Misterio (Bazán): 11

Misterio
Segunda parte - El cofrecillo

de Emilia Pardo Bazán


El féretro vacío editar

«Sigo mi relato, Teresa. Te consta cómo fuimos conducidos a la Asamblea, cómo pasamos allí el día en una tribuna enrejada y como después, mirando las hojas secas que aquel año tan temprano cayeron, fuimos trasladados a una prisión, cuyo nombre ignoraba yo entonces, y después a otra de aspecto más tétrico aún.

¡Ah, el torreón donde nos encerraron! ¡Cuánto, a pesar de mi corta edad, quedó grabado en mi memoria, marcando esa huella imborrable que jamás abren los sitios donde se ha gozado y casi siempre aquellos en que se ha sufrido! ¿Y en cuál, respóndeme, oh tú que compartiste allí mi cautiverio, en cuál el sufrimiento moral habrá sido mayor; en cuál se ha derramado más llena el ánfora del dolor humano? Si aquellas paredes presto derribadas (porque cuanto se refiere a mi historia se ha hecho desaparecer), si aquellos sillares tuviesen voz, sería un sollozo; si pudieran retorcerse, chorrearían lágrimas. Sólo su nombre ya suena a gemido. No hay elegía como ese torreón.

Las penas de nuestra familia, ¿no las sabes lo mismo que yo? ¿No las has compartido? ¿Hay abrojo que no pisases? Lo que desconoces es lo que sufrí yo solo, separado del regazo materno; y aunque no quieras oírlo, te lo referiré brevemente, condensando, suprimiendo; de otra suerte no acabaría jamás. ¡Me quedan tantas desventuras que referir!

Para que veas que sólo yo puedo haber atesorado estas reminiscencias de nuestra cárcel, voy a decirte cómo era. ¿Qué detalle olvidaré del recio torreón, flanqueado por cuatro torrecillas, con sus cuatro pisos abovedados, de los cuales el primero estaba sostenido en el centro por grueso pilar; sus puertas de fuertes tablas tachonadas de clavos y resguardadas por cerrojos; la otra interior, de hierro toda ella; el empapelado gris y negro, figurando las losas de una bóveda carcelaria; el papelón blanco con orla tricolor, donde podían leerse los Derechos del hombre, único adorno de la ahumada sala desde la cual gente grosera y malévola nos espiaba continuamente? Desde que en el torreón pusimos los pies se fijó en mi mente una convicción, que a veces renace, y fue la de que todo aquello era otra pesadilla, un mal sueño del cual aguardaba despertar. Sin duda se originaba esta idea mía del contraste entre mi vida anterior y la presente. Repito que mi niñez había resbalado tan dulce y plácida; mi vista, mi oído, mis sentidos todos habían sido afectados por objetos tan bellos, ricos, finos y elegantes; la época a que mi madre imprimió su gusto era tan amable, poética y artística; los jardines en que jugué tan lindos; el nido en que crecí se hallaba tan entapizado de pluma de cisne, y además encontré, no sólo en los objetos materiales, sino en las personas, tal idolatría, tal afán de prevenir mis deseos, que mis ojos no conocían más que sonrisas; el acercarse a mí, el tomarme en brazos era un favor. Así es que el cambio de decoración de la horrible torre afectó mis nervios y me impuso, para toda la vida ya, la idea extraña de ser dos personas: la anterior a la prisión, diferente de la segunda.

El encierro soy capaz de describirlo al pie de la letra; no faltará quien lo haya examinado despacio; pronto me encuentro a confrontar mis recuerdos con los suyos. Puedo decirte exactamente dónde estaba tu cama, la mía, la de nuestros padres; detallarte hasta el sillón verde con madera pintada de blanco en que nuestro padre descabezaba una siesta antes de comer. Otras menudencias te convencerían más. Préstate a recibirme, a consentir que te hable, y ¡me abrirás los brazos!

Tendrás bien presente que me separaron de nuestro padre infeliz, condenado a muerte, y luego también me arrebataron de los brazos de la madre, igualmente destinada al suplicio, entregándome a dos seres que no me parecían de nuestra misma especie; gente soez y brutal, que acaso habían recibido orden de volverme idiota a fuerza de crueldades. La verdad, sin embargo, debe decirse: malos fueron conmigo mis guardianes, pero no tanto como se suele repetir. La inhumanidad de aquel zapatero y su mujer se ha exagerado mucho, tal vez para justificar mi supuesta defunción. A ser exacta la leyenda que corre, yo no hubiese podido sobrevivir: ninguna criatura de mi edad resiste un martirio continuo, hambre, borrachera, golpes, desnudez, privación de sueño incesante. Algo hubo de todo ello, pero con intervalos de bonanza. Marido y mujer se diferenciaban: él beodo, ruin, de negras entrañas; ella groseramente bonachona, con uno de esos corazones populares que bajo cáscara rugosa ocultan un núcleo de generosidad. ¡Desdichada! Como a tantos, la arrastré al abismo. Por el delito de afirmar que yo no había muerto, por atestiguar mi evasión, sé que ha sido declarada loca, encerrada en un asilo de dementes. A su manera tosca y bajuna, me había cobrado ley, y más de una vez, a escondidas de su marido, me regaló dulces, me trajo un pajarillo y juguetes baratos, los humildes entretenimientos de los niños pobres.

Al ser despedida la pareja y hallarme encerrado solo en la habitación que había ocupado el ayuda de cámara de nuestro padre, me sentí aún más huérfano. Entonces conocí por primera vez el abandono y el embrutecimiento del fatalismo. Las ventanas, siempre cerradas, interceptaban la luz y el aire; las puertas sólo se abrían para dar paso a los que silenciosos me presentaban el sustento o a los que gritaban para llamarme y cerciorarse de que yo estaba allí; el mobiliario se reducía a una mesa, un cántaro con agua, una tarima y otro repugnante mueble, cuya fetidez me causaba náuseas y lentamente emponzoñaba mi sangre. También se ha divulgado mi martirio de aquella época, y si es cierto que era espantoso, lo han recargado de fantásticos pormenores, que rebasan del límite en que las fuerzas físicas aún luchan para conservar la existencia.

Mientras yo me pudría en la triste celda seguía desatándose fuera la tormenta de la revolución, pero ya en dirección distinta; el período delirante había pasado y llegaba aquel en que se deja sentir la necesidad de un orden establecido y una autoridad reconocida, aunque transitoriamente. Míseros restos de lo que parecía eternamente proscrito a ti y a mí nos olvidaba mucha gente, pero no poca se acordaba y nos compadecía, y los amigos a toda prueba que habían tratado en vano de salvar a nuestra madre meditaban cómo darme libertad. La que más pensaba en mí y de mayores recursos disponía para favorecerme era la encantadora criolla, legitimista en secreto, aunque esposa de un soldado de la revolución, y a la cual una negra, allá en la Martinica, había vaticinado grandezas y dolores sin número: la diadema, el abandono y el asesinato. Para comprender cómo pudo tramarse el complot enlazado con mis destinos es preciso recordar el desorden y anarquía en que después de las convulsiones había quedado nuestra patria, la irregularidad en todos los servicios, la irresponsabilidad con que procedían aquellos gobernantes de ocasión, libertinos y sin fe -porque los escépticos habían sustituido entonces a los fanáticos y la voz pública nombraba a los del Directorio los podridos-. La primer señal que tuve yo de haberse cerrado el período de las hienas y tigres fue que me dieron ropa limpia, abrieron las ventanas de mi cuarto, mataron los inmundos insectos que bullían en él y mejoraron mi alimento, reducido antes a un potaje de lentejas.

No era así y todo cosa fácil consumar mi evasión, pues nadie se atrevía a asumir la entera responsabilidad; se temía aún que el acceso de ferocidad volviese. Mi prisión era segura: no se podía llegar a mí sino por un solo camino perfectamente custodiado. Nadie salía de allí sin ser visto, y ¿cómo sobornar o persuadir a una guardia que se remudaba incesantemente por sorteo entre todas las secciones de París sin que de antemano pudiese preverse quién la formaría? A la entrada y salida de la torre, registro por el Consejo municipal; dentro, vigilancia infatigable, estimulada por los diarios rumores de complots a cual más audaces, ya imaginarios, ya no sin fundamento; tú no lo ignoras, porque de alguno has tenido noticias. Era, pues, tan arduo problema el que tenían que resolver mis libertadores.

¡Ah! Preciso es confesarlo; si, como otras veces, sólo se tratase de heroicos esfuerzos de algunos nobles partidarias de nuestra causa, puede jurarse que se estrellarían contra obstáculos invencibles. Y ojalá. Teresa: morir entre aquellas negras paredes sería lo mejor. Allí quedaba aún algo del aliento de nuestra madre; allí me hubiese extinguido, cayendo, según dijisteis después, cual la tronchada azucena. Por mi mal, a las abnegaciones ocultas en la sombra vinieron a sumarse los más complicados cálculos políticos, la combinación más maquiavélica, la cual hizo factible mi inverosímil salida de la tumba. La narración de mi fuga apenas se cree, y como yo era niño y estaba tan débil y tan extenuado, sus episodios se confunden a veces en mi memoria, contribuyendo a llenar de incertidumbre mi espíritu. Aun realizada en tiempos novelescos -cuya historia secreta estoy convencido de que no se sabrá jamás, porque una especie de oligarquía como la de Venecia borró y suprimió cuanto le convino-, sus páginas suscitarán eternas desconfianzas. No poseo documentos en que fundar este episodio de mi martirio. Ahí va lo poco que sé.

Las previsoras ambiciones interesadas en mi evasión eran de distintos géneros. Como la inflamación del volcán revolucionario principiaba a decrecer, los más exaltados no dudaban que la república viviría poco y sería sustituida en breve por un régimen de fuerza, monarquía o dictadura. Alrededor de estas contingencias se formaban ya cábalas y nacían esperanzas sin freno. Nuestro tío -tu amigo y señor, Teresa-, tomando mi nombre, agrupaba en torno suyo, en la frontera, los elementos restauradores, a la vez que paralizaba los esfuerzos dirigidos a sacarme de mi cautiverio, daba largas, desanimaba a los resueltos -porque con el régimen a que sabía que yo estaba sometido comprendía que se acercaba el desenlace-. Pero si él ansiaba doblar los cerrojos de mi puerta y hubiese apoyado el cuerpo en ella para impedir abrirla, dentro de la capital, un hombre que había asumido momentáneamente el poder, sin vigor ni prestigio para afianzarlo, sin verdadera ambición alta y enérgica; un voluptuoso que buscaba en el mando riquezas y goces, ideó tener en mí una prenda con que imponerse: realizar mi evasión en el mayor misterio, haciéndome pasar por muerto, matándome en efecto civilmente, pero pudiendo resucitarme si le convenía, para manejar con este resorte a todos, incluso a nuestro tío, con quien estaba -a ejemplo de otros revolucionarios tenidos por incorruptibles- en ocultos tratos, a fin de verificar una restauración tolerante que concediese a la revolución lo ya adquirido.

Yo, el prisionero, sacado del torreón y oculto, sería un arma de doble filo: amenaza para el ambicioso que se titulaba Regente; promesa para las tropas leales que en el Oeste combatían. He aquí la treta que ideó aquel hombre ingenioso y de bajo vuelo; por instrumentos eligió a dos militares adictos a mi causa y a la compasiva criolla, esposa del aventurero que después subyugó al mundo.

Gentes eran que, en medio de la anarquía y el caos administrativo y gubernativo de aquellos momentos, tenían en sus manos todos los rescates del poder, sin ninguna de sus responsabilidades. Con arte y libertad relativa pudieron tejer la complicada maraña de mi evasión verdadera y mi ficticia muerte. Si por obstáculos materiales no se me podía hacer salir de la fortaleza, en cambio era sencillo esconderme en el desván, sobre mi encierro. A nadie se le ocurría vigilar por allí. Para que no se advirtiese mi falta colocarían en mi lecho a otro niño de mi edad que entraría oculto en el canasto de ropa limpia. El niño debía ser sordomudo; así no podría venderme e imitaría bien el silencio obstinado que yo guardaba, única protesta contra mi espantoso destino y contra un interrogatorio que aún me ruboriza.

Quiso la casualidad que en una familia adicta a nosotros existiese esta criatura, y su padre se prestó a ofrecerla en sacrificio. ¿No encuentras, Teresa, algo de monstruoso en semejante abnegación? ¿Verdad que esto recuerda a aquel ídolo de Moloch en cuyo pecho candente metían a los hijos sus padres? ¿Qué tiene de extraño que la cólera divina se cebe en nosotros?

No guardo conciencia de cómo se hizo la traslación. Me habían dado a beber un vaso de agua azucarada con una dosis de opio, y durante mi sopor fue cuando, envuelto en una manta, me subieron al desván, donde tenían dispuesta una cama improvisada rellena de papeles, pues por no excitar sospechas no llevaron colchones. Al recobrar el sentido, mis salvadores -dos individuos que se me figura que reconocería si volviese a verlos, por más que nunca he logrado saber su nombre- me encargaron, con mil súplicas, absoluto silencio; ni moverme, ni gritar, ni llamar, aun en caso de peligro. Lo prometí y lo cumplí; temblando de frío, desfallecido de hambre, nunca se me ocurrió acercarme a la puerta para pedir socorro. A horas intempestivas y sin regularidad me traían de comer; devoraba mi ración y volvía a agazaparme. Mientras permanecía allí, en el escondrijo, se hizo correr la voz de mi fuga; esbirros sin cuento se diseminaron, apostándose en las fronteras para cazarme; era esto obra de los gobernantes que no estaban en autos, y entretanto Barras se frotaba las manos sonriendo, porque tenía en su poder los hilos de la intriga. Para mejor engañar al público redoblaron las precauciones en la prisión, por lo cual mi evasión efectiva fue cada día más dificultosa. Como pájaro herido que se refugia palpitante bajo un alero y no se atreve a piar, yo tiritaba en mi glacial refugio.

Única solución del conflicto fue la que ideó Barras: hacer creer que yo no existía; echar, al menos por algún tiempo, sobre mi nombre la losa de una sepultura. Para realizarlo tenía que morir el que ocupaba mi sitio. No se atrevieron a sacrificarle; recelaron que el padre, compelido por el natural amor, se quejase, fuese indiscreto, descubriese la maraña. ¿Y cómo sacarle de allí para sustituirle con otro sentenciado? Barras hizo por entonces una visita al torreón y dio ciertas órdenes que cambiaron el método de vigilancia. Se pudo llevar al mudito enrollado en un colchón y traer a un escrofuloso moribundo del montón anónimo de un hospital. Aquel desdichado hijo del vicio, aquel desheredado de la plebe, vino a sucumbir por mí; para él cantaron los poetas, por él se velaron de crespón las reinas y las princesas, por él se elevó la hostia mil veces en el santo sacrificio. ¡Cuánto he pensado en él, Teresa; qué de ideas me ha sugerido esta sustitución! ¡Vanidad criminal la del hombre que se cree superior a otro hombre por haber nacido entre mayores vanidades!

Para aparentar cuidar a aquel desahuciado se buscaron médicos que jamás me habían visto. Poco tardó en consumarse su triste suerte, que había de ser la señal de mi libertad. Yo, con nombre de vivo, no debía evadirme; era una fuerza que podía volverse contra mis libertadores. Apenas murió el infeliz, ya lo sabes, se le hizo la autopsia, y el médico le sacó aquel corazón que te fue enviado y tú rehusaste. ¿Miento acaso, Teresa? Si creías que yo era el muerto, ¿por qué no aceptar el corazón de tu pobre hermano? ¿Había llegado ya entonces a oídos tuyos el relato del entierro secreto? ¡Qué de hipótesis, qué misterio profundo en el hecho histórico del ataúd vacío!

Sábelo: de aquel ataúd fueron quitados los restos del miserable que me sustituía; enterrose su cuerpo de noche en el jardín del torreón -no ignoras que años después apareció allí el esqueleto en su lecho de cal-, y el ataúd fue el vehículo siniestro donde yo salí de mi cárcel.

Cargaron el féretro en un coche; camino del cementerio me extrajeron y, para hacer peso, metieron aquellos viejos papelotes; lo único que en él apareció cuando se han querido exhumar mis restos. Enterraron la vacía caja sin la menor publicidad, a manera de quien esconde la prueba de algún horrendo crimen; y como la voz pública, iluminada por esa singular presciencia que tienen las colectividades, repitiese que no era mi cuerpo el que yacía en aquel aislado cementerio, el Gobierno, para mayor precaución, envió de noche en un carruaje a sus agentes y a obreros, que ignoraban la tarea que habían de desempeñar, a desenterrar el ataúd, a clavarlo fuertemente y a sepultarlo en otro cementerio, a gran distancia del primero y con el mayor sigilo. Esta parte de mi relato nadie la ignora. La historia, en este caso bien enterada, la confirma».


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Epílogo: Luis Pedro El destino de Giacinto - Un nieto de Enrique IV - El destino de Fernando