Misterio (Bazán): 07

Misterio
Primera parte - El visionario Martín

de Emilia Pardo Bazán


Epicúreo

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Si se nos ocurriese comparar el despacho del Superintendente con el gabinete particular del Monarca, diríamos que el primero reviste mayor ostentación oficial; pero si nos detuviésemos a considerar despacio el segundo, encontraríamos en él mucho que admirar y que demuestra las aficiones cultísimas de su dueño.

Las ventanas se abren sobre el jardín real, que tiende como un tapiz sus cuadros de césped esmaltados de canastillas, y expone al sol, tibio aún, de mayo, el dorso alabastrino de sus estatuas de paganas divinidades. Dentro, cubren las paredes cuadros modernos y antiguos, y trofeos de espléndidas armas de Oriente. Ninguno de los cuadros es de asunto religioso ni histórico: hay un nacarado desnudo del Tiziano, una bacanal de Rubens, unas odaliscas de Delacroix, un grupo de Júpiter y Ganimedes de Prudhón. En cristaleras de concha y bronce se guardan libertinas porcelanas de Sajonia, profanas estatuillas griegas, bajo relieves donde la elegancia del trabajo compite con la nefanda crudeza del asunto; platos de plata magníficamente relevados, medallas, monedas, barros, joyas, el tesoro de un anticuario en extremo inteligente. Un obsceno lampadario de bronce, sacado de Pompeya, crispa en un ángulo las nervudas patas de cabra en que reposa.

El fondo del gabinete -detrás del sillón y del escritorio, que son dos maravillas la época Luis XV- lo forma una bibliotequita con ricas tallas, que encierra libros todos raros, de bibliófilo, ediciones de Plantino y Aldo Manucio, encuadernadas en tafiletes y cueros españoles y árabes de lo más bello. A la derecha, tras un biombo que lo tapa, un órgano-clave, decorado con esmaltes sobre vidrio, inestimable joya para un museo, espera, bajo su cubierta de seda bardada de apagados tonos, a que una mano inteligente lo hiera y arranque de él deliciosa música. La bella e inteligente favorita, madama du Cayla, pasea a veces sus dedos torneados por el teclado amarillento.

Ante el escritorio y bajo los pies del sillón está extendida una muelle piel de oso blanco, sobre la cual, hecho una rosca, dormita un animal hechicero: un perro poco mayor que una paloma, de hociquito negro, húmedo, de sedas grises, con reflejos perlinos; uno de esos grifones hoy tan de moda, y que entonces, en Francia, eran desconocidos: un regalo de la condesa du Cayla.

Serían las cinco de la tarde cuando la puerta lateral se abrió y dio paso al Rey, sostenido bajo el sobaco por dos servidores, a cuyo cuello rodeaba un brazo y que le llevaban casi en peso. El grifón brincó de alegría y fue a deshacerse en caricias alrededor de una de las piernas del coronado inválido. Este se acomodó, suspirando, en otro sillón, cerca de la ventana. Había sido el tormento de toda su existencia aquel padecimiento cruel que ataba su cuerpo, dentro del cual se agitaba un espíritu tan activo, y al verle se comprendía el dicho del marqués de Semonville, uno de los hombres más agradables al Rey por su amena y aguda charla: «¡Cómo es posible que el Rey perdone a su hermano el que ande!».

Ya sujeto en el sillón, con varios cojines donde apoyar sus vendadas piernas y sus hinchados pies, el Rey tomó de preciosa cajita una pulgarada de tabaco y dio una orden:

-Que venga el barón Lecazes.

Mientras la orden se cumplía, el Rey espaciaba su mirada, con gusto, en la vista encantadora que se abarcaba desde la abierta vidriera. Hacia el poniente el cielo era de color de oro derretido, y las masas sombrías de los árboles ingentes relieves de bronce sobre aquel fondo ardiente y glorioso. Los surtidores de agua, desflecándose en el aire, semejaban flores de diamantes deshojadas incesantemente por suave brisa: mi frescura hacía cristalino y puro el ambiente. Una paz dulce y voluptuosa entraba por la ventana con el olor del césped húmedo y de las canastillas donde se abrían los narcisos y los jacintos primaverales. Una oleada de placer se derramó en el espíritu del Rey; su naturaleza sensual acogía con vivacidad e intensidad las sensaciones gratas, y las saboreaba plenamente, sin desperdiciar un átomo, aquilatándolas intelectualmente, repitiendo entre sí: «Es una hora amable; sepamos paladearla y amarla».

Dimanaba este modo de sentir de una convicción melancólica. «La vida es breve -pensaba el monarca- por larga que sea. Un soplo, un hálito... y después, ¿quién sabe? Eterna sombra, eterno enigma...». Detrás de sí, a su alrededor y ante su mirada, dilatándose por interminable serie de siglos, creía el Rey escuchar, resonante como el Ponto de los trágicos griegos, el oleaje profundo, sin límites, de la Historia, que arrastra tronos, dinastías, grandezas, conquistas y magníficas epopeyas. Percibía que a él también le envolvía ese oleaje, arrebatándole como a una brizna de paja, y antes de sepultarse en el negro abismo, quisiera haber vivido, sentido, en cuanto hombre. ¡Vivir! ¡Burlar la destrucción encerrando lo eterno en un minuto!

-¡Si yo fuese robusto y ágil! -exclamaba con rabia a veces aquel lisiado que ceñía corona-. ¡Si yo pudiese amar, sufrir, entretejer los hilos de una bella aventura! ¡Cuerpo miserable, tristeza de la carne morbosa y doliente! ¡Envejecer! ¡Envejecer! ¡Y envejecer abrazado a la enfermedad, compañera fea y estúpida!

Sus ojos vagaban de la perspectiva del jardín a la contemplación de los objetos de arte. Mirábalos con fruición, experimentando el delicioso cosquilleo de la belleza artística en los sentidos. Salvadas de la voracidad del tiempo, aquellas obras maestras le sonreían, eran suyas, amigas fieles, odaliscas dóciles. Allí tenían, en los libros y en las estatuas, su distracción y su regocijo. «Soy un ateniense o un romano contemporáneo de Horacio», pensaba, enorgulleciéndose de aquel goce íntimo, vedado a los profanos, patrimonio de privilegiados espíritus. Las líneas puras, las labores exquisitas, la majestad de lo hermoso, le causaban un arrobamiento durante el cual creía, en loca esperanza, que iba a recobrar la salud y a sentir correr por sus venas la sangre viril y rica de las edades estéticas. Las perspectivas del jardín se le figuraban entonces más amplias, más señoriales -imagen de la grandeza que rodea a la corona.

De pronto cambió de expresión la fisonomía del Rey; su cabeza cayó con desaliento en el respaldo del ancho sillón; una nube cubrió su semblante borbónico, semejante al de Carlos IV que copian las onzas peluconas de España -y parecido también al de su hermano el degollado-, aunque sin la expresión de bondad plácida y como rumiadora que hay en esas dos cabezas encuadradas por los bucles y rematadas por la coleta clásica, y reemplazando a la bondad un tinte de desengañada indiferencia, una luz de ironía cáustica en las inquietas e inyectadas pupilas. Lo que había causado el desfallecimiento del Rey era la vista de un hombre colocado frente a la ventana, en el jardín, de pie, arrimado al pedestal de una estatua de Luchador preparándose al pugilato.

Aquel hombre -cuya mirada no se apartaba un instante de la vidriera, detrás de la cual encontrábase el Rey- representaba esa extrema senectud, esos ochenta y pico de años que lo mismo pueden ser noventa, pues más allá de cierto límite ya no marca el tiempo visibles huellas. Su cabeza, descubierta al sol y que envolvía copiosa melena ondeada, ardía en un incendio de plata refulgente. Sus cejas hirsutas, erizadas, y sus pestañas canas, coronaban dos ojos verdes, gatunos, fatídicos. Sus manos cruzadas, sarmentosas, descansaban en un palo o báculo recio, y en ellas apoyaba la barbilla. Era su traje el de los aldeanos de las provincias donde la tradición y la superstición tienen asiento, donde los druidas bajo el árbol afilaron la segur: anchas bragas, los pies calzados con zuecos, faja de lana, una chaqueta de paño bordada, abierta sobre un chaleco blanco. Componía todo ello un conjunto extremadamente pintoresco, y la gente que pasaba volvíase para contemplar a aquel anciano, modelo ideal para un pintor que quisiese simbolizar al pasado en una figura humana.

El monarca, atraído y preocupado a la vez por aquel extraño viejo, le miraba aún, estremeciéndose involuntariamente, cuando abrió la puerta el galoneado ujier, y se presentó el ministro de policía, haciendo la más profunda reverencia. El Rey le indicó una silla; Lecazes se apresuró a ocuparla.

-¿Se encuentra mejor Vuestra Majestad? -interrogó con bien aderezada solicitud.

-¡Pch! El buitre que me roe a todas horas no se cansa de esgrimir el pico -declaró el Rey señalando a sus piernas envueltas en franela-. Crea usted, Barón, que el destino de todos los hombres no se diferencia en una línea. Reinar con las piernas inútiles y doloridas o partir piedra en una carretera con las piernas ágiles... allá se va. Es decir, ¡no! Los que parten piedra son más dichosos. Al terminar el trabajo abrazan con fe y vigor a sus amigas, mientras que un inválido como yo... ¡Pobre Zoe! ¡Pobre Condesa! Verdad es que ella y yo idolatramos el ingenio y el talento... ¿Y quién nos quita esos goces?

-¿Y el doctor inglés? -preguntó.

-¡Bah!... ¡El doctor inglés!... Otro caso de esa anglomanía furibunda que nos corrompe. ¿Ha visto usted necedad igual a esa racha de imitación servil? ¿Y la manía de que son los ingleses quienes han traído al mundo la noción del aseo y de la higiene, el reinado del agua? ¡No parece sino que eso no procede de los griegos y los romanos, con sus abluciones, su culto de la salud, sus hermosas Termas! ¿Y la ocurrencia de comer la carne sangrienta y cruda? El día en que se les antojó que yo había de probar el beefsteak, se me alborotó la gota... Los ingleses no tienen de bueno sino que dieron el papirotazo al Corso. En fin, dejémonos de eso. ¿Qué hay de nuevo, señor Superintendente de policía?

-Algo muy bueno, señor... Hemos podido recoger los últimos papeles dispersos que quedaban de la criolla y les hemos dado fuego inmediatamente, cumpliendo las instrucciones de Vuestra Majestad. Vuestra Majestad sabe que allí había mucho... Cartas del Emperador de Rusia, cartas de Barras acerca del consabido asunto del impostor... Puro veneno.

-¿Y qué papel no es ponzoña, excepto los versos buenos? -murmuró el Rey con desdén-. Una hoguera debía funcionar constante para hacer desaparecer todos los papeluchos. ¡Adelante el auto de fe! Mi aspiración, ya lo sabe usted, es que no queden detrás de mí sino los documentos estrictamente oficiales; pero nada de confidencial, nada íntimo, nada que pueda ayudar a embrollar la Historia y a forjar novelones. ¡Todo ceniza! En cambio, los versos de los grandes poetas... de los latinos especialmente, ¡que tesoro encierran! Ayer mismo he podido hacerme con un Petronio magnífico de viñetas antiguas, un poquillo crudas... ¿eh? Ya sabe usted que entonces... ¡ah diablo!, no se andaban con chiquitas...

Sonreía Lecazes, porque a su memoria acudía la frase de Talleyrand: «El Príncipe lee a Horacio cuando le ven y libros verdes cuando está solo».

-Vuestra Majestad -dijo alto- siempre con esas invencibles aficiones intelectuales y artísticas...

-¡Siempre! ¡Siempre! -repitió el Rey lisonjeado-. Es lo único -añadió en tono confidencial- que me hace sobrellevar el peso de la corona... Porque pesa... ¡vaya si pesa! No estoy en una cama de rosas, Lecazes. Si uno no se distrajese rimando madrigales... ¿eh? El más bonito que le hicieron a mi cuñada fue obra mía... ¿se acuerda usted? Aquello del cefirillo y los amores... Voltaire no tuyo nunca idea tan linda. ¡Yo hubiese sido un poeta! Y no que ahora he de reñir con las Musas para atender a esos demontres de emigrados, que vuelven como fueron: nada han olvidado, nada han aprendido... ¡Qué recua! Los malditos quieren dejarse atrás al Terror rojo con el blanco: volverlo todo al año 86, degollar, ahorcar, ahogar, ¡vengarse!, ¡vengarse! ¡Qué estupidez! Se venga uno de un individuo, nunca de una nación. ¿Sabe usted qué digo, Lecazes? ¡Que esos necios son más realistas que el rey!

El Ministro rió la ingeniosa frase, que oía por primera vez.

-Es preciso contenerles -advirtió-. Entre ellos y los Carbonarios comprometen el porvenir de la dinastía.

Alzó el Rey la cabeza. Un destello burlón pasó por sus pupilas.

-Lecazes -murmuró-, usted sueña. ¿Cree usted que vamos a durar tanto? ¿Cree usted en el porvenir? Aquí es el caso de repetir con mi bisabuelo: Después de mí... el diluvio. Si yo hubiese sido ambicioso, que ya sabe usted cuán lejos anduve de serlo...

Nuevamente impuso el Ministro expresión melosa a su fisonomía. Y de nuevo acudió a su memoria Talleyrand cuando, muchos años atrás, antes de soñarse en revoluciones, decía: «El príncipe quiere la corona».

-Si yo hubiese sido ambicioso -repitió el Rey- podría estar satisfecho: pero ¡qué diablo, Lecazes!, la ambición es una tontería. Yo no nací para rey; sí para artista, para refinado artista, a quien la belleza enamora por encima de todo. El arte llenaría mi vida como no han podido llenarla los privilegios del rango supremo. Usted, que es artista también, artista psicólogo, me comprende. ¿No es mejor poner el objeto de la existencia en delicados placeres que en la jerarquía? ¡Reinar! ¿Y qué memoria quedará de mi reino? He tenido que desprenderme de lo conquistado por la nación; he entrado en escena cediendo treinta y seis plazas fuertes con diez mil cañones. La gloria huye de mí. ¿Es culpa mía?

Y como el Barón callase, el Rey añadió:

-Usted aún no me conoce bien. No sabe usted qué goce el mío al descubrir un camafeo antiguo, una edición rara, un vaso italogriego que complete mi colección de la Iliada. El ejercicio del poder no siempre me permite disfrutar de estos deleites con la tranquilidad apetecible. Mire usted, puede suceder que algún día desease yo reinar. Lo indudable es que hoy anhelo retirarme a una quinta, como la del Venusino, donde únicamente me rodeasen mis colecciones y viniesen a hacerme la tertulia unos cuantos amigos, eruditos, sabios, poetas sobre todo. Esos jóvenes melenudos que adoran a la luna en las torres de Nuestra Señora serían muy divertidos si no fuesen tan irrespetuosos con los clásicos... En fin, yo allí me encontraría muy dichoso. Créalo usted, Barón. Me seducen la vida pastoril, la égloga y el idilio. He nacido para conversar con los filósofos paganos bajo el cielo de la Grecia. Ahí tiene usted cómo he errado la vocación... Compadézcame usted, soy un desgraciado.

-¿Molestan demasiado a Vuestra Majestad sus dolencias? -preguntó con interés admirablemente simulado el ministro de policía.

-Horriblemente: padezco como un condenado al andar, al acostarme. ¡Ah, qué suplicio! Lo dicho, Barón... ¡Partir piedra! Y además...

Bajando la voz, añadió:

-Ya sabe usted que una de las especies que hacen correr por allí a fin de desconceptuarme, es que soy un volteriano escéptico, que me río y me burlo de todo. Eso se inventó porque admiré sin reserva el talento del señor Voltaire, escritor exquisito y ático, lo cual asustaba a los ñoños de la Quotidienne... Pero, en el fondo de mi alma, ¡si supiese usted qué restos de ilusiones y de creencias palpitan! ¡No es fácil ser pagano, no hay medio de serlo, Lecazes! Vea usted un ejemplo...

Y señalando con la mano, la extendía en la dirección del viejo que, inmóvil, recostado en el pedestal, no apartaba su mirada fosforescente de la vidriera.

-Ese hombre...

-Y bien, señor... ¿qué hombre? -contestó Lecazes, cuyo entrecejo tendía a fruncirse-. ¿Un pordiosero? ¿Vuestra Majestad desea que se le socorra?

-No, Barón... ¿Cómo es que usted, que todo lo sabe, ignora quién es ese hombre y a qué viene?

El Ministro hizo un desdeñoso movimiento de hombros.

-Señor, lo sé. Desde que ese viejo puso los pies en París se le vigila; pero es inofensivo; no creemos que traiga intenciones siniestras. Debe de estar chocho. Reza mucho, y en voz alta. Es un pobrecito, un infeliz aldeano, que, según dicen, se contó antaño entre los partidarios de la buena causa y que ahora se ha venido a París a profetizar a Vuestra Majestad no sé qué cosas. ¡Hay tantos visionarios en estos tiempos de trastornos políticos! Si se les atendiese a todos, ¡frescos estaríamos! Lo que vendrá es a pedir alguna gracia, a conseguir cualquier favor o limosna.

-No, Barón, se engaña su sagacidad de usted. En ese hombre hay algo especial: se me ha puesto entre ceja y ceja que debo verle y oírle... y si es aprensión, conozco que es aprensión incurable, mientras no la contraste la realidad. ¿No ve usted qué perseverancia la suya? Todos los días, apenas me asomo a alguna ventana de palacio, le hallo enfrente, plantado como está ahora, con los verdes ojos fijos en mí, imperioso, suplicante... Ha llegado a producirme un efecto análogo a esos de que hablan los sectarios de Mesmer. Sus pupilas me marean desde lejos. Llámele usted, si gusta, un capricho... pero deseo que ese hombre suba aquí, hable conmigo y salgamos de dudas. Lleva quince días de centinela; es un pobre, quiere ver a su rey... Véale y acábese la porfía.

-¿Vuestra Majestad me consulta o me da una orden? -dijo tranquilamente el Ministro.

-Una orden -declaró el Rey.

-En ese caso voy a transmitirla. -Y el Barón se levantó.

-No, espere usted... Yo mismo dispondré que hagan subir a ese viejo. Usted estará presente a la audiencia. Me dará usted su parecer. Si es un loco nos divertiremos; será entrevista original.

-Él solicitará, de seguro, hablar con Vuestra Majestad a solas -advirtió el Ministro.

-¡Es fácil! Pues se coloca usted detrás de ese biombo que tapa el piano y oye usted la conversación. La pobre condesa du Cayla suele aprovechar ese escondrijo y está en sus glorias oyendo tonterías... Ahí, Barón... Y a menos que me maten, no aparezca usted sin que yo le llame, suceda lo que suceda.


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Epílogo: Luis Pedro El destino de Giacinto - Un nieto de Enrique IV - El destino de Fernando