Misterio (Bazán): 44

Misterio
Quinta parte – La hermana​
 de Emilia Pardo Bazán


Los antecedentes de Luis Pedro editar

Los que no conocen los parques y jardines de Versalles no tienen idea de cómo puede manifestarse, con elementos campestres, la dignidad nobiliaria, realzada por una nota de elegancia artística.

La impresión no es la de esa dulce melancolía que infunde la tranquilidad del campo, sino la de una altivez majestuosa que pesa sobre el espíritu y que a veces se transforma en solemne aburrimiento, nacido de la misma regularidad y magnificencia de aquel sitio real, donde aún parece que van a desfilar las damas de empolvada cabeza y los caballeros de bordada chupa.

No hay nadie que no experimente cierto respeto al ver en el gran patio erguirse la estatua de bronce del Rey Sol, o al mirar con asombro extenderse la interminable línea del palacio dominando los jardines.

Los domingos permitíase al público que se solazase en el parque, pero durante la semana entera estos permanecían solitarios; únicamente los recorría la brigada de jardineros, limpiando y rastrillando, enarenando, recortando los solemnes mirtos, y unos cuantos guardias, carabina en bandolera, velando por la seguridad de las reales personas, cuando se las ocurría espaciarse por allí, y los días festivos, evitando que el público estropease los jardines. Extrañeza causó a Nazario Pantín, sargento de los guardias de Versalles, el recibir del conservador administrador del real sitio orden perentoria de retirar la fuerza el jueves, en la parte que corresponde a la gran avenida del Tapiz verde, al estanque de Latona, al bosque de la Columnata y al bosque de Apolo, y después otra no menos categórica de recoger durante el día la fuerza a la sala que servía de cuerpo de guardia. Quien manda, manda -pensó para su uniforme Nazario Pantín-. De allí a poco supo que también se había dispuesto dar asueto a los jardineros y que no pareciesen por el castillo. Como el miércoles por la tarde había llegado la señora Duquesa, sobrina de Su Majestad, Nazario se echó a discurrir.

-Quiere pasearse sola, meditar, no ver rostro humano. ¡Es tan aficionada al retiro! Pero quitar la guardia... ¡hum!, no lo considero prudente.

Otros comentarios haría a poder notar circunstancias aún más singulares.

La misma tarde en que se había prohibido a los guardias poner el pie en el parque, cuatro hombres, que vestían el sencillo uniforme de aquel cuerpo y llevaban igualmente terciada la carabina y en la cintura el cuchillo de monte, llegaron por el camino de Ville d’Avray y se acercaron a una de las puertecillas que dan acceso al parque, hacia los Trianones, y por las cuales solía dirigirse, sin pompa cortesana, a su predilecto recreo María Antonieta.

Con recato y sigilo abrieron la puerta, sirviéndose para ello de una llave que traía el que al parecer capitaneaba el grupo, y ya dentro, en voz baja, cual si temiesen despertar a los pájaros en la arboleda, conferenciaron. Era el que mandaba el grupo hombre como de treinta y pico de años, de barba cerrada, color cetrino y abundante cabellera negra; su tipo meridional hubiese recordado, a quien estuviese muy al corriente de todas las peripecias de esta historia, el de aquel contrabandista catalán Alberto Serra, que conocimos en los dominios de Lecazes, de vuelta de Londres, confesándose autor de la introducción de un alijo de cuchillería. De los múltiples disfraces de Volpetti, este es el que suele adoptar cuando se propone representar un hombre de baja clase y ocultar bien sus facciones, semejantes a las del autor del Genio del Cristianismo. Los que le acompañaban también lucían frondosas barbas negras y tenían la tez morena de la gente a quien curten el sol y el aire en oficio como el de guardar los reales parques y perseguir a los cazadores furtivos.

-¡Cuidado! -dijo el jefe-. Atended bien y ejecutad mejor; el asunto es de interés y una torpeza se pagaría cara. Tú, Lestrade, te encargas de guiar e introducir en los jardines al personaje; trae el mismo camino que nosotros, y viene a pie desde más acá de Le Chesnay. Vosotros, Sec y La Grive, estaréis de la parte de afuera, cerca de la puerta; dentro del parque no queda nadie sino yo. Cuando el personaje vuelva a salir, yo iré detrás de él; si os hago una seña alzando el brazo, arrojaos sobre él, amordazadle, maniatadle, cacheadle. Cuanto lleve consigo es para entregar al señor Ministro en persona. Si sucede cualquier cosa, ¡salvad lo primero el botín! ¡Huid con él, a París, al gabinete de Su Excelencia! ¿Me habéis entendido? No importan vuestras vidas, no importa la mía; importa lo que ese sujeto lleva, los papeles en especial. ¡Al que llegue con ellos en presencia del Ministro no le pesará a fe mía!

Hicieron señas de asentimiento, y la pequeña partida se desgranó en la forma indicada. Con tal cuidado apagaban el eco de sus pasos que sólo se oía el vago murmullo del follaje, agitado por una brisa aleteadora, la última de la primavera expirante. Una gran paz difusa envolvió al parque, por cuyos senderos se adelantaba ya, haciendo rechinar la arena bajo su andar lento, la Duquesa en persona, vestida casi de luto, de seda negra bordada de canutillo y pasamanería, y apoyada la mano sobre el corazón para contener sus latidos, que resonaban allá dentro con jadear hondo de fragua.

Al mismo tiempo que la dama se aproximaba al lugar señalado para la cita, el sargento Nazario Pantín, en vista de que no se necesitaban aquel día sus servicios ni los de la guardia que tenía a sus órdenes, había salido del castillo y se dirigía a la morada de cierta comadre suya, Rosa Lecaut, planchadora de fino, hembra de arranque y de larga historia, en cuya casa afirmaba la malicia que no faltaba jamás, para un sargento de buena facha, gustoso palique y sabrosa cena. Nazario procuraba envolver en mil cendales esta flaqueza por altas razones, entre las cuales figuraba el cerrado criterio de la Duquesa, que no entendía de irregularidades en ningún terreno y no consentía escándalos ni aun entre gente tan subalterna.

Vivía la planchadora en una casa de la calle de los Reservoirs, en el segundo piso.

Aquel día, al subir el sargento, no pudo menos de fijarse en una mujer joven que del tercero bajaba, vestida de luto riguroso, que parecían iluminar con reflejos solares sus cabellos de un rubio ceniza, peinados en tirabuzones al estilo de la época. Nazario, picado de curiosidad, se hizo atrás y dejó pasar a aquella niña, murmurando:

-¡Parecido como él! ¡Si es el retrato de la infeliz reina que se ha desprendido del lienzo!

Minutos después, sentado ya ante la mesa donde la planchadora encañonaba detenidamente una camisa de dormir, el sargento se propuso averiguar lo que no le importaba.

-¿Quién es una muchacha rubia, de negro, que acabo de ver salir de casa de tu vecina?

La planchadora, interrumpiendo la delicada operación a que se consagraba, respondió en ese tonillo confidencial, pero dramático, que insinúa grandes cosas:

-No sé... No la conozco... Pero, hijo del alma, ¡sospecho que hay ahí algún lío muy especial! ¡Gato encerrado, o mejor dicho, varios gatos! ¡Tú a mi vecina bien la conoces! ¡Por supuesto!...

-¡Vaya! -respondió el sargento-. ¿No la he de conocer? De toda la vida, y lo mismo a su hermano Luis Pedro Louvel, de quien no se tienen noticias desde que se llevó pateta a su adorado emperador. ¡Porque era el tal Louvel un bonapartista fanático! ¡Y hombre más retraído y más socarrón! ¿Dónde andará aquel mochuelo?

-¿Dónde? -repitió Rosa-. ¿Que dónde anda, dices? ¡Pues aquí, chiquillo, aquí!, desde hace dos días. Y con él, y a casa de su hermana igualmente, ha venido esa señorita rubia a quien acabas de encontrar, y pocas horas después, recatándose mucho, un gentil mozo de ojos negros... Y yo juraría ¡hum!, que a rezar no han venido... Porque el que no tiene que ocultar, ¿verdad?, entra y sale y hace la vida de todo el mundo; pero a esa gente, desde que llegó y se metió ahí como el conejo en la madriguera, no se la ha visto más, aun cuando me parece que de noche salen a dar sus vueltas... Yo, por casualidad, desde una de las ventanas que caen al patio atisbé... y a favor de un descuido he reconocido a Luis Pedro, el cual no se me despinta. ¡Tipo más antipático! También he visto al buen mozo, que, por señas, es un truhán...

-¿A que ha querido engatusarte? -exclamó Nazario con celos muy aparatosos, que le valieron un moquete de su comadre y le distrajeron un momento de las indefinibles sospechas que empezaba a concebir.

La planchadora insistió:

-Tengo buen olfato; juraría que esos conspiran. ¡Ahora no se oye hablar sino de conspiraciones! No es natural que se escondan de día como los murciélagos...

-¡Mujer! -articuló Nazario-. ¡Estás soñando! ¡Pues si ella ahora mismo iba camino de la calle!... Deben de ser fantasías tuyas. ¿Qué tiene de extraño que un hermano viva en casa de su hermana?

-Que un hermano venga a casa de su hermana no tiene nada de particular, pero hay hermanitos especiales y hay modos de venir... -porfió Rosa-. ¿Querrás creer que la hermana, a quien vi ayer en el mercado, me negó a mí misma que estuviese aquí Luis Pedro? Como noté que compraba mucha carne, y manteca, y legumbres para cuatro o cinco personas, le dije: «¡Hola!, ¡huéspedes tenemos!», y la muy descarada respondió: «No, mujer, ¿de dónde saca usted eso? Es que ahora gasto yo mejor apetito».

-¡En efecto! -dijo el sargento pensativo-. ¡Eso es raro!

-¡Y tan raro! Luis Pedro Louvel a mí no me gusta. ¡Es capaz de todo!

-Bien, Rosita, ¿y qué nos importa? -contestó el sargento, que era en el fondo algo pancista-. Del parque de Versalles para fuera yo no toco ni pito ni flauta. Allí dentro no ha de ir a hacer fechorías conspirador alguno; ni el Rey ni los Príncipes están ahora, y la señora Duquesa es una bendita, con quien no se mete nadie... Dejémonos de historias. ¡Hay que hacerse el tonto una hora todos los días! ¡Lo que más me llama la atención de todo esto es la semejanza de esa chica de luto tan guapa con la infeliz Reina!

-Valiente pájara será -indicó, algo escamada, la planchadora.

Mientras sostenían este diálogo, la joven de luto, que había bajado el velo de crespón de su capotita, salvaba algunas calles de las más concurridas y llegaba a una plaza desierta, sombreada por altos olmos. A los dos minutos de esperar en ella apareció por la parte opuesta un elegante caballero, que, sin decir palabra, se colocó al lado de la joven. Caminaron en silencio, aunque trocando miradas, hasta salir del pueblecillo e internarse en las cercanías del parque por un sendero que rodeaba la tapia.

Guiaba el caballero, y de tiempo en tiempo se orientaba consultando un plano dibujado con rasgos de lápiz. Anduvieron bastante tiempo; la joven acabó por apoyarse en el brazo del galán, el cual de pronto se detuvo: acababan de encontrar una brecha en la tapia.

-Tenía razón Luis Pedro -dijo él.

Con un poco de agilidad podía penetrarse en el parque salvando aquella brecha. Él saltó primero, y ya asegurado en lo alto tendió los brazos a la mujer, y ella, gateando por el semiderruido muro, subió hasta donde la esperaban. El galán la cogió por la cintura y un instante la retuvo contra su pecho, balbuceando palabras confusas en un transporte de amor. Volvió luego él a saltar, pero hacia el parque, y la ayudó a descender. Y se hallaron bajo los árboles centenarios, en la soledad sugestiva, que embriaga a los que bien se quieren.

-¡Amelia! -murmuró Renato-. ¡Amelia mía! Creo que nunca te he adorado como hoy. Este es un día decisivo, y cuando sepamos lo que va a ser de tu padre y de nosotros espero que también fijarás el plazo para que unamos nuestra vida.

-Sí, Renato -murmuró Amelia-. En este momento lo deseo tanto como puedes desearlo tú. Pero ¡ay!, ¡no sé qué me pasa! ¡Tengo presentimientos tristísimos! He llegado a creer que mi padre, bajo el influjo de tantas desgracias, padece una especie de vértigo suicida. Su razón, por momentos -¡Renato, cállalo!, ¡no se lo digas a nadie!- se nubla, se confunde. Si en la entrevista de hoy su hermana no le demuestra incondicional cariño, ¡ay de nosotros, ay de él! ¡Y yo estoy convencida de que su hermana no le paga tanta ternura ni nunca se la pagará, y bajo todo esto se ocultan maquinaciones para desposeernos de lo único en que estriban nuestras esperanzas!...

-¡Amelia, también lo temo! ¡Pero ni yo ni nuestros amigos Luis Pedro y Giacinto hemos de dormirnos esta tarde! ¡Y somos tres, tres hombres resueltos, Luis Pedro conoce el terreno a palmos; mira cómo nos ha indicado esta entrada... y tenemos armas y el corazón en su sitio! No temas, se hará lo imposible. Sólo siento que te hayas empeñado en venir. Más valdría que nos hubieses aguardado allá, en casa de la hermana de Luis Pedro.

-Renato -pronunció la niña dulcemente, con entonación de dulzura infinita-, puede que tengas razón, pero ¡deseaba tanto no separarme de ti! No sé darme cuenta de la causa, y es extraña la coincidencia: yo también hoy te quiero de un modo especial; estoy como enloquecida. Si en estos días te manifesté acaso alguna frialdad, no creas que era sincera. Es que me parecía un deber rendir tributo de respeto a la memoria del desventurado... ¡Víctima inocente fue; víctima de lo que jamás pudo él sospechar, porque aquel aldeano era grande y generoso como los paladines; víctima de las bajas intrigas, de las maldades ajenas; víctima de su propia lealtad! ¡Era el pueblo, el pueblo de impulsos sublimes, que se sacrifica! Pero, Renato mío, no por eso dudes... ¡Tú eres la ilusión, tú eres el amor... el amor verdadero!

-Tenía celos, Amelia -respondió el enamorado estrechando con delirio el talle de su prometida-. Celos de un recuerdo, de una admiración, de un agradecimiento tuyo. ¡He ansiado morir también! He soñado ser el muerto por quien llevas negra ropa. Repíteme lo que me has dicho... Y si fuese yo el que se hubiese arrojado al foso, ¿qué harías?

-Morir para la vida, Renato -contestó ella-. Sin ti todo se acabaría. ¿No lo crees?

Él se inclinó y puso los labios en los ojos de Amelia. Un instante permanecieron así, enlazados, fundidos por irresistible impulso.

El sol salpicaba la arena con estrellas luminosas, llovidas de la fronda de los árboles; el manso murmullo del follaje parecía entonar un himno de ventura.


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Epílogo: Luis Pedro El destino de Giacinto - Un nieto de Enrique IV - El destino de Fernando