Misterio (Bazán): 16

Misterio
Segunda parte - El cofrecillo​
 de Emilia Pardo Bazán


Fusilamiento editar

«¡Paciencia! Debía la voz añadir: ‘Expiación’. Sí, Teresa; yo expiaba... Pero ¡oh insondable Providencia! ¿Por qué fui yo, yo precisamente, el designado para expiar? ¿Quién guió tu mano, oh arcángel vengador, cuando la apoyaste sobre mi cuna abrasándola como el rayo? Tú habrás oído decir, Teresa, que sufrimos mucho, que fuimos mártires. ¡Mártires! No; víctimas rescatadoras. No bastó el suplicio cruel de nuestros padres: era poco -perdóname si blasfemo-. Padecieron, murieron; pero al cabo habían reinado, habían vivido, habían conocido los goces que son la sal y el sabor gustoso de la existencia. Yo, Teresa, yo, ¿qué hice, qué disfruté, cuándo ni cómo delinquí? Esto confunde la razón. ¿Qué inmensas iniquidades fueron las que pagué con un inconcebible martirio?

En la obscuridad de mi tumba, mientras esperaba el pedazo de pan duro y el cántaro -sostén de mis fuerzas ya exhaustas-, ¡qué mundo moral se me reveló, Teresa! La historia me abrió un libro de bronce, y en él vi patentes las leyes de esa compensación total que demuestra la acción reparadora de una justicia tremenda. ¡Sábelo: ante la mirada del Eterno, no son reos solamente aquellos a quienes sentencian los jueces, a quienes el Código prende en sus mallas; lo son en mayor grado, porque gozan inmunidad y se apoderan libremente del fruto del crimen, los grandes de la tierra, los que hacen padecer a sus semejantes opresión, humillación, despojo, obligándoles a dudar de esa misma justicia que debiera regir los actos humanos!

En aquel in pace donde yo sentía que mi alma se anegaba en desesperación insensata, en aquel agujero negro, ¿fui acaso el primer cautivo? ¿No me habían precedido otros, hombres igualmente, hombres nacidos de mujer? ¿No respiraba yo en el aire el vapor de sus lentas lágrimas? Y aquella prisión de Estado, ¿era la única? ¿No existían otras innumerables en mi patria, fuera de ella, donde muertos vivos se consumían en ataúdes que ni aún garantizaban la paz y el reposo del más allá, la calma de la muerte en fin? Pagando la deuda de mis antecesores, yo me retorcía en un infierno que era invención y obra de los de mi raza. Había llegado la hora del vencimiento. Dios presentaba las cuentas atrasadas y quería cobrarse, cobrarse en mí... ¡Ah! No sólo en mí... Voy a referirte un episodio extraño, que parece dispuesto por un hábil dramaturgo.

Según corrían iguales, sombríos, los días y las noches de mi cautiverio, mis sentidos -el hombre es animal de costumbre- iban adaptándose a las condiciones de aquella mazmorra subterránea, cuyos muros formaban parte del escarpe del foso. De día, por las grietas de las piedras donde faltaba el cemento, discernían ya mis ojos claridad vaga y confusa: primero conseguí ver mis manos, y no sabré decir qué júbilo me entró ante aquel poco de blancura después de tan impenetrable sombra. Dilatada ya mi pupila como la de las aves nocturnas fui poco a poco naciendo, viéndome, distinguiendo mi cuerpo -divisando la luz cual filtrada a través de una botella de agua sucia-. A compás de la vista se adaptó el oído, y cruzando el sudario de piedra en que me envolvían las graníticas murallas, oía yo a gran distancia los pasos del carcelero, el tilinteo de sus llaves, el alerta de los centinelas, y como lejano trueno, el redoble del tambor, los pasos de la patrulla. Ahora bien; una noche primaveral -hallándome desvelado, a las altas horas en que ya el tambor calla y en que sólo los centinelas ocupan su puesto y se llaman y responden- escuché distintamente a la parte exterior, opuesta a la puerta, en el foso, voces de hombres, y luego, azadonazos. Una voz dijo: ‘Más hondo y más ancho, que si no no va a caber el cuerpo’. Los azadones prosiguieron su tarea. Mi sangre dio un vuelco... Era evidente que cavaban una fosa. Apliqué el oído a la pared, escuché con ansia, con angustia. Los pasos del pelotón, acompasados, se dejaron sentir; sobre el suelo cayeron las culatas de los fusiles. ¡Se trataba de una ejecución!

Estaban allí, enteramente contra el grueso muro que me aislaba de los vivientes sin impedir que llegasen hasta mí los ruidos de la vida. ¿De la vida? En esta ocasión, lo que escuché fue la lectura de una sentencia capital... La voz ronca y dura que la leía, con cierta timidez avergonzada, resonaba fúnebre y solemne... El nombre del sentenciado me hizo creer a mí si estaría siendo juguete de pesadilla infernal: ‘Luis Antonio Enrique de Borbón Conde’... Era nuestra sangre la que iba a salpicar aquellos muros construidos por nuestros abuelos... Otra voz sonó entera y dulce. Era el reo el que hablaba por última vez. Suplicaba a un oficial entregándole algo. ‘Para la princesa de Rohan’... Después he sabido que era pelo, una sortija, una carta... El oficial dijo: ‘No será fácil acertar para apuntar... Colgadle del cuello esa linterna’. Siguió un minuto eterno, cruel... y después... la formación del pelotón, las espaciadas voces de mando, el pavoroso eco de las descargas cuyas balas vinieron a rebotar contra el muro, casi contra mi oído; el ruido sordo y mate de la caída de un cuerpo; luego pasos, órdenes, exclamaciones, juramentos, comentarios ahogados; después, los azadones resonaron de nuevo en la abierta fosa; oí cómo depositaban el cadáver, cómo le echaban encima paletadas y paletadas de tierra. Apisonaron; el pelotón se alejó. Haciéndome eterna compañía, sepultado lo mismo que yo... estaba allí, pared por medio, mi primo el duque de Enghien...

Aquella escena que sin verla reconstruí temblando en todos sus pormenores me dejó como hundido en un abismo de terror y de locura. A cada instante me despertaba bañado en sudor frío, dando diente con diente, oyendo el estampido de los fusiles, el caer de la tierra sobre la fosa. A esta miseria moral se unió la miseria física más absoluta. No me daban ropa; pronto la mía se convirtió en asquerosos andrajos. Tiritando, me pasaba las horas envuelto en la agujereada manta de mi cama. A la rabia, al furor, a la desesperación que me impulsaban al suicidio, había reemplazado una especie de embrutecimiento; me convertía en piedra. Mi cabello, que no podía cortar, crecía enredado en largos bucles; y habiendo entrado imberbe en la prisión, tocaba atónito una barba poblada que me cubría ahora el rostro. Mis uñas habían crecido tanto que se rompían a pedazos; para evitar el dolor, las roía con los dientes. Así iba desarrollándose, entre aquellas paredes, mi interminable agonía.

Cuando pienso en esta época de mi vida -¿vida puede llamarse?- sólo un asombro me queda: el de que se resista un estado semejante sin caer hecho trizas. Los febriles sueños calenturientos, cruzados por visiones horrendas, próximas al delirio; la vigilia con estupor invencible o accesos frenéticos que en vano quería reprimir; la gradual petrificación del cerebro que se opone a funcionar, porque la razón es un clavo que se hinca en el alma; el ansia de la disolución de mi ser, ansia infinita como mis tormentos, cosas son que se resisten a la pluma. Ignoraba el tiempo transcurrido; ¿cómo contarlo? Había entrado en el primer albor de la juventud, sentía que estaba gastando allí la flor de la edad, los días que para todo ser humano deben tener algo de sonrientes y venturosos. Acordábame de María, y llamándola con sollozos la pedía que me llevase a su lado, sacándome de aquel horrible agujero negro -tal es, en la historia del dolor humano, el nombre espantoso de mi mazmorra-. Y entre estos sentimientos sobresalía uno extrañísimo, que no acertaba a desterrar: la envidia, una envidia tenaz e invencible que me inspiraba el fusilado. Él dormía tranquilo, a mis pies, bajo la tierra del glacis. ¡Dichosa suerte!

A fuerza de pensar en él, en aquel pariente a quien no conocía, o mejor dicho no recordaba, pues acaso le hubiese visto en mi niñez; a fuerza de sentir y volver a sentir la impresión de su tragedia, los pormenores de sus últimos instantes, el eco de su voz sonora y tranquila momentos antes de caer traspasado por las balas; a fuerza de meditar en su último novelesco encargo: ‘Para la princesa de Rohan’ -aquel encargo que hablaba de amor y de felicidades infinitas que a mí me vedaba el aciago destino-, caí en el desvarío más extraño, pero que teniendo en cuenta todo lo que me había sucedido se explica. Di en creer que el fusilado era yo; que me había despertado en el otro mundo, y que estaba purgando mis culpas y las de los míos en un purgatorio especial, construido sólo para mí. En mi cabeza y en mi pecho creía percibir los agujeros de las balas; en mi cuerpo, la frialdad de la muerte: ‘Compasión, Señor’, repetía, pidiendo salir del lugar en que se cumplía mi condena. ‘Ya me han fusilado. Ya he muerto. ¿No es bastante? ¿Para qué más?’

Así, cuando el tuerto entraba con el pan y el cántaro, empecé a decirle que su labor era inútil; que a los fusilados, a los difuntos no se les trae comida; y al aferrarme a esta idea comprendí que no debía comer, y rehusé todo alimento: acurrucado en la paja, dejábame morir poco a poco. Tres días llevaba así cuando sentí descorrerse a hora desacostumbrada, un rato después de haberme traído el pan, los cerrojos, y el tuerto entró a prisa, balanceando la linterna, locuaz por primera vez acaso. ‘Arriba -me dijo rompiendo su silencio habitual y despreciativo-, y fuera de aquí’. En vez de saltar, de lanzarme en su seguimiento por la escalera, me quedé inmóvil: no concebía que a mí se dirigiese el mandato. ¿No era yo un cadáver? Tuvo que sacudirme el carcelero, levantarme a viva fuerza, y ayudarme por bajo el sobaco para subir la escalera. Entonces conocí que vivía, pero supuse que iban a fusilarme al fin, y sentí una paz profunda, un bienestar inmenso, algo que se derramaba como una onda de consuelo por todo mi ser. Arrastrándome crucé pasillos, subí un sinnúmero de escaleras, y a cada instante me hubiese caído si no me sostiene rudamente aquel hombre. La claridad me cegaba, el aire me sofocaba y aturdía como un licor fuerte, y cuando el carcelero abrió una puerta y me dijo: ‘aquí’, caí redondo, presa de un síncope».


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Epílogo: Luis Pedro El destino de Giacinto - Un nieto de Enrique IV - El destino de Fernando