Misterio (Bazán): 47
El destino de Giacinto
editar-¡Atracad! -mandó el capitán Soliviac con voz sonora; y obedecido por los remeros, saltó con presteza al muelle del puertecillo. Firmemente estribado el pie en las losas, resbaladizas por la capa de algas minúsculas que verdeaba en ellas, el marino tendió ambas manos a Luis Pedro y Giacinto; luego se descubrió respetuosamente ante Amelia y Dorff, y acarició al niño, a quien su madre adoptiva llevaba de la mano.
Si el saludo no lo impusiese la cortesía, pudiera dictarlo la piedad. El mecánico y su hija la inspiraban, y muy profunda. Amelia, siempre de luto, pero luto severo, fúnebre, de esos que trasudan dolor, no era ya más que la sombra de sí misma. Demacrada, consumida, azulada a fuerza de palidez, con los ojos hundidos y a veces extraviados, rodeados de un halo cárdeno, se parecía aún a los retratos de la Reina infeliz, pero no a los del erizón, el gracioso fichú y la coronita de menudas rosas, sino a los del período de encierro, ultrajes y antesala de la muerte. Y, como la Reina, también Amelia conservaba o más bien había acentuado la altivez y dignidad de la actitud, el porte enhiesto de la cabeza; y cuando presentó la mano al capitán, que la besó, en ninguna corte se pudiera ver movimiento más regio.
Dorff, en cambio, abrió los brazos, y el capitán sintió en sus mejillas la humedad de las lágrimas del proscrito.
-¿Embarcamos? -preguntó este afanosamente, como si experimentase ansia insaciable de ausencias y lejanías.
-Ahora mismo, si gusta monseñor.
-No me llame usted monseñor... ¡Se acabó, capitán! He vuelto a ser y seré toda la vida el trabajador, el mecánico, el químico. No tentaré más a la Providencia. ¡Qué favor tan grande va usted a hacer a este ejemplo de los rigores de la suerte! ¡Llevarme a una tierra de libertad y de paz! En Holanda, donde ya me aguardan mi santa mujer y mis pobres hijos, espero encontrar el olvido de insensatos sueños, que costaron tantas desdichas. Por no aceptar la voluntad divina he sido castigado en lo que más amo, ¡en esta criatura! -añadió señalando a Amelia-. Viuda dos veces, sin haber sido esposa, su existencia se ha tronchado; jamás volverá la alegría a su corazón... ¡Qué severos son los fallos de arriba! «Tus amigos perecerán»... ¡No mentía aquella voz agorera y maldita que me lo anunció entre las sombras de un calabozo!
Amelia, que no lloraba, echó un brazo al cuello de su padre, como para dar por bien empleado todo sufrimiento que de él viniese.
-Desmentid vosotros el augurio, amigos del alma -añadió volviéndose a los carbonarios-. Puesto que ya no me acosan y nuestros perseguidores se dan por satisfechos con haberme arrebatado las pruebas de mi ser; puesto que se hacen los muertos y prefieren echar tierra sobre el horrible desenlace de mi entrevista con... ¡con la mujer... a quien he absuelto!... ¡y así la absuelva desde el cielo mi madre!... aprovechad esta situación y volved a la vida normal; no conspiréis, no luchéis, y sobre todo... no imaginéis vengaros. En este momento, una luz más clara que la de ese amanecer de un espléndido día, que dora las olas, ilumina mi conciencia y mi razón. No hay que resistir al mal; no hay que devolver daño por daño. A quien deshace vallado, le morderá culebra, dice la eterna sabiduría. Perdonad para que os perdonen.
Luis Pedro, al cual estas palabras parecían dirigirse más especialmente, volvió a otro lado la cara, a fin de que Dorff no viese la expresión singular de sus pupilas, en que había relumbrado un destello de voluntad agudo y cortante como la hoja de un arma.
-¡Adiós, adiós! -insistió el proscrito-. Soy un humilde como vosotros, un proletario como vosotros; ya no tengo más título que mi condición de hombre. Voy a ganarme el pan con mi sudor y a morir oscuramente. Abrazadme otra vez.
Los dos carbonarios se precipitaron a un tiempo: Giacinto, que era un emotivo, sollozando; Luis Pedro, trepidando por dentro, por fuera grave y sin alardes de pena. Desde la tragedia de Versalles apenas sí se le había oído el metal de voz. Dorff les estrechó con fuerza, con particular ternura, murmurando:
-¡Gracias por todo! ¡Gracias, gracias! ¡Que la paz descienda sobre vosotros! ¡Olvidad, retiraos, callad, no cobréis deudas! Y tú, Giacinto... ¡haz penitencia, porque llevas las manos manchadas de sangre!
Involuntariamente, el siciliano las miró; pero, al punto en que realizaba este movimiento, sintió que alguien se las cogía, se las apretaba con nerviosa violencia, y escuchó la voz de Amelia a su oído, baja, pero estridente e incisiva:
-Giacinto, ¡no tengas remordimientos! ¡Hiciste bien!... ¡Fue justicia! ¡Oye, Giacinto!... la que preparó la emboscada también saldrá de Francia al destierro. ¡Si no, no habría Dios!
Momentos después, la chalupa del Poliphéme se alejaba blandamente del embarcadero. Al timón iba Soliviac; dos marineros remaban; el niño enviaba besos con los dedos, y Amelia, agitando su pañuelo, derecha, majestuosa, como una soberana destronada que, mal de su grado, recurre a la fuga, se despedía aún de los caballeros de la Libertad para siempre.
Giacinto y Luis Pedro permanecieron como magnetizados en aquel muelle de puertecillo de la costa normanda, que empezaba a poblarse de gentuza, de sardineras, marineros, pilluelos de playa, vendedores y compradores de lenguado fresco para enviar a París. Sus ojos estaban fijos en la chalupa, y no se apartaron de ella hasta que atracó al costado del buque, fondeado a regular distancia. No se distinguían sino confusamente sobre cubierta el bulto negro de Amelia y la grave figura de su padre. El Poliphéme levó el ancla, desplegó su velamen y, poco después, ligero, gallardo, empezó a cortar las olas, matizadas aún del rosicler auroral.
El sol subía ya por el cielo, derramando una claridad que raras veces ostenta en aquella región; el agua era una placa de esmalte azul turquesa, que a lo lejos irisaba tonos nacarados; la escama de sardina pegada a las losas del puerto relucía como pétalos de alguna flor de plata, y los alegres gritos de la gente pescadora, que esperaba la llegada de las primeras lanchas cargadas de pesca o llevaba al almacén de salazón, en cestas, la de la víspera, componían un cuadro tan gozoso que Giacinto, a pesar de todos los recuerdos que debieran atribularle y de la tristísima escena en que acababa de intervenir, sintió aquellos efluvios de vida y su corazón se dilató. Miró a su compañero; la cara de este expresaba tan tétricas ideas, era de tal modo la cara de un precito, que el siciliano percibió un frío sutil y volvió a la realidad.
-¡Allá van, Luis Pedro! -murmuró por decir algo-. ¡Allá va un personaje de quien no hablarán las historias! Nunca volveremos a verles. ¡Esta página queda borrada!
-¡Sí por cierto! -contestó el taciturno carbonario-. Pero tú, Giacinto, debiste acompañarles a Holanda, establecerte allí y no pensar más en esta tierra. ¡Consejo de amigo! Porque tengas en Versalles una querida muy bella, que le soplaste a un guarda -la que vive en nuestra casa, ya comprendes que estoy bien informado-, no es razón para arriesgar el pescuezo. No te fíes de la tregua que nos dan. Había interés en que ellos se alejasen, sin revolver más el cotarro, y la policía finge habernos olvidado, dormir a pierna suelta... Es la consigna. Pero ahora se despertará... y el que le ajustó las cuentas a Volpetti y le envió a casa de su compadre Lucifer no se engreirá mucho tiempo de su hazaña... ¡Eres un chiquillo! ¡A ti te se lleva donde se quiera amarrándote con la cinta de unas enaguas!...
-¡Bah! -contestó riendo el siciliano-. Si no fuesen las enaguas, ¿qué sabor tendría la vida? Y la planchadorcita de ahora me tiene loco; ¡el sargento rabia!... ¿Creerás que aquí también, en estas pocas horas, he descubierto una hembra principal? Vive frente a mi posada: la hija de un calderero. O poco he de poder o esta noche...
-¿De modo que te quedas? ¡Mal hecho, Giacinto! Pero allá tú. ¡Cualquiera te convence! Yo me voy; yo soy, desde ahora, un elemento aislado: trabajo por mi cuenta. Y aunque me busquen, no me encontrarán; y aunque me encuentren, no me cogerán; y aunque me cojan, me soltarán. ¡Te lo afirmo!
Su voz tenía un sonido metálico, parecía que cortaba.
-¿Por qué crees eso, amigo? -preguntó Giacinto, que se sintió impresionado, dada su naturaleza supersticiosa.
-Porque a nadie le inutilizan mientras no hace lo que debe hacer -contestó secretamente el caballero de la Libertad-. ¿Han inutilizado al Otro mientras tuvo que sojuzgar a Europa? Las coaliciones eran entonces inútiles. Hoy le sujeta a Santa Elena el negro, árido y montuoso peñón, donde le torturan, no la fuerza de sus enemigos, sino el hado; porque ya cambió su destino, ya arraigó la grandeza de la revolución por medio de la gloria militar. Ya sólo podía afianzar el despotismo... y eso no lo permitieron allá.
-Nosotros no somos el Otro -respondió Giacinto.
-El Otro es un hombre. Todo hombre puede ser llamado a cambiar el curso de los acontecimientos... si cuenta consigo mismo y no más.
-¡Bah! -respondió el siciliano-. Nosotros, pobres diablos, fuimos comparsas en el gran drama. Ya hemos desempeñado nuestro secundario papel. ¿Pero qué me importa que fuese o no secundario? He enviado a casa de su compadre al que causó la muerte de mi hermano... y lo demás, pamplina. ¡Qué bien corría la sangre! ¡Qué calor daba en las manos!
Y al cruento recuerdo, las alas de la nariz de Giacinto se dilataron; chasqueó la lengua, y salvaje fruición se reflejó en su cara guapa, de un moreno mate, y en sus ojos negrísimos, aterciopelados. La agonía de su enemigo se le presentaba de relieve; percibía el estertor, las convulsiones, el entrar del cuchillo en lo blando de la carne.
-Sí -murmuró como proféticamente Luis Pedro-. Tú ya hiciste lo que tenías que hacer; el fin de tu vida está realizado. Teme ahora, Giacinto, ya eres una concha vacía... ¡Mira cómo el infame esbirro, al punto mismo en que ejecutó el acto culminante de su existencia -apoderarse de los papeles y que se los llevasen a ese funesto Lecazes, que sin duda en pago de tan eminente servicio ejerce el poder y es más que nunca el favorito del Rey inválido, ¡del que hizo armas contra su país!-, mira, te lo repito, y fíjate en ello, cómo en ese mismo instante tú le suprimiste! Por eso yo andaré seguro. Mi historia está todavía en blanco, nada hay escrito en ella.
-Y nada escribirás -respondió el siciliano-. ¡Dos infelices como nosotros! ¡Y ahora que ya ni protegemos ni acompañamos al personaje!
-Soy un hombre -volvió a manifestar enérgicamente Luis Pedro-. ¡Un hombre! ¿Sabes tú lo que un hombre solo puede y vale? Giacinto, el nacimiento de un ser humano es un suceso de incalculable transcendencia. ¡Acuérdate del que nació en Judea! ¡Piensa lo que sería el nacimiento de un varón en la casa real de Francia! ¡Esa vieja dinastía caduca, y que nos han vuelto a imponer porque la trajo un cosaco a la grupa de su caballo, reverdecería de golpe; habría el heredero, la esperanza! ¡Todo por nacer un hombre!
Acercábanse ya a su posada los dos carbonarios. Subieron a su angosta habitación. Luis Pedro tomó el hatillo y dio a Giacinto un beso en la mejilla, según la costumbre francesa.
-¿No quieres que almorcemos juntos?
-A la hora del almuerzo he de estar lejos de aquí... Tú deberías hacer otro tanto.
-¿Y la hija del calderero? ¿Qué pensaría de su galán? Cinco veces se ha asomado a la ventana a verme; me hizo señas, me tiró una flor de su maceta... Me quedo hasta mañana...
Nada objetó Luis Pedro, fatalista. Cargó su ligero equipaje y bajó la carcomida escalera. La cuenta estaba pagada por Dorff: podía marcharse sin ver al hospedero. Volvió un instante el rostro; destellaron sus ojos. Después, su raquítica figura se perdió en las calles del puertecillo y en dirección al campo.
Hora y media más tarde, cuando Giacinto se instalaba ante una fritura de peces, chirriante y olorosa, y la sirviente le presentaba, espumoso y fresco, el pichel de sidra, oyéronse pasos en la escalera, el ruido característico de las culatas; alrededor de la posada se había formado un grupo de gente llena de curiosidad. Y el cabo que mandaba el pequeño destacamento dijo, echando mano al cuello de la chaqueta de Giacinto:
-Date preso. ¡Atarle las manos!...