Misterio (Bazán): 06
El esbirro
editarEl individuo a quien se dirigían estas palabras, y a quien el Barón llamaba Volpetti, tenía el aspecto del que regresa de un largo viaje; denso polvo blanquecino cubría su ropa y calzado, y su cabellera negra, abundante, estaba en desorden. Representaba treinta y pico de años: era un tipo meridional, de tez cetrina, de barba poblada que le comía los ojos. Su respuesta fue categórica.
-Eso se cumplirá esta noche.
-¿Seguro?
-¡Infalible! ¡En buenas manos queda el pandero! Llego de allá ahora mismo, en compañía de dos cajas de objetos de acero, tijeras, cuchillería, que han servido de comprobante a mi personalidad comercial. Más allá del Estrecho fui Alberto Serra, catalán, que compra en Londres para introducir contrabando por Gibraltar. Ni el mismo diablo adivinaría...
-Al caso -ordenó el Ministro-. Ya sé tu habilidad para disfraces. ¡Apenas te conozco con esas barbas y esa zalea de pelo!
-He procedido así. Excelencia, porque al fin aquí los Carbonarios y mucha gente política me tienen entre ojos: sospechan varias cosas. Y sería malo que yo apareciese preso en Londres por complicación en una jugarreta a ese personaje enigmático. Hay que preverlo todo. Escogí, pues, a dos mocitos de cuenta, que no se han enterado del asunto más que lo necesario para cumplir bien. Además, la cosa es tan sencilla como sorberse un huevo. El personaje vive en un barrio poco concurrido, y ante su casa se extiende una plaza desierta desde que anochece. Uno de los lados de la plaza lo forma una iglesia metodista; otro, un colegio de niños. En el centro un square con árboles gigantescos, que proyectan sombra... como si se lo mandásemos. El personaje sale todas las tardes a dar un paseo, así que su labor termina. Le han dicho que si no pasea se quedará ciego de tanto mirar con la lupa a las ruedecillas pequeñísimas de los relojes y maquinas que compone. ¿Que cómo he averiguarlo estos pormenores? ¡Ahí está mi mérito, Excelencia! Sé de aquella casa todo cuanto se me pregunte... El personaje, después de recorrer algunas calles y de visitar a su amigo el mecánico prusiano Hartzenbaume, regresa al hogar fijamente a una misma hora; es puntualísimo. Con esperar en el square un rato, de fijo se le pueden dar las buenas noches.
El Ministro meneó la cabeza. La ligera arruga de su entrecejo se marcó sombríamente.
-¿Y si les atrapan? -murmuró.
-Si les pillan en la ratonera, Excelencia... ¡que no les pillarán!, tienen instrucciones y son capaces de aplicarlas. Se trata de un robo, de un atraco vulgarísimo, que ha acabado mal... porque el robado se defendía. Y en el peor caso, aun cuando nombrasen a Alberto Serra, el instigador, ¿qué? La policía inglesa buscará a un contrabandista catalán... y no a mí. Repito que ellos no están enterados sino a medias, lo suficiente para que no puedan ocasionarnos desazones. La trampa quedó bien armada. ¿Tiene algo más que ordenar Su Excelencia?
-Que me aguardes aquí -contestó el Superintendente-. Transfórmate... y espera. Vuelvo.
Inclinose el esbirro, y a una seña alzó la puerta de tiras de hierro, dando paso al Ministro, que regresó a su despacho. Después de tentar bajo el paño de su frac la carta sustraída a la destrucción, hirió el timbre y preguntó al ujier:
-¿No ha venido la señora duquesa de Roussillón?
-Hace un rato que espera en la saleta.
-Que tenga la bondad de entrar.
Adelantose el Ministro galantemente para ofrecer a la dama un canapé. Ella avanzó erguida, queriendo sonreír, pero se leían en su cara descolorida y en las cárdenas ojeras que rodeaban sus ojos azul oscuro, tan semejantes a los del marqués de Brezé, hondas preocupaciones. Muy bella debía de haber sido la Duquesa, y su atavío decía a las claras que no había abdicado aún el cetro de la elegancia. Vestía, sobre una funda de tafetán listado con menudos volantes, primorosa dulleta de rico paño verde, que realzaban orlas de cisne y ligeros bordados de canutillo y oro; la gran capota inglesa de calesín, de seda, encuadraba su rostro, dejando sólo escapar a cada lado dos racimos insubordinados de tirabuzones todavía rubios; una sombrilla exactamente igual a la última que había lucido Madama, duquesa de Berry, de raso blanco con violetas salpicadas, acompañaba al traje, y de la muñeca izquierda colgaba el retículo, de malla de perlitas sobre raso, con cierre de pedrería. Hizo una reverencia de corte a Lecazes y se instaló en el asiento ofrecido con la soltura que da el hábito del más alto trato social.
-¿En qué puede servirla este su mejor amigo? -preguntó el Ministro acercando una silla al canapé que ocupaba la dama.
-¡Si supiese usted lo que ocurre! -empezó ella en voz ahogada, reveladora de la fatiga del espíritu. Y al ambiguo gesto del Ministro, continuó-: Usted me había citado hoy para que hablásemos de la cuestión de las minas de Montereux, que deben formar parte de lo restituido a la casa ducal de Roussillón que injustamente me disputa el Ayuntamiento de Montereux so pretexto de que antes las poseía... Aunque este asunto no es de su competencia de usted, en usted fío para salir adelante. ¡Feliz casualidad! Si usted no me cita... acudo yo a pedir urgentemente audiencia.
El Barón percibía, al hablar la señora, la congoja de su respiración, el tilinteo de los dijes preciosos que colgaban de su cuello al anhelar de su pecho.
-Serénese usted -indicó tomando afectuosamente una de las enguantadas manos y dando en ellas suaves golpecitos-. Todo no será nada...
-¿Me cree usted capaz de apurarme por poco? -exclamó la Duquesa-. Sepa usted que mi hijo se ha marchado a Londres.
-¿A Londres? -repitió el Superintendente botando en el asiento.
-¡Hola! Ya no le parece a usted grano de anís, ¿eh? Sí, señor, a Londres, y secretamente, engañándome, asegurándome que iba a una cacería en Picmort. Pero, como soy algo suspicaz, tuve sospechas, registré sus habitaciones después de su marcha, y vi que se había llevado ropa muy impropia de una cacería, mientras los fusiles y las alforjas de caza allí estaban muriéndose de risa. Entonces corrí a casa de nuestro banquero y le dije con el aire más natural del mundo: «Renato me dejó encargado que le envíe usted más fondos». «Me extraña, señora Duquesa, porque hemos proporcionado al señor Marqués un crédito muy extenso sobre una de las mejores casas de Londres». ¡Londres! ¡Ya pareció aquello!... ¡Ah, mis presentimientos!
-¿Cuándo ha sido eso? La marcha del Marqués, quiero decir.
-Dará unos cuatro días. Llegará a Londres esta tarde.
El Barón no era capaz de soltar ternos; ejercía gran dominio sobre sí mismo; sólo una crispación de la boca delató su profunda contrariedad.
-Ya sabe usted -prosiguió la dama- que ella está allí... Desde que le hice la revelación, ofreciéndome a mostrar los papeles que usted me había facilitado, relativos a la vida pasada de Dorff, a su condena como incendiario y falso monedero, a su estancia en presidio, mi hijo había caído en una tristeza constante; yo lo atribuía a la rutina de sus ilusiones, pero le creía curado, por el cauterio, de la mordedura de su funesto y ridículo amor... Esta escapatoria me indica lo contrario... ¡La pasión le arrastra!...
El Ministro acusó a la dama algo ásperamente:
-¡Qué torpeza, señora! ¿Por qué no me avisó usted el mismo día en que habló de irse a Picmort?
-Hice mal -dijo apurada la Duquesa-. Olvidé que todo cuidado es poco cuando tenemos que habérnoslas con intrigantes de esa laya. ¡Qué hombre! ¿Por qué no le envían ustedes otra vez a presidio? ¡A la sombra, que allí no molesta! Me encomiendo a usted, amigo Barón, para que Su Majestad comprenda que yo no intervengo en este embrollo: que soy leal, que deploro la ceguedad de mi desventurado hijo, que me vuelvo loca de rabia. ¡Qué maldad, explotar así un parecido, un capricho de la Naturaleza! Parecido a la verdad sorprendente; cuando vi a esa mozuela, al pronto quedé aturdida: era todo el aire, toda la fisonomía, los ojos, la boca, el andar de la augusta mártir. Esos impostores siempre logran prosélitos. Por ejemplo: Adhemar lo cree a pies juntillas. Le echaré del molino, le castigaré... ¡Sálveme usted, salve a Renato! Ese chico es capaz de erigirse en defensor de la impostura, y yo no podría vivir si supiese que había incurrido en el desagrado de Su Majestad. Si me demostrasen frialdad en palacio, ¡qué vergüenza! El palacio de mis Reyes es lo único que me importa. El Duque, mi marido, solía repetir: «Matilde, por encima de todo agradar al Rey».
-No se trata de eso, señora Duquesa -contestó con sequedad el Ministro-. Su fidelidad de usted es bien conocida. ¡Pero qué torpeza, repito, no advertirme a tiempo!
-¿Teme usted lo mismo que yo? ¿Un matrimonio clandestino... uno de esos enlaces...
-Como el de Su Ateza con la sentimental Amy Brown, ¿verdad? -preguntó incisivamente Lecazes.
-¡Jesús! No he dicho tal -protestó la Duquesa-. Son calumnias de los malos.
-En fin, señora, voy a tratar de arreglar lo que usted ha estropeado. Serénese... Retírese y perdóneme la falta de cortesía, pero necesito tiempo para tomar medidas y evitar a usted disgustos. Descanse en mí y no se altere prematuramente. El marqués de Brezé ha de mirarse antes de unirse a la hija de un presidiario. Esas cosas no se hacen en una hora, no se improvisan como en las óperas de Cimarosa. Tendremos, así lo espero, medios de evitar cualquier acción impremeditada del Marqués.
La dama se levantó, y sacando del retículo un perfumado pañuelo de encaje se lo pasó por los ojos.
-Es usted mi único salvador -dijo al estrechar, según la nueva costumbre inglesa, la mano del ministro de policía. Y, para sí, pensaba la dama-: ¡Trapacero! ¡Noble hecho aprisa! ¡Bonapartista renegado!
Así que la ondulación de las cortinas reveló que la Duquesa había traspuesto la puerta, el Ministro, apretando los puños, la hizo una colérica demostración. Volvió después a apoyar el dedo sobre el recuadro, se deslizó al pasillo y, poniendo en movimiento el resorte de la puerta de láminas de metal, penetró en la habitación donde había quemado las cartas. Cogiendo una bocina que colgaba de la pared, aplicó a ella la boca y pronunció bajito el nombre de Volpetti.
Minutos después presentábase el esbirro. Quien le hubiese visto antes difícilmente le reconocería ahora. Venía pulcrísimo, correctamente vestido de frac azul con botones dorados, calzones de nankín barquillo, botas de montar, y jugaba con un latiguillo de puño de cornalina. Sobre su corbata de vueltas, de muselina blanca, su cara pálida, que adornaban patillas castañas, se encuadraba en un peinado de sortijas castañas también; a la izquierda se alborotaba el tupé romántico, el peinado de Chateaubriand. Y realmente, en tal atavío, era al insigne autor de El Genio del Cristianismo a quien se parecía Volpetti.
-Me alegro de tu diligencia asombrosa en disfrazarte -dijo el Barón-. Así sólo necesitas un abrigo de camino. Toma dos pasaportes: usa el que más te convenga. Corre la posta con generosidad, y encuéntrate sin demora en Londres, donde haces falta con urgencia. ¡No pierdas un minuto!
-Dígnese el señor Barón explicarme algo. ¿Es para vigilar la labor de mis dos sabuesos?
-¡Buena estará la labor! Para averiguar dónde se aloja, qué hace, qué piensa, qué come y de qué lado respira el marqués de Brezé. Este caballero está prendado de la hija mayor de Dorff y llega a Londres hoy por la tarde. Así que llegue, su primer pensamiento será rondar la casa de su amada. Es quizás para Dorff un aliado; es de cierto un testigo importunísimo. No necesito decirte más. El Marqués puede ser, en esta ocasión, la malla suelta por la cual se deshace el tejido entero. No contábamos con su presencia allí; nos complica nuestros negocios. En casos impensados, Volpetti, no cabe dar instrucciones. Tú conoces mi intención...
El esbirro saludó y se retiró. Cuando el Superintendente se vio solo, desabrochó su frac, buscó la carta reservada del fuego, la desdobló lentamente y otra vez se enfrascó en su lectura, como si quisiera aprendérsela de memoria.