinda y de Omar-Jacub, aunque restituido éste de nuevo al castillo bajo una artificiosa fábula ingeniosamente urdida, y luego, en fin, el escandaloso divorcio promovido por su esposa, comprometida en aquellos amores culpables con el rey, amores criminales, adúlteros, que desgraciadamente no eran ya un secreto para el público, y que indisponiendo las voluntades, acababa de introducir la discordia conyugal que produjera aquel acto, y de ahí la rivalidad y un desacuerdo peligroso entre el monarca y el magnate... todo este cúmulo de circunstancias principales concurría a mantener la zozobra en el ánimo del tirano hidalgo, que por su parte invocaba para ocurrir al conflicto, la alianza y los recursos de sus amigos y en particular del famoso Diego Peláez, obispo de Santiago, cuyos asuntos tampoco iban verdaderamente muy prósperos, como ya en otro lugar dejamos dicho.

Mientras tanto, y cuando Ataulfo revolvía en su ardiente imaginación todo un dédalo de contrariedades, sin acertar a resolverlas, una noche, cuando toda la familia del castillo al sueño y solo velaban los centinelas en el muro, oyóse el toque algo lejano de un clarín que moduló unas notas pausadas, como un clamor lúgubre y melancólico.

El conde salió al fin de su abstracción, subió a la plataforma que se extendía entre los dos cuerpos del edificio como una terraza morisca, y desde allí dio orden para que se levantara el rastrillo y se permitiese entrar a la persona que esperaba a la parte opuesta del foso y a cuantas otras formaran su séquito.

Esto parecía probar al menos que Ataulfo debiera estar preparado de antemano tal vez para aquel suceso.

Bajó luego a su cámara de honor, alumbrada por una gran lámpara bizantina pendiente de la alta clave, y que difundía en el vasto recinto una pálida claridad vacilante.

Poco después, precedido del venerable Fromoso, aposentador del castillo, entraba un guerrero de punta en blanco, en cuyo almete ondeaba un airón flotante, con cierta divisa, distintivo peculiar del cuadrillero Gonzalo, pues tal era.

Apoyábase en una fuerte lanza, haciendo crujir en el movimiento de su paso acompasado y grave su luciente arnés de batalla, sobre cuyas templadas piezas damasquinas, admirablemente bruñidas, resbalaban los rayos oblicuos de la luz.

El conde, en quien notáranse hasta entonces signos vivísimos de impaciencia, pareció respirar tranquilo, como si sacudiese un gran peso, y encubriendo bajo una complacencia forzada el odio que ardiera en su pecho, salió al encuentro de aquel personaje que penetrara sin ceremonia en su cámara y en cuya arrogante apostura había algo de majestuoso y heroico.

Ya hemos indicado que se trata de nuestro conocido Lucifer o sea Gonzalo, jefe cuadrillero a las órdenes del obispo de Santiago, y endosado luego a las de Ataulfo, aunque en realidad, como sabemos, entregado realmente a la voluntad de S. A., por cuya cuenta y la suya propia trabajara en secreto.

Al paso debemos consignar que en esta conducta del noble mancebo no había traición en cierto modo, ni podía tampoco separar su proceder de esta arriesgada línea, la única tal vez que pudiera conducirle a la libertad de su padre, prisionero, si es que existiera aún en las mazmorras de Altamira.

-¡Por fin venís con mil legiones de demonios! exclamó Ataulfo con visible muestras de enojo y al propio tiempo de familiaridad no muy sincera por cierto; os habéis hecho esperar demasiado y a la verdad tengo yo en ello algún tanto de culpa por no haberos sido demasiado franco y explícito respecto al gran riesgo que amenaza hoy a mi casa.

El conde sabio, no obstante, cuán poco podía confiar con el joven, de quien se le había hecho sospechar con fundamento; pero en su apurada situación conveníale ante todo disimular sin darse por sentido de ciertas cosas, hasta el extremo de asirse a lo que se llama un clavo ardiendo.

-Por cierto, señor, contestó el cuadrillero con refinado disimulo, que nunca creí fuese tan desesperado el lance; pero no era posible abandonar la alquería, punto de tanta importancia, como que, según me tenéis dicho, con sobrada razón, es la clave de esta fortaleza; por lo cual creí de mi deber vigilar en su defensa noche y día mientras me ha sido posible, no separándome a la vez con ello de vuestras órdenes, de tal suerte, que aún permaneciera en mi puesto de honor si una desgracia que deploro no me lo hubiese impedido.

-¿Sí, eh?

-Es repugnante, señor, para un soldado como yo venir encargado de una misión tan desagradable y triste.

-Pero decid, insistió el conde con el entusiasmo de su ansiedad, ¿conseguisteis al fin rechazar las huestes de ese ambicioso príncipe que, según he sabido, os asedió, y ha empleado toda clase de medios para apoderarse de la alquería?

-No ha sido posible resistir por más tiempo tan formidable lucha: las fuerzas y los recursos empleados por ambas partes han sido desiguales, nuestra desventaja era notable y la alquería ha sido tomada.

-No creáis que me sorprende la nueva, porque era ya resultado previsto por mí de antemano: ese hombre tenaz en su odio y su sistema no podía ceder, y debió acumular todo su poder entero para llevar a cabo su propósito. ¿Cómo, pues, se ha apoderado de la alquería?

-Por asalto, señor, el terreno ha sido disputado palmo a palmo, y la lucha empeñada cuerpo a cuerpo.

-¡Diablo! pues es un combate de fieras más que de hombres.

-Era propio del caso, en que el fuego del honor y del amor propio prestaba aliento y creaba proezas de valor aun por parte del soldado más pusilánime. Fui testigo del arrojo de todos los nuestros, que supieron sostener a toda su altura el honor de nuestras banderas, a cuyo efecto cumplí con mi deber por mi parte, reservándome el sitio de mayor peligro en la contienda.

-Bravo sois, capitán, no en vano mi deudo el señor obispo me lo ha asegurado así por su cruz pastoral repetidas veces.

Gonzalo se inclinó con fingida modestia, simulando sonrojo.

-Las pérdidas deben haber sido grandes por nuestra parte.

-Unos veinte heridos y contusos: el resto de la guarnición prisioneros.

-Y vos ¿cómo escapasteis?

-Milagrosamente, señor, porque en el calor de la refriega, que ha sido bien terrible y reñida, pude muy bien haber quedado sepultado bajo las ruinas del muro, batido por el enemigo con un resultado espantoso. ¡Ah! júroos por la cruz bendita de mi espada que a no ser por ese suceso endiablado, no ondeara hoy tal vez en las almenas de Briones la bandera de Castilla y León, como se, titula.

-¿Y huisteis, eh?

-Pude muy bien haberlo hecho; pero no queriendo abandonar la acción mientras me quedase un soldado, fui sorprendido por el mismo rey, el cual me ha soltado bajo palabra de honor, me envía a vos, portador de una embajada.

-¿Para mí? Sepamos pues a qué se reduce, aunque nada debe tener de agradable.

-Ciertamente: a que le entreguéis a discreción la fortaleza, o que de lo contrario, os preparéis a perecer con todo cuanto encierra, a cuyo efecto precipita su marcha acaso al frente de una fuerza irresistible en estos momentos mismos.

-Y ¿qué os parece a vos?

-Que no es cosa de decidirse en un momento, sino que requiere negociar una tregua, tratándose de un asunto de tamaña entidad.

Con este nuevo ardid aspiraba el joven a amenguar en lo posible o a desvanecer la sospecha que pudiera alimentar hacia él el conde, haciéndose a la vez un lugar más favorable a su más íntima confianza, principal objeto de su intención.

-Y creéis vos, dijo, que pudiéramos obtener esa tregua?

-¿Quién sabe? S. A. no es de esos hombres atolondrados que lo llevan todo a sangre y fuego, y por muy prevenido que esté contra lo que suelo él llamar vuestra rebeldía, le creo persona razonable para rechazar cualquier proposición que, lejos de envolver una abierta hostilidad que equivaldría a la ofensa de arrojarle a la cara el guante de la provocación y del insulto, establece un medio probable de llegar a un acomoda miento conciliatorio.

-Como quiera que sea, prefiero el honor a la humillación, que es el oprobio. Venga, pues, ese altanero príncipe y le probaremos con las armas y nuestra constancia hasta dónde puede llegar el heroísmo cuando se atenta contra el amor propio y se insulta su dignidad, avasallándola sin otra razón que el abuso de la fuerza bruta; que venga ese usurpador contra nosotros, si hasta ese punto lleva su osadía: sus soldados, esos hambrientos sanguinarios, esos aventureros, ávidos de pillaje y de violencias, servirán de pasto a mis rebeldes.

Ataulfo se interrumpió un momento por otra nueva sorpresa. Un tercer personaje avanzaba silencioso y mudo por la vasta estancia, y saludaba con fría ceremonia. Era el viejo Eleazar.

-¡Oh! exclamó el magnate con asombro, ¿también vos, Omar-Jacub?

Y ante esta exclamación fingidamente entusiasta, confundíanse ambos en un abrazo mutuo y un ósculo, al estilo hebraico.

Era éste el beso alevoso de Judas.

-Decid, buen viejo, ¿no habíais caído, vos también las redes de S. A.?

-Sí, por desgracia; ese hombre fatal, a quien Dios confunda, pudo reducirme por la sorpresa al cautiverio, en lo cual maldito el interés que pudiera inspirarle un pobre anciano como yo, con lo cual puede explicarse acaso en gran parte la suerte de mi fuga.

-Pero ¿cómo habéis podido llegar hasta aquí?

-Permitid, señor, que tome el asunto desde el principio. Sorprendido en los bosques de Monte-Sorayo, y mientras mi esclavo rubio caía mortalmente herido por un venablo del rey Alfonso, pude huir con gran riesgo y ocultarme en los matorrales contiguos, escapando luego y escondiéndome en las ruinas del Cristo de la Agonía, en ocasión que acertaba a pasar casualmente por aquel punto vuestro capitán Lucifer, a quien pedí auxilio, y el cual ha tenido la galantería de acompañarme y traerme incólume a vuestra presencia.

Gonzalo se inclinó con un signo afirmativo.

Ataulfo, siempre receloso, con una mirada profunda sondeó el semblante de sus dos colocutores; pero era tal la naturalidad, o mejor dicho, el disimulo que había en aquellas fisonomías en la apariencia tan francas, tan predispuestas de antemano al plan preconcebido, que el conde con toda su suspicacia pudo respirar tranquilo, en la persuasión tal vez de que hablaran ellos la verdad sin artificio.

-Pero ¿quién se encarga, dijo, de transmitir al rey mi propósito?

-Si es negativo, señor...

-Seguramente, capitán, otra cosa fuera a menguar mi carácter y envilecerle. No, eso nunca, antes mi cabeza: vale más que caiga, que no que se doble.

-Pues entonces basta el silencio, que servirá de intérprete de nuestra negativa, contestó Gonzalo con aplomo.

-¿Y vos, entonces?

-¡Yo!... quedo aquí, en mi puesto de honra.

-¿No decíais que el rey os ha dado suelta bajo palabra de honor? En tal caso no perjuréis, que es la mancha más degradante en la carrera del soldado.

-No me liga a tanto mi empeño, tan distante del compromiso como de la indiferencia; me conocéis bien, señor, y aun cuando no me conocierais por vos mismo, ahí está el señor obispo que pudiera en todo caso garantizar mi conducta, incapaz de cometer una felonía, aun cuando mediase el sacrificio de mi propia existencia.

-Nunca pude dudarlo, capitán, repuso, estrechando su mano; ¿de suerte que os quedáis definitivamente aquí?

-A vuestro lado, señor, esperando mereceros el singular favor de que me designéis el punto más peligroso en el asalto que deben tal vez darnos.

Ante la palabra asalto que concluía de proferir el joven, Ataulfo no pudo disimular un doloroso arranque de ánimo que hizo palidecer súbitamente su rostro.

-¿Con que... tanto apremia el asunto? exclamó con desesperada amargura.

-Demasiado; acaso todavía más de lo que creáis.

-¿Y decís que no se concede tregua?

-Ninguna, como que es bien posible que mañana mismo marche ya sobre Altamira el rey con sus tropas, sin que haya quien le haga desistir de su propósito.

Ataulfo, con la cabeza ligeramente inclinada, su mirada fiera, errante y estúpida, clavada en el pavimento de mármol, destellando miradas oblicuas y fulminantes como el rayo, parecíase a la estatua del remordimiento, personificado visiblemente en aquel hombre, agobiado por el fantasma de la expiación que le persiguiera. Así permaneció un instante, y luego empezó a pasear apresuradamente como un insensato, sombrío, lúgubre y totalmente distraído bajo el peso de su terror.

Detúvose de pronto luego, como adoptando una resolución desesperada y decisiva: sacudió su altiva cabeza, irguió aquella frente cubierta de sudor febril, y en la explosión delirante de su alucinamiento, exclamó con una voz hueca, enronquecida por un cruel sarcasmo:

-Puesto que él lo quiere... sea. Que venga ese hombre ambicioso, cuya soberbia podremos estrellar tal vez en los muros de nuestra fortaleza, con el favor de Dios, si no nos abandona en tan justa causa... y si acaso triunfa... hagámosle comprar a precio de su sangre esa triste venganza estéril.

En la fisonomía del conde lució un destello de ira diabólica; subieron los colores de sus mejillas pálidas con un rápido incremento, contrastando notablemente con aquella tinta biliosa que manchara como un velo mortal su demacrado rostro.

-No perdamos tiempo, continuó, refiriéndose al joven con una exaltación delirante y frenética; partid al punto a poneros al frente de mis soldados; dirigid personalmente las operaciones, e impedid, rechazando a cualquier costa, la aproximación de los tercios reales al castillo; y si agotados los medios de resistencia, conocierais que no resta otro recurso que la derrota, dadme oportuno aviso; es preciso, entonces, preparar el trofeo que ese príncipe cruel e injusto debe arrastrar como consecuencia de su victoria, y que el carro de su mismo triunfo se abrase, si posible fuera, en las cenizas de las Torres de Altamira, y se sepulte y confunda en sus escombros mismos calcinados. Salid, salid, capitán, y ocupad vuestro puesto.

Gonzalo, en cuyo plan entraba aplazar algún tanto el designio que preocupara su mente, reprimiendo toda demostración de odio, y encubriendo, bajo su fría y pasiva indiferencia el mortal tesón que corroyera su alma, obedeció el mandato del conde y salió de la cámara con la satisfacción del triunfo que empezara ya a sonreírle allá en su instinto profético.

-¡Ataulfo! murmuró interiormente, el día de la expiación se acerca para ti, y la sombra de Veremundo, de mi pobre padre, te persigue, sin que alcance su poder a sustraerte de ella y de sus remordimientos.

-Ornar-Jacub, continuó Ataulfo, dirigiéndose al anciano que permaneciera a cierta distancia, mudo, inmóvil, con su mirada hipócrita fija en tierra; amigo mío, nunca he podido dudar de vuestros servicios, y sentiría que esta confianza tan ciega que en vos tengo y que una larga experiencia ha confirmado, pudiera desmentirse ahora en estas circunstancias tan críticas en que va a ponerse a dura prueba la fidelidad de mis servidores.

Eleazar se inclinó y apretó entre sus huesosas manos la que le tendía el conde, el cual continuó con voz baja y trémula:

-Amigo mío, recuerdo que en otro tiempo me aconsejasteis una cosa de que me horroricé entonces y que, al extremo a que han llegado los sucesos, es necesario adoptar hoy tal vez. Nunca creí en verdad, que un día necesitase apelar a tan diabólico recurso, que la desesperación reclamase un crimen para consolar el orgullo humano ofendido, y que el infierno hubiese de vomitar su vértigo por satisfacer un criminal deseo. Y sin embargo, ese día llegó, el día del extermino y de la venganza, día de reprobación, en que a toda idea racional y humanitaria se sobrepone un desenfrenado instinto de fiereza: es necesario, en fin, que en el caso desesperado, cuando violando el santuario de la morada pacífica de un castillo, el vencedor, abusando de la inmensa superioridad numérica de sus fuerzas, entre acaso en él a profanarle; entonces, Eleazar, es preciso huir por el subterráneo y prender fuego por todas partes al edificio, inundándole además rompiendo los diques de las cisternas, a fin de exterminar a ese ejército por medio del fuego y del agua, arrasando a la vez la fortaleza y arrebatando así al tirano hasta el más pequeño alarde de vanagloria, convirtiéndole en arma poderosa que le vilipendie y destruya. Vos habéis sido siempre el confidente íntimo de todos mis secretos y los de mi castillo; pues bien, sed el instrumento de esta terrible empresa, poned los medios, preparad lo necesario, puesto que ningún género de instrucciones necesitáis y no perdamos tiempo, porque el rey avanza y precipita sus tercios sobre la fortaleza... ¿Oís?

En efecto, oyóse entonces un toque de clarín lejano.

Eleazar se inclinó sin denotar alteración alguna.

-¿Lo oís bien? prosiguió Ataulfo: mientras nosotros entretenemos a ese ejército feroz y ganamos tiempo, a la primera orden que os comunique, dispondréis los preparativos del incendio: el edificio en su caso y cuando los tercios de Alfonso se hallen dentro y huimos nosotros por la mina, debe arder por todos sus flancos simultáneamente: a fin de que se propague y no pueda cortarse, emplead para ello las sustancias inflamables que juzguéis necesarias y que tengo preparada en abundancia para este efecto; y sueltas al propio tiempo las presas, la inundación aumentará el estrago mientras se alzan los puentes levadizos, impidiendo al rey y a los suyos la salida, y achicharrándoles, es decir, matándoles con el fuego y el agua.

Ataulfo sonrió a su modo ante esta idea infernal con tal sarcasmo, que hizo temblar y estremecer al judío, cuyo semblante ordinariamente impasible, pareció escandalizarse a fuerza de terror y odio.

Marcó otra cortesía, y mudo, asombrado, confuso en fuerza de su misma sorpresa, salió de la cámara, a tiempo que un estrépito de añafiles y atambores atronaba con un rumor cercano y vibrante las cercanías de Altamira, y batían una marcha bélica.



Prólogo - Primera parte: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - Segunda parte: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII
Tercera parte: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IX - X - XI - XII - XIII - XIV - Cuarta parte: I - II - III - IV
V - VI - VII - VIII - IX - X - XI - XII - XIII - XIV Quinta parte: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII
Sexta parte: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - Conclusión