Misterio (Bazán): 48

Misterio
Epílogo – Luis Pedro

de Emilia Pardo Bazán


Un nieto de Enrique IV

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Hay en toda existencia humana un momento decisivo: aquel en que las más hondas aspiraciones se realizan, en que la realidad se adapta al patrón del ideal soñado. La evolución de los sucesos y el tejer y destejer de la subterránea política de aquel período de eternas conspiraciones habían elevado al pináculo al barón Lecazes. La policía estaba en el apogeo: en sus manos hallábanse reunidos los hilos de la tela cuyo reverso eran el espionaje, la provocación, la delación, el suplicio, y cuyo anverso lo formaban las brillantes ceremonias de la Corte, las borrascosas discusiones de las Cámaras y las luchas camarillescas en palacio, donde el partido de transacción y el de reacción luchaban sordamente. Y, dominando desde su gabinete estas tormentas, el polizonte genial acababa por erigirse en árbitro de los destinos de la nación. Su ambición madrugadora -Lecazes no era todavía viejo- podía darse por satisfecha. Él era el verdadero amo; él guiaba a su arbitrio, por disimulados medios, al Rey, a la familia real, a los hombres políticos atentos a complacerla y a extremar la lealtad monárquica.

Sin embargo, cuando volvemos a encontrar al Ministro, en febrero, en pleno invierno, en aquel mismo despacho donde había recibido a la duquesa de Roussillón, una niebla triste envolvía su semblante, marcando en él esa huella y señalando esa garra de león que caracteriza el rostro de los ambiciosos cuando están a solas nadie puede observarles: el típico ceño de Napoleón, severo y meditabundo. Lo que así preocupaba a Lecazes era, sin duda, una carta que acababa de destacarse de entre el montón de su formidable correo diario, y que le parecía escrita con trazos ígneos. Innumerables escritos, avisos y hasta burlas recibía el Ministro; su vida transcurría envuelta en humareda de papel, y era el papel su mayor enemigo. «A un hombre se le quita de en medio más fácilmente que a un papel», solía repetirse a sí propio. Salvo los que él conservaba para escudarse en caso de necesidad, rompía los insignificantes y, como sabemos, quemaba en persona los graves, con fruición infinita. Aquel le estaba mordiendo, al través de los dedos, el alma.

Era un anónimo, y sólo contenía estas palabras breves y fatídicas:

«Despojaron a Dorff. Mataron a Brezé. Fusilaron a Giacinto. Serán vengados. Cuidad del tronco; las ramas se desprecian».

No solía alarmarse por menudencias de tal índole el Superintendente; conocía el lenguaje de los Carbonarios de última fila y de los charlantes hojalateros que en todo tiempo han florecido, y rompía, con ligera sonrisa maquiavélica los inocentes escritos. Este, no obstante, dábale en qué pensar. No era el único; otros varios le habían precedido periódicamente, sin que se pudiese sospechar el autor de aquellas cartas siempre lacónicas, al parecer sin objeto, hasta contrarias al objeto que podía llevarse quien las escribiese, pues ponían en guardia a los que le convenía hallar descuidados.

-Nada se trama, sin embargo, en las Ventas que yo ignore -discurría Lecazes-. Estoy al corriente de cuanto maquinan. ¡No se piensa allí, ciertamente, en vengar a Brezé ni a Dorff... ni siquiera a ese oscuro carbonario italiano... a quien ha sido preciso fusilar!... ¡Como no pensé yo, cuando tal hice, en vengar a Volpetti... y eso que le echo de menos! No encuentro, para determinados asuntos, quien le sustituya: era mis manos y mis pies... Pero ¡bah!, en política nos dejamos de venganzas y vamos a nuestro fin... ellos a derribar el trono restaurado, a sostenerlo yo... Por sostenerlo hice lo que hice, y si no recobramos el legajo maldito de papelones que destruí... ¡ay de la dinastía! Fue un servicio, y hay que conformarse a que nos costase el resuello de Volpetti.

Releyó Lecazes el anónimo y se fijó en una frase.

-¡Cuidad del tronco! -murmuró-. ¿Quién es el tronco? Yo, por mucho que me engría, no puedo considerarme tronco en este caso... ¿Sera el Rey? Pobre tronco podrido, que presto cortará el hacha de la gran leñadora. ¿Será su hermano?... ¡Tronco hueco! ¡Retrógrado incorregible! Ese es el mejor auxiliar de los Carbonarios, y no sé lo que va a suceder aquí cuando la gota acabe con el Rey, el cual es lo mejor de la casa... ¿Será el Duque?... ¡Tronco estéril! No, si lo adivina cualquiera. El tronco es Fernando, el llamado a continuar la raza. Vamos a ver, Lecazes, suponte conspirador: ¿a quién herirías? ¡A Fernando! ¡Al simpático, al bien amado, al que engendra sucesores! Puede ser este anónimo el desahogo de un loco inofensivo, pero ¿y si fuese un rasgo de esa nobleza romántica que les entra a los criminales políticos y les mueve a dar avisos y a delatarse? Prevengamos al Príncipe y vigilemos su persona. Él es el mismo descuido, el heroísmo temerario y alegre, como el de su abuelo Enrique IV, a quien le dicen que se parece para halagarle... Además, su mujer y él son tan aficionados a divertirse, a ir a todas partes sin precaución alguna. En una de esas humoradas... ¡Ah!, los reyes no pueden vivir como los demás hombres. ¡Son unos esclavos! No sabe Dorff el gran favor que le hice a él y a toda su familia alejándole del trono... incluso a la ambiciosilla que ahora, no pudiendo urdir marañas, aprenderá a fabricar encaje flamenco.

Estas reflexiones dormitaban en el cerebro del Ministro cuando aquella misma tarde fue introducido en el gabinete del Rey, a quien su penosa enfermedad parecía dejar entonces algún respiro, que se revelaba en cierta actividad, continuos paseos en coche y no pocas agudezas fluyendo incesantemente de sus labios. Sin embargo, las inusitadas dimensiones del tapete de terciopelo de la mesa, bajo el cual se ocultaban las hinchadas piernas del soberano, revelaban los progresos del mal.

Al ver entrar a Lecazes, el valetudinario sonrió picarescamente, como quien va a poner en un brete a alguien muy avisado, y le presentó una carta, idéntica en el tipo de letra a la que tanto preocupaba a Lecazes.

-¿Qué es esto, señor Barón? -interrogó con vehemencia el Rey-. Aquí se me pide una audiencia; se me dice que existe una persona que puede hacerme importantes revelaciones acerca de asuntos de mi familia, y que, si no la recibo, se seguirá perjuicio a mí y a los que más quiero. ¡Hay, por lo visto, quien anda mejor enterado de mis propios negocios que yo! Ahí tiene usted un caso humillante.

Iba Lecazes a responder cuando entró en la cámara regia, sin anunciarse, con fueros de confianza, un hombre en la fuerza de la edad, animado, impetuoso. Era el hijo segundo del heredero del trono, el príncipe Fernando, muy preferido del Rey, única esperanza de perpetuidad directa de la raza, como dice felizmente un historiógrafo. No se le podía llamar buen mozo, pero su presencia prevenía favorablemente: tenía esa sencillez franca y esa gracia comunicativa que algunos individuos de la familia de Borbón han poseído y poseen en altísimo grado, y que les capta las simpatías de cuantos les ven de cerca, creando para ellos, aun en los momentos en que menos aura popular gozó su familia, atmósfera de popularidad. Cuando el príncipe Fernando apareció, y la luz de la amplia vidriera que caía a los jardines le iluminó enteramente, pudo verse que era de corta estatura, anchos hombros e irregulares facciones; pero el atractivo de su expresión, la irradiación peculiar de su mirada, la vida que de él emanaba, por decirlo así, eran como una oleada de envolvente júbilo. Sentimientos generosos y cordiales, fácilmente elevables al heroísmo, se reflejaban en aquel semblante, nada hermoso, pero realzado, en aquel mismo momento, por la energía de la bondad.

-Señor -dijo besando la mano del Rey-. perdonará Vuestra Majestad esta irrupción que hago en su gabinete... Vengo a comunicarle algo que me urge, que no puedo aplazar un minuto.

Discretamente hizo ademán de retirarse Lecazes.

-No, no, Barón, quédese usted -pronunció Fernando-. No ignoraba, al venir, que aquí le encontraría. Ya sé que para usted no guarda secretos Su Majestad... y sospecho que ha de estar mejor enterado aún que yo de esta maraña, cuyos hilos tiene, de fijo, entre sus hábiles manos.

-¿Pues de qué se trata, monseñor? -articuló ya muy sobre sí el Ministro.

-De cartas que vengo recibiendo... -contestó Fernando prontamente-. ¡Cartas que me dan mucho en qué pensar y me han quitado el sueño más de una noche!...

-¿Serán amorosas, monseñor? -indicó con fina ironía Lecazes-. Vuestra Alteza posee numerosas apasionadas y lo hallo natural; lo que admiro es su amabilidad al tomarnos por confidentes.

La noble fisonomía del Príncipe se nubló; sus cejas se fruncieron, y repuso, no sin un matiz de desdén:

-¡Barón, no acostumbro en tales asuntos dar participación a nadie... y menos a la policía! Se trata... ¡bah!, ¡a quién se lo cuento!, de... ea, de una persona de nuestra familia a la cual, no sé si con o sin conocimiento de Su Majestad, se ha desposeído de sus papeles y se ha obligado a expatriarse para evitar vejámenes aún más injustos.

-¡Vamos! -articuló Lecazes-. ¿Y cómo se llama ese pariente desconocido de Vuestra Alteza?

-Usted lo sabrá mejor que nadie -respondió el Príncipe-, puesto que es usted quien le birló su documentación y le hizo otras varias jugarretas que no son del caso.

-¿Quién ha dicho eso a Vuestra Alteza? -interrogó Lecazes poniéndose lívido.

-Quien escribe la verdad y no se muerde la lengua -contestó Fernando sacando del bolsillo de su frac varias cartas en manojo.

-Pero tú -intervino el Rey-, Fernando, hijo de mi vida, ¿por qué das crédito a patrañas?

-¡Señor, esta no es patraña!... y si lo fuese, el modo de demostrarlo sería exhibirla a la luz del sol, no envolverla en tinieblas, enredos y tapadijos. ¡No es patraña! Para afirmar que no lo es me basta ver la cara del señor Lecazes, la de vuestra Majestad mismo, la de mi hermana y prima la Duquesa, a quien me he dirigido y a quien he visto desfallecer al solo nombre de ese individuo y de esa historia, cuyos episodios más trágicos ocurrieron en los comienzos del verano pasado en Versalles... ¿Estoy bien informado? Como que le costearon la vida a un amigo mío, un caballero de veras, Renato de Giac, hijo de uno de los mejores oficiales de nuestro valeroso ejército de Condé...

-Fernando -tartamudeó el Rey, cuya tez había ido inyectándose y cuyo rostro descubría profunda contrariedad-, en cualquiera sería atrevimiento lo que haces, pero en ti es algo más: raya y toca en insensatez y en delirio. ¿Eres tú el llamado a sostener tales fábulas? ¿Sabes lo que significaría lo que te has tragado como un bendito? Pues significaría, ¡ahí es nada!, que somos un usurpador, que lo que creímos restauración fue un robo y que, como ese impostor tenía hijos, nuestro lugar es el del que hurtó y devuelve lo hurtado y se retira entre la befa, el escarnio y probablemente la intervención armada de Europa, que vendría a poner orden y limpiar una cueva de bandidos.

-No se trata de un impostor -repitió Fernando impávido.

-¿Entonces nosotros somos los que detentamos lo ajeno? -gritó descompuesto el Rey.

La sonrisa de Lecazes era un derrame de hiel, una crispación del infierno.

-En efecto, señor... -insistió con arranque el Príncipe-. Por desgracia, es verdad... Y yo, por mi parte, no quiero... ¡Sobre todas las cosas del mundo de Dios abajo, sobre el poder y el trono me importa el honor, la religión de los caballeros! ¡Seré o no seré Alteza Real, pero soy de fijo un soldado, y, a pesar de algunas ligerezas, un cristiano también; no ejercito la virtud, como mi hermano Luis, pero no despojaré a nadie! Y no puedo, no puedo vivir así. He querido despreciar estas misteriosas epístolas, y ¿sabe Vuestra Majestad por qué? Porque en todas ellas resuena una amenaza y sentiría que me creyesen cobarde. Arrostro al fin esa contingencia; ya demostraré, si Dios me da vida y a Francia guerras, que vista cara a cara no temo a la muerte. Por eso quise decir a Maestra Majestad que si esto no se arregla como piden la justicia, el derecho y nuestra dignidad, yo escribiré a... nuestro pariente... y si es menester emprenderé el viaje a Holanda y me pondré a disposición de ese infortunado, por si puedo reparar el daño que se le infirió.

-Y no me extrañarán tus bizarros arrestos, sobrino -respondió el Rey, ya colérico, con ironía-. Serán propios del que no ha meditado las consecuencias de sus actos jamás; del que no tuvo reparo en enlazarse en Londres con la plebeya Amy Brown; del que se jacta de desdeñar la etiqueta y las costumbres palaciegas y, plagiando al Corso, a fin de halagar a la populachería de los cuarteles, alardea de ideas incompatibles con lo que representamos. Tu desvarío me autoriza a hablarte en estos términos; tú te lo has buscado y lo has querido. Más te importaría el porvenir del trono si, en vez de conseguir en tal esposa legítima sólo hijas, hubieses tenido la fortuna de darnos el heredero varón que tanto ansiamos. Pero, en castigo, te lo niega la Providencia...

Fernando, lejos de anonadarse ante este ataque del Rey, mostró en la cara una expresión de gozo íntimo, que Lecazes sorprendió.

-No creo -articuló serenamente- que Dios me castigue por lo único bueno y honrado que tengo ocasión de hacer. ¡Señor, respeto mucho a Vuestra Majestad... pero cumplo mi deber! Me creí en el caso de participárselo a Vuestra Majestad, por si quería secundar mi resolución. Si fundamos nuestro poder en la iniquidad, mal porvenir tiene el trono. Que sea de quien deba ser... Yo sólo reclamaré mi puesto militar, el del soldado de fila, pues aunque Vuestra Majestad me acusa de parodiar glorias, busco únicamente la que se consigue con un brazo duro y un corazón que no ha sabido palpitar de miedo.

-¿Es cuanto tenías que manifestarme, sobrino? -murmuró el Rey, amoratado y balbuceando.

-¿Vuestra Majestad me despide? ¿Vuestra Majestad queda enojado conmigo?

-El estado de la salud del Rey -intervino Lecazes- no le permite soportar impresiones como las que Vuestra Alteza le está ocasionando.

-Señor Barón -dijo el Príncipe-, entiendo... Basta; me retiro. De hoy más, Fernando de Borbón no tiene otro juez ni otro guía sino su conciencia.

Y saludando al Rey con veneración y al Ministro de un modo ambiguo, el Príncipe salió tan a prisa como había entrado.

Lecazes le siguió con la mirada. Después de que los pliegues de la portera se aquietaron, encogiose de hombros levemente.

-¿Qué le parece a usted, Lecazes? -preguntó sofocado el monarca.

-Que es preciso dejar al Príncipe, señor; no ponerle trabas, no excitarle... no acordarse de él... Este conflicto se resolverá de suyo. La mayor parte de las cosas en esta vida se arreglan así... ¡Yo... no pienso mezclarme en los asuntos de Su Alteza!

Y el Ministro dio a esta frase insignificante imperceptible relieve especial. En su fantasía estaba representándose un tronco joven, lleno de savia, pero cortado de golpe.


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Cuarta parte: I - II - III - IV - V - VI - VII
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Epílogo: Luis Pedro El destino de Giacinto - Un nieto de Enrique IV - El destino de Fernando