Misterio (Bazán): 29

Misterio
Tercera parte - Los Caballeros de la Libertad

de Emilia Pardo Bazán


El capitán editar

Una después, en la cámara del Poliphéme la escena había cambiado por completo. Dorff estaba sentado y le rodeaban los tres carbonarios, que acababan de escuchar una relación sucinta de la historia de aquel hombre. El asombro y la lástima inundaban sus corazones. Luis Pedro en especial, a pesar de su habitual y taciturno mutismo, parecía como fuera de sí; tal era la agitación que su actitud revelaba, tal el sombrío fuego encendido en sus ojos, que relucían como dos ascuas vivas. Sobre la mesa estaba abierto el cofrecillo, del cual Dorff había extraído algunos papeles comprobantes de su relato; pero no se necesitaban: los caballeros de la libertad habían tenido fe desde el primer momento.

-¡Qué golpe para los tiranos! -exclamaba Luis Pedro-. ¡Clavarles un puñal sería hacerles menos daño! ¡Visible es aquí la mano de la Providencia! ¡Ellos trajeron al suelo de la patria la invasión; ellos abrevaron en el Sena las monturas de los cosacos... y ahora les vamos a sellar en la frente la vergüenza de la usurpación y del fraude!... ¡Cuando yo soñaba con imponerles un castigo ejemplar y terrible... no creía que Dios pudiese tenérselo reservado tan completo, tan universal! ¡Y menos que me tomase por instrumento a mí... a nosotros!

-Nosotros -confirmó Giacinto-, que somos una fuerza, hacemos nuestra la causa de Dorff el mecánico y la defenderemos por todos los medios... hasta contra él mismo si por exceso de generosidad quisiese perderse otra vez. ¿No es cierto, Soliviac? ¿No es cierto, Luis Pedro? Nuestras energías enteras se consagraran a este asunto. Nuestros hermanos vendrán en ayuda nuestra incondicionalmente, y casi me atrevo a sospechar que no serán ellos solos... ¡Ah! ¡Llevamos en el Poliphéme una revelación a la patria! Para los convencidos, la fe; para los escépticos, la prueba -añadió señalando al cofrecillo.

La voz cristalina de Amelia se alzó entonces, algo velada por la inmensa emoción.

-Señores, si me atreviese... les haría una observación, les daría un consejo de mujer. No formen planes, no alimenten esperanzas, porque desgraciadamente nos encontramos en situación crítica. ¿Creen ustedes que podemos desembarcar en Francia? Vivo y libre el esbirro, que conoce los hilos de esta maraña, no tendremos acaso, en Europa entera, un instante de seguridad y sosiego.

-¡Bien dice la señorita! -declaró Giacinto, que por puro amor al arte la contemplaba extasiado, admirando aquella altiva hermosura, aquel brioso continente, aquel imponente señorío.

-El peligro es mayor de lo que parece -prosiguió Amelia-, porque, hasta el día, nadie en el mundo tenía conocimiento de la existencia de estos documentos preciosos, por un milagro salvados y que pueden cambiar el curso de la historia. Mi padre los conservaba, sin pensar hacer uso de ellos. Quería deberlo todo a la espontaneidad del cariño de su hermana. Todavía espera en él. Pero el esbirro está enterado, el esbirro hará que se pongan en movimiento hasta las piedras para quitarnos nuestra única garantía. No se reparará en medios: cuantos hemos intervenido en este episodio desapareceremos; la tierra guardará el secreto mejor que lo guardábamos nosotros... En vez de pensar en ruidosos desquites y espléndidas victorias, ¡pensemos en ocultarnos, pensemos en resguardarnos de la tormenta que nos amenaza! ¡Tuerza el capitán Soliviac el rumbo, vire de bordo hacia Dunquerke! No podemos dirigirnos a las costas de Francia; Francia sería nuestra sepultura. Llévenos lejos, lejos. Tal vez ni en Holanda hallaremos seguridad.

Dorff escondió la cabeza entre las manos. El reproche indirecto que se encerraba en la objeción de Amelia le dolía como agudo clavo que le pasase el alma. Él estaba cierto de haber hecho bien; allá en su interior había algo que aprobaba su arranque de insensata magnanimidad. Sin embargo, no podía desconocer que era cierto, que al soltar a Volpetti se había cerrado la puerta de Francia y el camino hasta la persona a quien especialmente deseaba convencer y obligar a que le tendiese los brazos.

-Nuestra suerte y nuestra causa están en manos de Dios, Amelia -respondió con ademán inspirado-; ten confianza. He dado libertad al esbirro, pero está bajo una mirada sobrehumana.

-Por lo pronto, monseñor -dijo Giacinto con humorístico alarde-, lo que ese poder sobrehumano hizo fue disponer que pasase una goleta cuando el esbirro batallaba para no ahogarse, y la goleta le ha recogido y hacia las costas francesas le lleva en este momento. Dios es muy bueno, pero de tejas abajo quiere que nos ayudemos nosotros... y nos ayudaremos; ¡vientre de la Madona! -añadió el italiano entre risueño y furioso-. Lo que es ahora, listos tenemos que andar si hemos de valernos. ¡Aquí del ingenio! ¿Digo bien, hermanos? -añadió con solemnidad inesperada, dirigiéndose nuevamente a Luis Pedro y Soliviac.

-Señores -insistió Amelia-, secreto por secreto, tengan la bondad de enterarnos de quiénes son ustedes y qué fuerza es esa de que disponen.

-No nos es lícito -contestó Giacinto- entregar a nadie la clave de nuestro ser. Conténtese con oír que somos zapadores minadores de lo presente, constructores de lo futuro. Nos dirigimos al porvenir. Pigmeos, casi invisibles, en la sombra, atacamos las columnas en que se apoyan los gigantes. Nada nos complace como defender al débil contra el fuerte. No tenemos nombre, o si lo tenemos es nombre que no resuena, nombre sordo mudo.

Renato escuchaba frunciendo el entrecejo, con expresión de inquietud.

-Somos -confirmó Pedro- la reacción vital, que se manifiesta a veces por medio de espasmos y convulsiones. Destruyendo creamos. Derrumbando erigimos. Nuestro programa es deshacer lo hecho.

-¡Programa satánico! -murmuró Dorff como a su pesar.

-Nadie dirá eso con menos razón, monseñor -contestó Luis Pedro-; pues monseñor ha declarado y reconocido aquí, hace un instante, que en los sacudimientos más terribles se realiza la justicia y la reparación. ¿No hablaba monseñor de expiación, de martirio? ¿No reconocía las culpas y las iniquidades del pasado?

-¡Ah! Sí -contestó Dorff-, yo purgo los pecados de una raza, sus abusos, sus crueldades, su indiferencia ante el sufrimiento.

-Y también, padre -dijo Amelia-, purgamos sus transacciones, sus debilidades, sus apostasías. Nosotros no podemos contemporizar ni vacilar en momentos dados. ¿No lo comprendes? Ahora la justicia estaría de nuestra parte si pudiésemos atacar sin misericordia a la usurpación.

-A servir a esa causa estamos dispuestos añadió Giacinto-. Somos los que viajan de noche, por el camino cubierto, en las entrañas de la tierra. Somos los que llevan los zapatos forrados de corcho para que no hagan ruido nuestras pisadas. Somos los que tienen un alma sola en muchos cuerpos. Cuenten con nosotros Dorff el mecánico y su hija. Capitán Soliviac, a bordo usted dispone. ¿Qué rumbo tomamos?

Soliviac se enderezó. Su curtido rostro respiraba audacia y brillaban sus verdes ojos célticos. Hasta entonces no había tomado parte en la discusión; escuchaba, con el pliegue de la reflexión en la frente, cerrados los puños. Ahora, la resolución adoptada se leía en sus viriles facciones. Su voz resonó con el acento de mando de los instantes supremos, aquellos en que peligra el buque.

-Dispongo que demos caza a la goleta en que han recogido al criminal hasta recobrarle. No desembarcará en tierra francesa mientras Camilo Soliviac sea capitán del Poliphéme.

Callaron todos. Lo arriesgado de la empresa no se les ocultaba. No eran tiempos de guerra; el Corso y la piratería estaban severamente reprimidos.

-¿Sabéis otro medio, hermanos? -interrogó Soliviac volviéndose hacia los carbonarios.

-Ninguno -contestaron Luis Pedro y Giacinto.

-En ese caso... -Y el capitán se dirigió hacia la escalera de la cámara.

-Capitán -observó Luis Pedro-, esa goleta es más velera y más fina que nuestro brick. Le lleva una ventaja enorme.

-No -respondió Soliviac-. Van descuidados y a velocidad normal. Hasta se diría que retrasan desde hace rato. Nosotros apretamos desde que aplacó la tormenta. Así que esté al alcance de nuestros cañoncitos y la saludemos veremos qué pasa. Entretanto van a traer otro ponche, porque necesitamos fuerzas; esta señorita se retirará a su camarote y rezará por nosotros, ¡y sea lo que Dios quiera!, pero habremos cumplido nuestro deber.

-¿Yo al camarote? -respondió Amelia, cuyas mejillas parecían dos rosas de Bengala y cuyas pupilas lucían con radiante fulgor-. Capitán, no soy de esa madera. No sólo no tendré miedo alguno y no estorbaré nada, sino que tal vez ayude. Que no me impidan estar cerca del peligro.

Mientras Amelia se expresaba así, Dorff agarraba con fuerza una manga de la anguarina de Soliviac y casi arrodillándose le suplicaba:

-Capitán... ¡No, no haga usted eso! ¡Déjelos usted a su suerte, déjelos usted en poder de la Providencia! ¡Tengo el presentimiento, tengo la convicción de que su mirada vengadora está fija en ellos! Si renunciamos a toda violencia, si prescindimos de la fuerza, si nos resignamos -que es el secreto de la vida...- será nuestro triunfo; la justicia de lo alto se encargará de él, porque ha dicho Dios: «Tomé en mis manos tu causa y vengué tu agravio». No atentemos a la vida humana, no derramemos una gota de sangre... No, nunca.

El capitán, entre enojado y respetuoso, se apartó de Dorff.

-No nos queda otro recurso -dijo encogiéndose de hombros.

-Pero, ¿con qué derecho, capitán, atacaréis a esa embarcación, que ha practicado una buena obra recogiendo a un náufrago?

-¿Con qué derecho? -respondió el bretón-. Con el mismo que han ejercitado los que atormentaron al niño mártir, al inocente; con el derecho que tuvieron para enterrar en el agujero negro de Vincennes a monseñor. Cuando esa goleta y sus tripulantes duerman en el fondo del mar nadie vendrá a hablarme de derechos. ¡Ea! A lo que importa.

Y Soliviac se lanzó por la escalera, seguido de Brezé y de los carbonarios, para mandar la maniobra y disponer una especie de zafarrancho de combate. Por los vidrios de la cámara penetraba ya la azulada luz del amanecer, tragándose la de los faroles; un primer rayo de sol se deslizó sobre el agua, como un beso amoroso del cielo al mar, tiñéndolo de finas tintas de nácar y rosa. Amelia, palpitante, echó los brazos al cuello de su padre; este cayó de rodillas y, cruzando las manos, imploró a alguien en cuyo poder está el destino de los hombres.



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Epílogo: Luis Pedro El destino de Giacinto - Un nieto de Enrique IV - El destino de Fernando