Misterio (Bazán): 32

Misterio
Cuarta parte - Picmort

de Emilia Pardo Bazán


Mala noticia

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Al otro día, en la habitación más alta de la torre, cuyo piso principal era el tocador de la marquesa, Amelia y Luis Pedro conferenciaban.

-Creo -decía la hija de Dorff- que no se quejará Renato; he obedecido pasivamente, cosa en mí difícil; he seguido sus instrucciones al pie de la letra, sin darme cuenta de las razones que las dictaban. Pero ahora exijo saber: ¿Por qué, en pez de acompañar a mi padre a París, gozando la alegría suprema de ver cómo le reconocen los fieles servidores de nuestra casa y se ven obligados a confesar su rango y su jerarquía los mayores enemigos, en lugar de hallarme al lado de mi prometido esposo y saborear la felicidad de su compañía, se me recluye en este torreón como a cuitada prisionera, se borran tan cuidadosamente las huellas de mi paso, se me viste de aldeana y hasta se me priva de abrir las ventanas de mi dormitorio, y para tomar aire se me hace subir a esta estancia que domina el valle a tan pavorosa altura?

Luis Pedro al pronto no respondió. Permaneció un instante en aquella actitud de meditación tétrica que le caracterizaba y que daba a su rostro expresión hosca y dolorida.

-Señora... -murmuró al cabo con esfuerzo-. ¡Valor!...

-Hable usted -mandó Amelia imperiosamente-. ¿Me toma usted por alguna débil criatura? A nada temo; ante nada retrocederé. ¡La verdad, sea cualquiera!

Y sus ojos irradiaron tal fuego, tal poder, que habló de un modo más explícito de lo que acostumbraba el caballero de la libertad.

-No son las circunstancias -dijo- las que suponíamos. No hemos desembarcado en Francia ignorados, libres, dueños de nuestras acciones, al menos por algún tiempo. Si así fuese, nos dirigiríamos reunidos a París y se pondría en práctica cualquiera de los sistemas propuestos o ambos a la vez, pues no son incompatibles; su padre de usted se dirigiría a su hermana, única en quien confía y de quien se obstina en esperar un arranque de sinceridad y cariño y con él la salvación, y el Marqués, por su parte, recorrería las casas de los antiguos servidores y de los adictos amigos para preparar los ánimos y crear una atmósfera favorable a las reivindicaciones del derecho. En este caso su presencia de usted sería una ayuda inestimable. Viendo juntos al padre y a la hija, nadie puede dudar. La impresión que nos produjeron a Giacinto y a mí en la posada del Pez Rojo se la producirían a cuantos les viesen. Pero cabalmente, si es cierto lo que tememos... esa misma asombrosa semejanza, ese sello de familia que la Naturaleza les ha estampado a ustedes en el rostro y en el cuerpo, sería su condena.

Amelia fijaba sus grandes y luminosos ojos en el encapotado semblante del carbonario.

-Acabe usted -insistió-. ¡Creo que adivino o al menos presiento!

-Presienta lo peor y acertará -contestó él.

-¿Se... ha salvado Volpetti?

Y al preguntarlo, Amelia sintió correr por sus venas un escalofrío.

-¡Tememos... que sí! -articuló Luis Pedro en apagada voz-. Por lo menos, algunos tripulantes del schooner escaparon con vida.

-Y... ¿cómo ha sido posible? El incendio, la explosión, el naufragio, nuestros disparos...

-Raro es, señora, que al perderse un buque sucumban cuantos iban en él. Muchos se arrojaron al mar; no todos se ahogaron.

Amelia ocultó entre las manos la cara. Por un momento su alma grande quedó anonadada bajo el paso de la fatal suerte. Pronto, sin embargo, volvieron a su natural tensión los resortes de aquella voluntad de acero.

-Y... ¿cómo se ha averiguado eso? -interrogó-. La salvación de algunos, quiero decir.

-Después de nuestro feliz desembarco en San Malo, ya sabe usted que, por exceso de precaución, acordamos no salir directamente de allí mismo, sino desorientar, dirigiéndonos disfrazados a algún punto próximo de la costa, donde, en días diferentes, tomaríamos la diligencia. Su atavío de irlandesa de usted era tan extraño... Fue idea y consejo del capitán Solviac, y él nos proporcionó la ropa que llevamos puesta... Salimos de San Malo hacia Dinán, donde pasamos la noche...

-Bien -interrumpió Amelia-. Al otro día, de madrugada, al despedirse de mí, Renato me dijo: «Amelia del alma, nos vamos tu padre y yo a París... pero tú no puedes seguirnos por ahora. No me preguntes... Asilo seguro e inviolable te espera en Picmort. Está el castillo al cuidado de un servidor incomparable, Juan Vilain, una especie de perro que se hará matar antes de consentir que toquen a un pelo de tu cabeza. De padres a hijos los Vilain sirven a los Brezé, y el padre de este actual administrador fue fusilado por su adhesión a la causa del altar y el trono. Encierra el castillo rincones y escondrijos tales, sólo conocidos de mí y de Juan, que allí nació y es como el duende de las viejas torres, que, en el peor caso, aunque supiesen que estás allí y quisiesen apoderarse de tu persona, les desafío a que lo logren mientras Vilain aliente en el mundo... Hoy aviso a Vilain para que te aguarde en sitio oportuno; el niño y nuestro amigo Luis Pedro te acompañarán; Vilain no sabe quién eres; le digo que eres una joven desgraciada que tiene conmigo un remoto parentesco y a quien su familia quiere encerrar en un convento... No me preguntes, no te niegues... Todo es por tu bien y el de tu padre...». ¡Ahora empiezo a explicarme el sentido que encerraban las palabras de Renato!

-La noche que pasamos en Dinán -repuso el carbonario-, mi compañero Giacinto, que es muy comunicativo y muy pesquisidor, recorrió bodegones y tabernas, habló con marineros y sardineros y supo detalles de la catástrofe del barco incendiado, que le refirieron sin sospechar la parte que él había tomado en el acontecimiento. Se le puso -son palabras suyas- carne de gallina cuando supo que se habían salvado, logrando arribar a una playa, allá en Pleneuf; aunque cubiertos de heridas, dos o tres de los náufragos, a quienes caritativos pescadores dieron acogida en sus cabañas y están curando...

-Pues si nos hay más que eso, y mientras ignoremos si entre los salvados se cuenta Volpetti, sería pusilanimidad alarmarse mucho. Lo verosímil es que el esbirro, que se arrojaría al mar quebrantado por sus anteriores aventuras, sea a estas horas sabrosa comida de los peces.

-¡Dios la oiga a usted! -murmuró Luis Pedro-. Aun los demás supervivientes pueden originarnos daño, sembrando la alarma y denunciando los hechos; pero Volpetti... Recuerde la influencia de ese malvado en los destinos de su padre de usted. Otra semejante ejerció contra la familia de Giacinto.

Los bellos ojos de Amelia imploraron de Luis Pedro algo que la consolase.

-Pero Giacinto y usted han venido a contrarrestar ese maligno influjo -dijo con entonaciones de dulzura infantil-. Yo tengo un corazón que me avisa si debo desconfiar... y fío en ustedes... ¡no se admire!, casi tanto como en Renato, mi prometido... casi tanto como en mi padre. No sé por qué me protegen usted y Giacinto; no sé qué sentimiento les mueve; hasta creo que representan ustedes algo muy diferente, tal vez opuesto a lo que mi padre significa... y, sin embargo, ni un momento he dudado de ustedes, y dormiré bajo su custodia como bajo la del ángel de mi guarda. ¿Verdad que hago bien, Luis Pedro? -añadió tendiéndole la diestra.

El rostro del carbonario se transformó: su opresión recelosa y torva se cambió en una especie de beatitud, y sin atreverse ni a estrechar ni a besar la mano que Amelia le ofrecía, cruzó las suyas y pronunció en tono solemne, profético:

-La hija de Francia hace muy bien en fiarse del revolucionario, del enemigo de su estirpe, de las instituciones en esa estirpe simbolizadas. ¡Nadie como Luis Pedro aborrece a los Borbones, reos del crimen de lesa patria, causa de que el suelo francés se haya visto profanado por los cascos de los caballos que montaban, látigo en puño, los cosacos del Don! Odio inextinguible, eterno, mortal, les había jurado Luis Pedro. Este odio ha guiado sus pasos, motivado sus viajes, inspirado sus acciones hasta hace pocos días... Ahora veremos si las lecciones de la adversidad las aprovecharon, si son capaces de un rasgo de justicia, si se arrepienten de la iniquidad, si la usurpación baja voluntariamente del solio, si no reniegan de su sangre porque se haya mezclado con la sangre generosa y pura del pueblo... ¡Ah! Si hacen esto, si la hermana abre al hermano los brazos, ¡lo juro! ¡Luis Pedro depondrá su encono! ¡Luis Pedro perdonará a los Borbones!

Aquellas peregrinas frases, que hasta podían parecer risibles, no hicieron sonreír a Amelia; por el contrario, imprimieron una expresión de gravedad a su lindo y altanero rostro.

-¿Y quién duda, Luis Pedro -murmuró con cariñosa efusión-, que esa es la misión de mi padre? Su historia de desventuras inauditas, su atroz calvario, las circunstancias que le forzaron a vivir como el pueblo, a ser pueblo, a engendrar en el seno del pueblo los hijos de su amor, ¿no han de influir en él cuando llegue a recuperar su verdadero puesto ante el mundo? ¡Ah! ¡Demasiado ha visto y padecido la miseria humana para que no se compadezca del dolor ajeno y no trate de remediar los males de los pequeños y de los humildes! ¡Le está reservado el sublime oficio de reconciliar al pueblo con la monarquía, dando a los antes oprimidos paz y libertad bajo un cetro firme y justiciero!

Al hablar así, las mejillas de Amelia se encendieron; sus pupilas irradiaron fulgor.

-¡Bendito el día en que tan hermosa aurora luzca en el horizonte! -murmuró fervorosamente el carbonario.

-Próxima está a lucir... -declaró Amelia-. Por más que se esfuercen los malvados, el triunfo es nuestro. Mi padre, bajo la protección de Renato, nada tiene ahora que temer, y las pruebas que lleva consigo, los documentos a tanta costa rescatados son tales que, si llegase el caso de acudir a la justicia, venceríamos desde el primer instante. ¡Oh! Aunque el esbirro haya vuelto del infierno -y sería el colmo de la mala suerte-, ¿qué puede hacer?

-¡Qué puede hacer! -repitió Luis Pedro-. ¡Todo! ¡Todo, señora! No se forje ilusiones. Si ese hombre vive, ¡ay de nosotros! Muerto él, mudos sus labios por el candado del eterno silencio, tenemos tiempo de revelar de un modo seguro la personalidad de su padre de usted; pero si resucitó y se nos adelanta, él, único que tiene en sus manos los hilos de este enredo y la historia entera del mecánico de Dorff, como que es él quien le ha impuesto el nombre que usa y le ha envuelto en ese nombre como en un sudario, entonces, ¡ay de su padre de usted, ay de nosotros, ay del capitán del Poliphéme, que nos ha prestado tan inestimable ayuda! Es cuestión de vida o muerte... y no pensamos dormirnos... No nos dormiremos, señora -añadió en tono significativo y profundo.

-¿Qué quiere usted decir, Luis Pedro? -preguntó Amelia-. Hable claro; no soy apocada ni medrosa.

-Quiero decir, señora... ¡ea, la verdad!, que por algo se ha quedado atrás nuestro compañero Giacinto... Por algo se ha separado de nosotros en Dinán, y no por capricho regresó a San Malo para reunirse con el capitán del Poliphéme, que se sabe de memoria los rincones de la costa, donde no hay escollo, cabo ni ensenada que no tenga explorados, ni pescador, marinero o sardinera que no estén a su devoción. Él y Giacinto se dirigen a Pleneuf... Su expedición podrá dar mucho juego...

El retintín con que pronunció estas palabras Luis Pedro era para alarmar a Volpetti si las hubiese escuchado.


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Epílogo: Luis Pedro El destino de Giacinto - Un nieto de Enrique IV - El destino de Fernando