Misterio (Bazán): 46

Misterio
Quinta parte – La hermana​
 de Emilia Pardo Bazán


Giacinto editar

Cuando Dorff abandonó la glorieta en que se había verificado la entrevista, y donde quedaba la Duquesa siguiéndole con los ojos, un hombre, oculto en la espesura más próxima, se le adelantó cautelosamente y llegó a la puertecilla antes que él, conferenciando allí un instante en coz baja con el esbirro La Grive.

-Trae un cofrecillo -murmuró- y a toda costa hay que apoderarse de él. Repito mis instrucciones; ese cofrecillo es lo que nos importa. ¿Dónde están Sec y Lestrade?

-A dos pasos. ¿Les llamo?

-No, evitad el ruido... Y a propósito: no se ha de hacer nada con las carabinas. Y si no se resiste, no le hagáis daño. Deslízate, búscales reconcentraos aquí. ¡Ya se acerca!

-Entendido -dijo La Grive.

Los dos esbirros, disfrazados de guardias, se separaron. Volpetti esperó detrás de la puertecilla, para cerrarla cuando asomase Dorff. No tardó este en aparecer, caminando absorto en las impresiones lacerantes y dulces de su diálogo con la Duquesa. Salvó la puertecilla, y ni siquiera miró al guardia que se la franqueaba solícito. Aunque le mirase no le reconocería con tal disfraz, bajo las barbas y el moreno color de Alberto Serra. Alrededor del hombre, que ni pensaba, a pesar de su triste experiencia, en las traiciones, las celadas y las maldades, iban a confluir en aquel momento los enemigos y los protectores; Volpetti estaba allí, pero no andaban lejos Brezé y los caballeros de la Libertad...

El movimiento del grupo de polizontes disfrazados de guardias del parque se verificaba de manera que envolviesen a Dorff y los defensores -que ya habían advertido la maniobra de sus enemigos, teniendo sobre ellos la ventaja incalculable de no ser sospechosa su presencia- resolviéronse a atacarles por la espalda.

La pequeña fuerza que componían Brezé y los dos carbonarios se ocultaba detrás de una espesa cortina de árboles, en un altozano, desde el cual se dominaba el sendero.

En un pormenor habían coincidido con los esbirros: también ellos estaban resueltos a no emplear armas de fuego sino en caso de extrema, de última necesidad. Comprendían el peligro de atraer gente: ni unos ni otros querían ser sorprendidos en su faena. Aunque el lugar era del todo solitario y adecuado a lo que se preparaba, ¡quién sabe lo que puede ocurrir! Pasos más recatados nunca hollaron aquel césped... Parecía que llevaban los zapatos suelas de fieltro.

Iba el mecánico, al salvar la puerta, tan abismado, que, como hemos dicho, ni observó quién se la franqueaba. Parecíale un sueño cuanto acababa de sucederle. La voz de su hermana le zumbaba en los oídos; sus rápidas y como forzadas caricias las volvía a saborear con ardiente gozo. La duda rara, la incertidumbre acerca de su propio ser, padecida tan a menudo, ya no le mortificaba: ya se reconocía, tranquilo y firme. Desposeído... ¡bien! Impostor o maniático... ¡nunca! Y avanzaba con ese andar de autómata que revela las preocupaciones intensísimas, con la vista fija en el suelo y con una especie de oscilación de la cabeza propia de la edad avanzada, pero en aquel caso debido a un pueril transporte de felicidad. Salió, cruzo la puerta del parque y adelantó por el sendero, sin darse cuenta de lo que hacía, pues ni aun sospechaba el camino que iba a emprender. Acordose de Amelia; le era penoso tener que confesar a la niña el compromiso adquirido, la renuncia a todos sus derechos. Y cuando llegó cerca de un bosquecillo que a aquella hora, puesto el sol, formaba un rincón de sombra densa, de improviso dos manos prontas y expertas le echaron por detrás un pañuelo que le tapó la boca, mientras otras dos le sujetaban los brazos y se los fijaban a lo largo del cuerpo con fuerza incontrastable. Dorff no pudo ni gritar ni resistirse. Segura la presa, Volpetti, en un abrir y cerrar de ojos, registró al mecánico, tropezó con el cofrecillo y se apoderó de él con risa de triunfo. Al tenerlo ya en su poder, el esbirro hizo una señal: ningún objeto tenía el violentar a Dorff. Por exceso de precaución creyó que tan sólo convenía reducirle algún tiempo a no gritar ni moverse, y una seña de Volpetti bastó para que le atasen bien las manos y le aplicasen a la boca, en vez del pañuelo, una mordaza.

Todo esto se había realizado con suma celeridad, sin lucha, sin brega. Por pronto que quisieron acudir los defensores de Dorff, estaba este reducido a la inmovilidad y reclinado en el vallado que servía de lindero a la floresta, cuando el grupo de Brezé y los carbonarios cayó sobre los esbirros.

Tres nada más eran, pero valían por un ejército, según su denuedo y la furia que les poseía. La indignación ante tan cobarde emboscada centuplicaba sus bríos.

Giacinto y el marqués de Brezé, que eran los fuertes, los musculosos, esgrimían bastones de emplomado puño, y favorecidos por la sorpresa de los esbirros, de los dos primeros molinetes aturdieron a uno, Lestrade, y derrengaron al otro, La Grive. Desembarazados así momentáneamente de la mitad de sus enemigos, Renato pudo ocuparse de Sec, que había desenvainado su cuchillo de monte, y Giacinto, atraído por el odio, como a otros les atrae el amor, se dirigió contra Volpetti, que ya le hacía cara.

El esbirro conservaba aún el cofrecillo en la mano: no quería soltarlo por nada del mundo, y le estorbaba para manejar el cuchillo de monte, arma terrible, pero que exige desembarazo y agilidad. Pudo, pues, el siciliano, que no tenía tiempo de emplear sino el bastón emplomado, pues el cuchillo lo llevaba envainado en la cintura, asestarle un golpe que alcanzó al esbirro en la clavícula, con vigor violento. La fuerza del dolor le obligó a suspender toda acción agresiva: sus ojos se nublaron; ante ellos danzaron círculos rojos y lucecitas chispeantes. Soltó el cofrecillo, que rodó a tierra, pero conservó empuñado el cuchillo de monte. Y recobrando instantáneamente el sentido, aprovechándose de que Giacinto acababa de bajarse para recoger el precioso cofre, el esbirro le descargó tal cuchillada que, a no haberse el siciliano, instintivamente, desviado el golpe, le rebana el cuello por detrás, con tajo de muerte. El movimiento de Giacinto tuvo la instantaneidad fulmínea de los que realizan las fieras para defenderse en mortal combate. Fue una especie de salto de tigre. El aborrecimiento, la rabia, duplicaban en aquel momento el arrojo natural del siciliano, las energías de su cuerpo joven, bien formado y robusto. Por ley psicológica, la memoria del daño que Volpetti había causado a su familia reemplazó a la idea de lo que importaba a la causa de Dorff. Para ser útil a este convenía apoderarse del cofrecillo y poner inmediatamente pies en polvorosa, desaparecer sin mirar atrás, salvar lo primero los papeles inestimables, capaces de cambiar el curso de la Historia. Pero Giacinto era hombre, tenía carne y sangre, y aquel esbirro, con quien se encontraba empeñado en personal lucha, había sido causa de que su hermano se balancease en la horca.

Giacinto no acertó a sobreponerse a las vengativas tradiciones de su raza, al inveterado y cruento rencor, que es en Sicilia obligación de honrados. Rechinando los blancos dientes y echando lumbres por los negrísimos ojos se incorporó como si le tendiese un resorte, y después del brinco salvaje con que evitó el corte de la hoja de su adversario de otro arrechucho y de un violento empuje, aprovechándose de que Volpetti estaba aún bajo la impresión dolorosa del golpe recibido en la clavícula, derribó al esbirro y le arrancó de la mano el arma, de la cara las barbas postizas. Volpetti era diestro y no carecía de frío valor, pero era más bien la inteligencia que combina que la fuerza que ejecuta. Giacinto le vencía en este terreno, y acrecentaba sus arrestos el sentimiento profundísimo por tantos años almacenado dentro de su corazón: el ansia de venganza siempre despierta, inextinguible. Un vértigo homicida se apoderó de él. Volpetti estaba en el suelo, tratando de incorporarse sobre una rodilla. Giacinto, con la mano izquierda, le inclinó lentamente la cabeza; con la rodilla pesó sobre el tronco, y despacio, entre accesos de gozo feroz, riendo, empezó a seccionar la garganta del esbirro, dándole el fin que él trataba de dar a los demás y repitiendo, con retahílas de atroces juramentos, en los cuales danzaba la Madona:

-¡Compadre! ¡Compadre de Satanás!...

Medio degollado, revolcándose en las convulsiones de la agonía, se extendió en la hierba el esbirro. La sangre, caliente y roja, que brotaba a caños de la atroz herida, chorreaba entre las manos del siciliano, que la sentía con fruición empapar mis dedos, y que, inclinándose sobre el moribundo, cuyos vidriados ojos ya nada volverían a ver en la tierra, repetía rugiendo, con espasmos de ventura:

-¡Compadre del diablo! ¡Herético! ¡Al fin! ¡Al fin!

Mientras Giacinto se despachaba a su gusto, de los dos esbirros que en el primer instante quedaron fuera de combate, el uno, el derrengado La Grive, habíase recobrado y luchaba a brazo partido con Luis Pedro. No era este ningún atleta ni ningún jayán, y el esbirro llevaba la mejor parte, en términos que pudo desembarazarse del caballero de la Libertad, dejándole aturdido a puñetazos, sin dar a pie ni a pierna, y correr hacia donde Giacinto acababa con Volpetti. De una ojeada, La Grive, que era listo de más, apreció la situación. Volpetti yacía sin vida, y a su lado, a la orilla de un charco de sangre, brillaba el cofrecillo. Recordaba La Grive el encargo apremiante y reiterado de Volpetti: ¡El cofrecillo lo primero! Y aprovechando la distracción de Giacinto, que recreaba sus ojos en el espectáculo del agonizar de su enemigo, La Grive tendió la mano, asió el cofrecillo y emprendió loca, desatada carrera, perdiéndose entre los árboles. Le espoleaba, no sólo el deber profesional, sino la ilusión de las albricias que le daría el ministro de policía, Su Excelencia el señor Lecazes. Y con aquel polizonte que huía como alma que lleva el diablo desapareció el último rastro del misterio encarnado en el proscrito Dorff.

Era la derrota definitiva; era el desenlace fatal del largo drama iniciado en una cárcel, desarrollado en Londres, Dower y el castillo de Picmort, y en cuya postrer escena un velo negro, impenetrable, envolvía, como envuelve la sombra toda una cara de la luna, un aspecto de la Historia.

Nadie pudo oponerse a la acción de La Grive. Luis Pedro, anonadado por la paliza, yacía en tierra; Giacinto, fascinado aún, contemplaba el cadáver de Volpetti, y en cuanto a Renato de Brezé, acababa de desembarazarse del otro esbirro, el huesudo y brutal Sec -aquel mismo a quien en Londres cubría un capotón azul-, y, movido por el respeto, dedicábase a cortar las ligaduras de Dorff. Sec no estaba, sin embargo, inutilizado aún, Renato habíale quitado el cuchillo de monte y enviádole a rodar de varios bastonazos firmes; pero el esbirro, fingiéndose desvanecido, acechaba; sus párpados entornados no cubrían sus ojos. Vio muy bien la derrota de sus compañeros: Volpetti degollado, Lestrade medio muerto, La Grive que huía, y resolvió huir también, pero no sin desquite. Deslizándose hacia el bosque con sutileza de reptil se situó a distancia, seguro tras los árboles, y desde allí, fríamente -a pesar del encargo del jefe, que ya no podía repetirlo-, echose a la cara la carabina, apuntó con calma, disparó... y el marqués de Brezé, dando una voltereta, se desplomó a tierra... La bala le había atravesado el corazón.

Sin sospechar lo que ocurría en el sendero que rodeaba el parque, la Duquesa, todavía inmóvil en el banco de piedra, no se resolvía a recogerse al castillo. Mil veces estuvo a punto de correr a la puertecilla, de llamar, de gritar: «¡Carlos Luis! ¡Hermano! ¡Hermano!». Insondable remordimiento envolvía su alma. El sol ya no enrojecía el horizonte. Un soplo helado, nocturno, agitaba las hojas... De pronto se oyó un ruido seco, que parecía detonación. La señora tembló, pero permaneció allí, agitada por contradictorios sentimientos. El ramaje crujía la arena rechinaba, percibíanse pasos... ¡La aparición!... Era una joven vestida de negro, sueltos y desordenados los rizos, de un rubio ceniza. Sus manos, que alzaba amenazando, estaban ensangrentadas, soltaban gotas rojas. En sus pupilas resplandecía un fulgor extraño, de demencia. A la Duquesa la paralizó el terror. Aquella mujer era el retrato de su madre... Y avanzaba muda, fatídica, señalando con el índice, hasta que llegó a tocar en la frente a la dama, imprimiendo allí, con el goteo de la sangre, una señal. Los ojos de la niña eran luego, el fuego tétrico del infierno; su boca, lívida, apretada, expresaba el desprecio que maldice. Y la Duquesa rodó del banco, se retorció en la arena agitando de un modo que aterraba:

-¡Madre! ¡Madre mía! ¡Perdón!


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Epílogo: Luis Pedro El destino de Giacinto - Un nieto de Enrique IV - El destino de Fernando