La corona de fuego: 11
Capítulo II - Un casamiento por razón de Estado
editar- Conciencia y voluntad valen un bledo
- Al tratar de alianzas temporales:
- ¡Diplomática especie, ardiente credo!...
- Ante tal prescripción ¿quién dijo miedo?...
- Preparad las coyundas conyugales.
Ha llegado ya el caso de decir algo acerca del matrimonio de la baronesa Constanza de Monforte.
Ante todo vamos a reparar un involuntario olvido, antecedente esencial para nuestro objeto y omitido hasta ahora en la narración.
Gudesteo de Limia, rico segundón de una opulenta casa de Galicia, había sido nombrado tutor de la huérfana baronesa por disposición testamentaria de su difunto padre el conde de Monforte en sus últimos momentos, y cuya institución, consultada que fue a la corona, recibió la sanción regia incondicionalmente y sin reserva alguna.
Este personaje, hidalgo harto desgraciado en sus ambiciosas empresas, y que cediendo al carácter clásico de aquella nobleza turbulenta y rebelde, probara suerte mas de una vez en las rencillas y colisiones que se cruzaran entre sus altivos magnates, tenaces en su sistema y orgullosos hasta el punto de no tornar en cuenta los accidentes prósperos o adversos de aquella lucha perdurable por abandonar su empeño, que por otra parte seguían tenaces y con una constancia ciegamente sistemática: este hombre, repetimos, si bien de alta alcurnia, arruinado por su larga carrera de prodigalidades y locas tentativas, sin influencia moral, reprobado, aborrecido en el concepto público y sobre cuya cabeza pesaran severas responsabilidades, casi viejo ya, achacoso y débil, hubo de ceder forzosamente al destino, y no contándose, al parecer, seguro con sus propias fuerzas ni con las de sus deudos y aliados, pobres señores como él, también arruinados por el descrédito y el desorden, aislado, solo en aquel su castillejo gótico, solía siempre retirarse con la sonrisa en sus labios y el corazón rebosando rencor y odio, guareciéndose al abrigo de su pupila y buscando un amparo en su propio castillo de Monforte.
Todo esto sucedía hacia la época a que nos referimos.
Sentado, pues, este precedente, volvemos a anudar de nuevo nuestra interrumpida narración.
Instruido Gudesteo de las relaciones amorosas que mantenía su pupila, según se aseguraba de público, con el rey Alfonso, relaciones recatadas en un principio, y que, saltando los límites de un escándalo simplemente doméstico, no eran ya un secreto para el vulgo, trató de poner correctivo a aquellos amores culpables que tanto ultrajaran el bien sentado nombre y la notoria reputación de aquella casa.
Para ello, aun a trueque de arrostrar mil, peligros, desplegó una vigorosa energía, hasta el extremo de aislar a la joven, encerrándola en una de las torres del castillo; con cuya medida logró interrumpir sus galanteos con el rey por algún tiempo.
Contrariado este en su loco empeño, fácil es suponer el grado de irritación a que llegara su ánimo herido en lo más vivo de su pasión frenética, así es que juró tomar del hidalgo una cruel venganza, de él, que oponiendo un rudo obstáculo a sus aspiraciones amorosas, proscribía su dicha, abatiendo su amor propio y condenándole a una desesperación cruel.
Crítica era en verdad la situación del noble tutor, tratándose de un adversario tan poderoso como el monarca: era muy posible una invasión a mano armada por parte de este, una violación territorial y aun tal vez el allanamiento de la fortaleza por las tropas del burlado amante, el cual podía muy bien demolerla, arrasarla y aun colgarle a él mismo, impotente ante tan colosal poder, de uno de sus canzorros, o bien, cuando menos, ahorcarle de una de aquellas almenas desmoronadas ya por las vicisitudes feudales de la época.
Era, pues, de todo punto necesario ocurrir al conflicto, empleando un poderoso recurso para conjurar el peligro que realmente amenazara: solo un medio podía salvar al tutor de una desgracia, y era la alianza federal con algún otro magnate influyente de la comarca.
Fijo en esta resolución, Gudesteo se dirigió al obispo de Santiago, deudo de la casa de Monforte y de Altamira, y acaso el más poderoso blasón contemporáneo del reino, quien se prestó obsequioso a la exigencia, porque, según dijimos en otro lugar, necesitaba también este personaje robustecer con alianzas, siquiera secundarias, su poder, a fin de oponer al arrogante príncipe un antemural más vigoroso, que le colocara en posición capaz, si fuera posible, de rendir ante el escudo episcopal de Compostela a aquel rey altivo y disoluto, que enorgullecido con sus fueros y amorosas conquistas, diz que sembrara la deshonra, el escándalo y la depravación moral sobre las más honradas familias del Estado.
Pero una condición terminantemente absoluta se exigió como prenda de alianza por parte de su ilustrísima. Era necesario atraer un tercero que suscribiese aquella especie de tratado de alianza ofensiva y defensiva, con lo cual venia a realizarse mejor la independencia de la coalición, garantizados mejor sus intereses recíprocos y asegurado el plan con sus consecuencias ulteriores.
Colocado en este terreno el punto de partida de las negociaciones y el sagaz prelado buscó un instrumento de atracción para adquirirse aquella triple alianza, y le halló al fin en la castellana de Monforte.
He aquí la idea.
Payo Ataulfo Moscoso, señor de Altamira, y enlazado según anunciamos, por relaciones de parentesco con su ilustrísima, era un hidalgo arruinado también por sus desórdenes y no muy bien quisto generalmente por ciertos antecedentes de mala catadura, si bien no plenamente, acreditados. Esto no obstaba que los ricos homes solariegos de la comarca le temiesen y guardaran ciertas consideraciones, temerosos quizás de sus violentos arranques de excentricidad o locura, por cuya razón gozaba de cierta influencia, y su nombre era pronunciado con sombrío respeto.
Pues bien, este hombre, aunque de edad madura, hallábase soltero y necesitaba también el apoyo de una casa cualquiera respetable, a fin de rehabilitar la suya, tan arruinada y abatida.
Mas el buen prelado, cuyos deseos caminaban de buena fe a un fin laudable, puesto que reconocieran por base primordial un principio de moralidad a todas luces meritorio, estaba bien lejos de comprender el sacrificio que iba acaso a imponerse a la baronesa al enlazarse con el de Altamira, como que carecía de antecedentes acerca de la genialidad y circunstancias especiales de entrambos. Pero Ataulfo, si bien pudo preveer las consecuencias, conocedor profundo que era del carácter atrabiliario de su futura esposa, prescindió de esta consideración, puesto que no era el amor el móvil que le impeliera a dar aquel paso decisivo; además, como en tales casos generalmente suele anteponerse a la voz de la voluntad esa bárbara razón que suelen llamar impropiamente de Estado, abuso monstruoso de las plagas sociales, el apurado magnate, caminando siempre a su fin, sin pararse en los medios, previas las oportunas negociaciones, solicitó y obtuvo del tutor de Constanza su mano de esposa, con la correspondiente venia de su ilustrísima.
El enlace o desposorio tuvo lugar cierta noche y de reserva como un acto funeral, en la capilla gótica de Monforte, en medio de una indiferente frialdad por parte de entrambos contrayentes y mucho mayor por la de la baronesa, visiblemente abatida y contrariada.
Tan repugnante acto fue el preliminar de aquella triple coalición que tan funesto desenlace debiera producir en su día, aun a despecho de sus autores, muy distantes tal vez de calcularlos, y muy particularmente el buen obispo.
Porque aquel himeneo había sido saludado con una maldición secreta, al tiempo que la bendición del sacerdote descendiera sobre las víctimas. Bien es verdad que nadie pudo apercibirse de un joven que se había introducido sin saber por dónde al sitio de la ceremonia, para tener, quizá, el cínico placer de espiar el acto sagrado, oculto detrás de una pilastra del santuario, desde donde pudo fulminar a mansalva la blasfemia sacrílega.
Y sin embargo, ¿qué importaba, pues, a la bárbara preocupación de la época aquella execración impía, aunque fuese notada, tratándose de un matrimonio espiritualmente ya consumado entre personas que obraban por conveniencia propia, por egoísmo?
Esta objeción habla muy alto, porque el lenguaje de las pasiones suele dominar, acallando los instintos puros del alma.
Según costumbre admitida en aquellos tiempos entre algunas familias de la aristocracia, de esa aristocracia excepcional y excéntrica, de que aun hoy restan vestigios, solían celebrarse los desposorios privadamente y sin ostentación ni pompa, por diferir indudablemente de las clases humildes, cuya imitación, por parte de aquella, suele mirarse por punto general como un insulto, sin duda, por creerse de mejor condición en fuerza de sus riquezas y de su pretendida jerarquía. En cambio, pues, y con posterioridad al acto de los esponsales, tenían lugar las fiestas nupciales en casa del contrayente, y entonces se celebraba, con todo el aparato posible, la función llamada de tornaboda, a la cual asistían por convite los individuos de ambas familias y demás personas a quienes la amistad, o cualquiera otro género de consideraciones sociales, dieran un derecho de representación.
Y en efecto, practicado así en este caso respecto a la primera ceremonia en las Torres de Altamira, se disponían grandes aprestos para celebrar las velaciones y tornaboda de su señor, Payo Ataulfo, con la castellana de Monforte.
Desde la víspera habíanse aderezado varias piezas de la fortaleza, reemplazando a los jirones de viejas tapicerías nuevos tapices en bastidor, siempre variados, y si bien menos preciosos, de mejor efecto artificial a la vista.
A proporción, y guardando una armonía simétrica, seguía renovado también el mueblaje en escala idéntica, y sobre todo, habíanse acumulado los mayores objetos de lujo en el adorno de una vasta cámara de forma elíptica, destinada al alojamiento, según se decía, de un gran personaje.
Era este el obispo de Santiago, a quien se aguardaba con la mayor impaciencia, pues, contábase con su palabra empeñada de venir personalmente a bendecir el tálamo de los nuevos esposos, cuya unión quedaba aplazada hasta obtener la honra de tal requisito.
Habían ya precedido a su ilustrísima sus aposentadores, sus pajes de cámara con su correspondiente séquito, conduciendo en mulos ricamente encaparazonados los equipajes, ornamentos y atributos episcopales,
Era aquella un verdadero golpe de fiesta: hacíase alarde del más fastuoso aparato, y los vasallos de Altamira disputábanse a porfía la honorable dicha de tomar parte en los trabajos con que se disponía la recepción del venerable prelado, cuya llegada esperábase con tanta ansia desde la víspera.
¡Lástima que por causa de esa misma tardanza, o tal vez por haberse adelantado demasiado a poner en práctica las órdenes del obispo, se hubieran ajado ya las flores, follajes y murtas con que se alfombraran el tránsito y avenidas por dónde debiera verificar su triunfal entrada el poderoso magnate de la Iglesia!...
Aquellas colgaduras flotantes en las galerías, los gallardetes que adornaran las almenas, antepechos y matacanes de la fortaleza, y sus torreones macizos, los saltos artificiales de agua que se habían improvisado, los estanques secos el día anterior, ahora colmados de agua cristalina y clara, y poblados de pececillos, la servidumbre sumamente solícita, vestida de rigurosa librea, hasta los mulos aderezados con sus caparazones de seda, ricos, aunque descoloridos, y sus collares dispuestos en recua para salir con sus respectivos jinetes a recibir tan elevada visita, y los perros, en fin, del castillo, macilentos; escuálidos, muertos de hambre, presentábanse también adornados con sus más lucientes collares, aunque formando triste contraste con su propia flaqueza y su mirada famélica, puesto que su inhumano dueño cifraba su complacencia en matar, a fuerza de hambre y castigo, a aquellos pobres animales... Todo este lujoso artificio anunciaba el grande acontecimiento que debía tener lugar en aquel edificio, cuyo aspecto, habitualmente severo y sombrío, iba a sufrir una trasformación radical, cuyos preludios ya se notaran.
En vano el lecho nupcial brillaba en la cámara privada del castillo, cubierto de flores, rapacejos y lazos orlados de guirnaldas de rosas blancas y amarillas; en vano aquella luz fulgente que iluminara, transparentando las labores, los dibujos y pliegues del cortinaje cogido en pabellones simétricos con profusas blondas, y en vano, en fin, aquellas esencias aromáticas con que se rociara el pavimento alfombrado, y cuyo espíritu volatilizado impregnara el ambiente... todo, pues, inútil por entonces, pues aquel lecho no debía ocuparse hasta que lo bendijera el prelado, y sin embargo, no llegaba esto, aun a pesar de la impaciencia con qué se le esperaba.
La noche vino por fin a sorprender esa impaciencia misma; leváronse los puentes, colocáronse los rastrillos, alzáronse las compuertas del foso, y la campana del castillo anunció el toque de oraciones, aun a pesar de las maldiciones del de Altamira contra el flemático obispo, que tanto retardara el momento ansiado de su dicha, y a despecho también de las murmuraciones de los jayanes y de las villanas que hubieron de aplazar forzosamente su intención de danzar, triscar y retozar aquella noche en los patios, al amor del vino y de la lumbre.