Misterio (Bazán): 49
El destino de Fernando
editarDos días después de este incidente, la tumultuosa alegría del Carnaval se desbordaba en las calles de París. El gentío se empujaba en las vías céntricas para admirar la procesión del Buey Gordo, al cual llevaban coronado de flores, doradas las astas, entre risas y dicharachos de las frescachonas lavanderas, que, vestidas caprichosamente, se empingorotaban en triunfal carroza. Una de aquellas mozas de rompe y rasga, planchadora en Versalles, descollaba por su hermosura insolente y el rubio encendido de sus cabellos. Al pasar cerca de la puerta de San Dionisio vio la mujer a un hombre pequeño, de raquítica facha, de tipo bilioso, parado mirando el desfile, e interpelole jovialmente:
-¡Eh, Luis Pedro! ¡Lechuza! ¡Cara de De profundis! ¿Quieres cenar esta noche con la gente de buen humor en el bodegón de la Mariscada?
El interpelado, en vez de responder, se apresuró a sumirse entre el remolino de máscaras zarrapastrosas y estudiantes que cantaban a grito pelado. Fuese por haber permanecido de pie sobrado tiempo o por causas más íntimas, sentía una debilidad, un desfallecimiento orgánico, deseos de dormir, de extenderse allí mismo, aunque le pisoteasen. Lentamente, abatido, se retiró a su posada. Era hora de comer, y comió con ansia violenta, puramente animal, extraña en él, que era sobrio. Reconfortado ya, volvió a salir y se dirigió, entre el gentío, a apostarse ante las puertas del teatro de la Ópera, por cuyas vidrieras se veía la brillante iluminación del recinto. Aquella noche había fiesta, representación extraordinaria; el programa anunciaba El Carnaval de Venecia y Las bodas de Camacho. Rodar de coches, claridad de antorchas, tropel de gente, anunciaban ya que la Corte venía. Luis Pedro sintió el deslumbramiento de un vértigo. «Ahora, ahora», zumbaba una burlona voz, apremiante, en sus oídos. Y a pesar de tal mandato, el carbonario permanecía inerte. No podía. La acción no brotaba de sus nervios a sus músculos... «¿Qué es esto? -pensó-. ¿Es miedo? ¿Es que no debo? ¿Tengo derecho o voy a cometer un crimen? ¿No les he avisado varias veces sin que me hagan caso? Para exagerar la lealtad sólo me ha faltado entregarme...».
Mientras fluctuaba así, el príncipe Fernando y su esposa se bajaban de la carroza, dándola él la mano, y entraban en el teatro por la puertecita que sólo usaba la familia real.
-Otra ocasión perdida... ¡Vacilaciones, incertidumbres, escrúpulos, perplejidades necias! ¡Son culpables... trajeron a los cosacos... oprimieron, despojaron al inocente!... ¡Horcas, fusilamientos... la sangre de Brezé, la de Giacinto... todo grita! ¡Y ese pueblo estúpido que se embriaga en la orgía carnavalesca! ¡Y las Ventas que también duermen! Pero Bruto vela... -añadió acordándose de una de sus lecturas de historia romana-. A pesar de mis reiteradas cartas no me han preso... A pesar de mis antecedentes no se me vigila siquiera... Es que tengo de mi parte el destino. Yo nací tan sólo pata ejecutar hoy lo que he determinado... ¡Esperemos! ¡Al tronco!
Alejose de allí y vagó sin rumbo por los jardines del Palacio Real, próximos a la Ópera. Iba ensimismado, tropezando a cada paso con grupos que cantaban estribillos báquicos y lascivas coplas de Beránger. Mujeres procaces, pintadas, arreboladas, le dirigían cínicas bromas. Un beodo le injurió. Él no atendía. Respiraba con ansia el aire frío de la noche, que refrescaba sus sienes ardorosas de calentura. En su cráneo percibía el rodar sordo de un trueno, y sílabas incoherentes se enlazaban, por mágica operación, formando palabras, palabras persuasivas, para aconsejar el irrevocable acto. «Es preciso obedecer. Después el descanso. Se acabaron las indecisiones y torturas», calculaba con afán pueril. «Y tiene que ser hoy. Si mañana vuelvo a Versalles, obligado por la necesidad, porque allí tengo mi modo de vivir, ¿cuándo se presentará la ocasión nuevamente?».
Iba y venía del jardín al teatro y del teatro al jardín, acechando. Las horas de la noche transcurrían; el jardín se despoblaba; vaciábanse las fondas y los bodegones; el gran reloj dio, después de las once, la media, y Luis Pedro observó que llegaban y se apostaban ante la puertecilla los coches de la casa real. Entonces, por la solitaria calle de Louvois, enhebrose el carbonario hasta deslizarse entre el bureo del grupo de lacayos. Su mísera facha, su traza humilde, le hacían pasar inadvertido. Tomaríanle por un pobre cochero simón, o más bien por uno de esos ayudantes ocasionales que los simones dedican a cuidar del caballo cuando quieren entretenerse en la taberna. El sitio era sombrío; Luis Pedro se inmovilizó, se pegó a la pared.
No fue larga la espera. Justamente el príncipe Fernando bajaba acompañando a su esposa, que, fatigada de un baile a que había asistido la noche anterior, lastimada por el golpe de la puerta de un palco, deseaba retirarse. Él pensaba quedarse un rato aún, sabe Dios con qué fines calaverescos, y para no causar celosas inquietudes, al asomarse a la puerta y ayudarla a subir al estribo, díjola sonriendo: «Nos veremos pronto». Era, sin poderlo remediar, ardorosa, apasionada y suspicaz la italiana; era él, involuntariamente asimismo, galante, perdido y rendido al encontrarse con una mujer hermosa, sin dejar por eso de querer y cortejar a la suya más como enamorado que como legítimo dueño, por lo cual ella, a su vez, le amaba mucho. Con el dedo le había amenazado al salir del palco, entre burlas y veras, diciéndole al oído, de modo que nadie se enterase: «Me voy porque tengo miedo si trasnocho de hacer daño a nuestro chiquitín... a nuestro secreto... al varón que llevo en las entrañas... A no ser por eso, no me iría. No te se ocurra quedarte hasta el amanecer». Él la tranquilizó solícito, tierno, con insinuante presión, ejercida sobre el redondo brazo desnudo que en el suyo descansaba, y al despedirse la dirigió la frase de conyugal cariño que ha recogido la Historia...
Ágil a pesar del embarazo por nadie advertido aún, la dama subió al coche; los lacayos alzaron el estribo. Inclinose ella a la portezuela, para ver todavía al esposo, que volvía al interior del teatro y que en aquel punto se encontraba todavía en la acera de la calle de Rameau, bajo la marquesina pintada imitando tela... Luis Pedro acababa de insinuarse entre el remolino de lacayos, centinelas y cortesanos que bullía en el vestíbulo. Él mismo no se explicaba -cuando después, en la yerta soledad del calabozo, antesala del cadalso, revivió los trágicos momentos de la breve aventura, volvió a cometer el crimen mil veces por medio del pensamiento-, él mismo no se explicaba, repito, la repentina decisión y la destreza admirable que desplegó para realizar lo que media hora antes le parecía imposible de intentar siquiera. En efecto, al contrario de lo que suele suceder, que la fantasía todo lo facilita y la realidad presenta de bulto los imprevistos obstáculos, Luis Pedro, mientras paseaba en el jardín del Palacio Real, ni aún concebía cómo transformar en hecho lo que tenía determinado en lo más hondo de su conciencia, y creía su empresa algo quimérico, algo irrealizable, y ahora, en el momento supremo, diríase que invisible mano le guiaba y suprimía cuanto estorbarle pudiese. Iba recto, como la bala, cortando sin esfuerzo el aire, va al corazón. Aquel hombre joven, poderoso, fuerte, rodeado de cortesanos y de amigos, a quien los centinelas, colocados a ambos lados de la puerta, presentaban las armas; aquel hombre cuya robustez se adivinaba bajo la elegante vestimenta, hecho a la vida militar, capaz con un capirotazo de tumbar por tierra al enemigo raquítico y endeble que le acechaba, sentía Luis Pedro que era físicamente suyo, que la suerte se lo entregaba en las manos, como una presa descuidada, inerme. Ya no subyugaba a Luis Pedro la impresión de su pequeñez, ya no se creía átomo en el mundo; dentro de él se desarrollaba una especie de embriaguez lúcida, un rapto de orgullo de esos que transportan. «Llegó el instante. El oscuro, el mísero, el plebeyo, el obrero guarnicionero va a escribir su página de historia. Mi vida, hasta hoy, nada significaba. Era una narración insulsa, un cuento sin sentido, contado por un idiota. Voy a darle su verdadero valor; voy a desahogar lo que dormitaba y latía en mí. Satisfacerse destruyendo a un esbirro, ¡qué miseria! Eso era bueno para Giacinto, naturaleza inferior, vulgar». Y los ojos altaneros y doloridos de Amelia, su boca plegada por amargo desdén, su rubio y terrible ceño de arcángel exterminador, acudieron a la memoria del carbonario. Era la cantidad de sugestión femenil que hay en toda tragedia. «Las almas superiores son solitarias: quieren lo que quieren y no perdonan. Del perdón de un débil han venido las desdichas». Creía Luis Pedro que le iluminaba el fulgor de las brillantes pupilas de la hija del mecánico, cuando, sin ocultarse, sin tomar precaución alguna, como camina el sonámbulo en medio de los mayores peligros y al borde de los precipicios o por la cresta de las nubes, se dirigió a encontrar al Príncipe. Púsole en el hombro la mano izquierda, y con la derecha, que ya llevaba empalmado el puñalito, descargó el golpe, maravillosamente certero, vivo y rápido. Fernando no sintió nada, ni aun el frío del hierro; se figuró que le empujaban, y que iba a dar, por efecto del empujón, contra uno de sus cortesanos. Ninguno entre los acompañantes de Fernando se había hecho cargo de la verdad. El criminal, todavía sostenido por la fiebre semiheroica y la visionaria lucidez que le dictaban en aquel instante lo más acertado, sin que la reflexión interviniese, había desaparecido; al llegar a la esquina de la calle de Richelieu, con serenidad absoluta refrenó el paso y se dirigió lentamente a perderse en la sombra de las arcadas hoy derruidas y cuyos arranques se ven aún, frente al amplio edificio de la biblioteca. Un minuto más y estaba en salvo, fuera del alcance de los que hubiesen podido perseguirle. Nadie le había visto; nadie le conocía de los que en el vestíbulo del teatro casualmente le hubiesen visto antes. Estaban su suerte y su vida en el filo del cuchillo. Respiraba a dos pasos de allí, ejerciendo en un café el oficio de servir a los parroquianos, otro hombre cuya existencia, hasta entonces, no había ofrecido sino vulgarísimos incidentes. Quiso la suerte que en aquel punto saliese del café llevando una bandeja de sorbetes. Luis Pedro apresuró el paso y tropezó con el mozo. Los sorbetes cayeron. El mozo, enfurecido, dio tras el bruto que le estropeaba la mercancía. Corrió, siguió su pista, y al divisarle entre la oscuridad, se arrojó a su cuello, le sujetó, le detuvo... ¡Era tan débil el carbonario! Además, pasado el decisivo episodio, ya oía la voz burlona, la voz infernal de antes, que repetía dentro de su cráneo: «Tú ya hiciste... Ahora es este que te prende quien hace».
Y mientras tanto, en el vestíbulo, Fernando, por instinto, llevaba la mano al costado, a la herida ignorada aún, y encontraba allí, saliente, un estorbo: el mango del puñal. La hoja había entrado toda entera. Un grito cruel; un movimiento más cruel aún, el de arrancar aquel arma fina, triangular, que no perdona. Y la Princesa, volviendo a bajarse del coche, precipitábase ya ciñendo el cuerpo de su marido; a borbotones la sangre empapaba su traje fresco salpicaba sus brazos torneados, desnudos. Empezaba aquella serie de escenas tristes, tiernas, bellas, de una belleza romántico-cristiana; la larga despedida de un moribundo que en todo piensa, que a todos llama a su cabecera, que revela lo que tenía en su corazón, lo que se va de sus venas por el portillo de la herida mortal: el ansia de gloria, el patriotismo, la fe cristiana, el amor conyugal, el paternal, la confesión humilde de pasadas flaquezas... y, por encima de todo, la constante, la ardiente súplica del perdón a su asesino... Cuando el Rey se inclinaba sobre el lecho en que agonizaba Fernando, el lecho que también tenía su historia, los labios ya cárdenos del moribundo murmuraron con ahínco:
-¡Que le perdonen! ¡Que sea perdonado! ¡Todos necesitamos perdón! ¡Somos culpables... muy culpables! Tío y señor... el sí. ¡Ah, Dios mío!... -suspiró ante el silencio regio-. ¡Si perdonasen a ese hombre, comprendo que mis últimos instantes serían más dulces! ¡No llevo ese consuelo a la tumba!...
Y entre los postreros gemidos, entre la febril accesión que turbaba su cerebro, hasta que el ritmo del aliento no levantó ya su noble pecho traspasado, pudo oírse que el nieto de Enrique IV, tan semejante al glorioso antecesor -por lo menos en la muerte-, repetía:
-¡Perdón para él... perdón para él!...
Lecazes entretanto, sorprendido de la prontitud con que caía el tronco, se había acercado al criminal, a quien, en una sala baja, dirigían el primer interrogatorio.
Llevándoselo a una esquina, en voz que de nadie más podía ser oída, le dijo:
-¿Tienes cómplices? ¿Hiciste esto por dinero?
Luis Pedro miró al Ministro despreciativamente y contestó:
-¿Se hacen por dinero estas cosas? Soy el vengador de mi patria, y también de Dorff y de su hija. La dinastía muere. Ya no habrá heredero...
-¡Miserable! -exclamó el Ministro, gozando en torturar aquel alma de sombra-. ¡La Princesa queda encinta!
Palideció Luis Pedro; lo inútil del crimen cayó sobre él como una losa.
-Bien, ya está hecho y lo haría de todas suertes -pensó momentos después, rehaciéndose para conservar aquella sangre fría de la cual dio tan singulares pruebas hasta en el mismo instante en que subía al patíbulo.
El diálogo confidencial y secreto de Lecazes y el asesino se notó, se comentó y fue base de las acusaciones de complicidad que provocaron la caída del Ministro. «Resbaló en la sangre», dijeron del favorito los que le juzgaban complicado en la sombría tragedia.