Misterio (Bazán): 23

Misterio
Tercera parte - Los Caballeros de la Libertad

de Emilia Pardo Bazán


El zorro en la trampa

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Breves momentos hablaron las tres personas; casi inmediatamente, Dorff y Amelia -parece excusado decir si eran ellos- se encaminaron, guiados por el marqués de Brezé, hacia la sombría escalera de caracol que comunica el figón con los pisos altos de la posada del Pez Rojo. Al efectuar este movimiento de retirada hubieron de pasar muy cerca de los dos hombres que comían salmón ahumado y lo regaban con cerveza y Chianti; pero estos metieron en el pecho la quijada, absortos en su gastronómica ocupación.

Renato, precediendo a los viajeros, les condujo a una amplia sala con techo artesonado de madera, detrás de la cual había dos cuartitos destinados al padre y a la hija. Antes registró las habitaciones; se aseguró de que no tenían armarios secretos, nada sospechoso; sacudió las cortinas; dio vuelta a la llave; pasó el cerrojo, y seguro ya de hallarse al abrigo de ojos y oídos indiscretos, repentinamente se postró de rodillas, con las manos cruzadas, ante Dorff.

-¡Perdón! -exclamó- ¡Perdón! Es preciso que confiese mi delito, mi enorme culpa.

-Pues ¿qué hay, hijo mío? ¿Qué sucede?... ¿Por qué no me das los brazos?... -articuló el mecánico, pugnando por levantar del suelo al marqués de Brezé.

-Porque no lo merezco; he sido un miserable -respondió el marqués-. Sólo el confesarlo, señor, me proporcionará algún alivio, dará algún desahogo a mi conciencia. ¡Como un imbécil, como un estúpido, me he dejado sustraer el cofrecillo!

Dorff palideció y se tambaleó. El golpe era terrible. Con el cofrecillo desaparecía la última esperanza. Era el cofrecillo como la raíz de su ser moral, la chispa lumínica que todavía, entre brumas y sombras, alumbraba su destino. Al apagarse esta chispa, la negrura de la nada caía sobre él. Se recostó en la pared, cerrando los ojos, y permaneció así un instante, durante el cual se escucharon los sollozos de Renato, que anonadado lloraba como un niño.

Dorff fue el primero que recobró el dominio de sí mismo, la dignidad ante la catástrofe.

-¡Qué le hemos de hacer, hijo mío! -murmuró con esfuerzo-. Cúmplase una vez más la voluntad suprema, ante la cual somos átomos los mortales. Has salvado mi vida y has perdido mi nombre: resignémonos. El que dispone de ti y de mí sabe más que nosotros. Hágase lo que Él quiere.

Y estrechó a Renato, ya en pie, contra su pecho, calurosamente, en un rapto de abnegación. Amelia, silenciosa, pálida como una muerta, dejaba fluir de sus ojos dos gruesas lágrimas.

-¿Y el manuscrito? -interrogó Dorff.

-El manuscrito... está en mi poder.

-Dime cómo ha sucedido la desgracia del cofrecillo -ordenó el mecánico desplomándose en ancho sillón y cuero y señalando el canapé a su hija y a Renato.

De Brezé refirió minuciosamente los episodios del Hotel Douglas, la visita del supuesto conde de Keller, el incendio, la sustracción. Palpitaba Amelia de triste curiosidad. Dorff se abismaba en meditaciones.

-Ese conde de Keller no era sino un esbirro -declaró Dorff al terminar el relato-, y por las señas que me das de él le reconozco; es mi mal genio, es el que ha intervenido e influido en buena parte de mis infortunios. Tras de mí viene, siniestro y perseguidor, y no parará hasta aniquilarme. Él era sin duda el que me dio el pasaporte allá en la frontera prusiana. Nuestra batalla está perdida.

Ese bandido es personificación de la policía, fuerza oculta y fatal que me envuelve. Ella guiaba el brazo de los asesinos de que milagrosamente me libraste tú, y nótalo, Renato: desde el mismo instante en que interveniste en mi destino, esa fuerza actúa sobre ti. No intentes luchar, hijo mío; temo por tu vida, por tu seguridad, por tu honra. Ya me pesa haber accedido a este viaje. ¿Cómo realizarlo? ¿Cómo intentar siquiera sin documentación, sin pruebas de mi existencia, entrar en mi patria, remover el fuego sagrado de los recuerdos y de la lealtad en los que han conocido a mis infelices padres y acaso conservan en su corazón el culto de mi trágico nombre? Renunciemos, Renato; volvamos, yo al destierro, tú a tu país; olvidemos; no sepan que eres mi amigo, porque siempre escucho resonar en mis oídos la siniestra profecía del calabozo... «¡Tus amigos perecerán!». Aun en Londres no me creo seguro. Me trasladaré a Holanda, y allí, en tierra de libertad y justicia, vegetaré entre los corazones que son míos, bajo la mirada de la Providencia.

Mientras hablaba así Dorff, Renato no apartaba los ojos del semblante de Amelia. Secas ya las lágrimas, el bello rostro expresaba intrepidez y resolución; sus ojos azules centelleaban, su nariz se dilataba impetuosamente. Renato, al mirarla, sentía, en vez del pesimismo que infundían las palabras del padre, viril afán y propósito de combatir a ultranza. Animado por este estímulo moral y por el dulce contacto del cuerpo de la joven que palpitaba a su lado, exclamó:

-¡Señor! Nada de desaliento. He resuelto pedir desquite al destino. O muero o triunfo; lo que no concibo es rendirme antes de apurar las contingencias de la lucha. ¿No bastó mi intervención para frustrar el inicuo atentado del square? ¿Quién sabe si soy yo el enviado de la Providencia? ¿Se me ha de negar el derecho a vengarme del ladrón que me embaucó y me burló? ¿Ha de ir riéndose? Confundido me vea si tal sufro. He de recobrar el cofrecillo, así lo defienda Belcebú con garras y uñas. Me he jurado -y un de Brezé cumple todas las palabras y en especial las que se da a sí propio- que esta maldad no quedará impune. El corazón me dice que estoy próximo a cobrar mi deuda y rescatar el cofrecillo. Escuchen... Sé que el esbirro se dirige aquí. ¿Que cómo lo he averiguado? ¡Ah!, todo se aprende, hasta el vil oficio de espía, y yo, en veinticuatro horas, bajo el influjo de la rabia y la vergüenza, he sabido indagar, derramar dinero, hacer lo imposible. La pista del supuesto conde de Keller está encontrada; no se me escapará.

-¡Bien, Renato mío! -gritó Amelia, presentándole su mano y permitiendo que el enamorado la cubriese de besos locos.

-¡Amelia! -exclamó en tono meditabundo Dorff- tú has heredado la incontrastable resolución de mi madre y de mi abuela María Teresa; yo la resignación y el pasivo estoicismo de mi infortunado padre. Cuando estoy a tu lado me comunicas tu arrojo; mi sangre gira más activa y rauda; creo fácil lo imposible; mis dudas se disipan; mi angustiosa dualidad desaparece; me convenzo de que no soy un pobre iluso, un pobre loco... ¡Dios te bendiga!

-Padre -exclamó la niña-, pero ¿no conoces que tenemos el deber de no entregarnos sin defensa? ¿Es lícito renunciar a derechos que son los de tus hijos? ¿Concibes que la obra de iniquidad pueda durar eternamente? ¿No confías algo en esa Providencia de que siempre hablas y que a tantas y tan duras pruebas te ha sometido? ¿No has comprado ya tu perdón con un infinito de dolores? ¿No has visto caer torres muy altas? ¿No has visto al gigante, al Leviatán, al Corso terrible, rodar por tierra hecho añicos? ¿No está en el trono la usurpación? Ten más fe. Yo veo -y al decir esto parecía Amelia una sibila hermosa y joven-, yo veo levantado el brazo de Dios dispuesto a herir, pero no sobre ti, sobre los otros, sobre ellos. ¡La hora se aproxima! ¡La medida está colmada!

Al hablar así, transfigurábase: sus mejillas se inflamaban, sus ojos fulguraban como los de un arcángel vengador e irritado, sus labios tenían un temblor de espléndida cólera, un estremecimiento de indignación sublime.

-Amelia... me asustas -balbuceó Dorff.

-¡Afuera miedo pueril! Renato nos salvará: y si él no bastase para salvarnos, hasta de la tierra surgirán defensores. Ánimo, padre mío; valor y calma, Renato, mi futuro esposo. Celebremos una especie de consejo de guerra. ¡A deliberar!

Dorff, inclinándose, besó la frente de su hija.

-Contigo, al último límite de la energía humana -respondió, fascinado, como siempre, por la intrepidez de aquella criatura.

-Atiéndame el general en jefe -murmuró Amella sonriendo seductoramente-. Aquí nos proponemos dos fines: primero, recobrar el cofrecillo; segundo, entrar en Francia secreta y seguramente. ¿No es eso? ¿Qué probabilidades tenemos de conseguir ambas cosas?

-Respecto a lo primero -contestó Brezé- hay probabilidades, pero no planes; procederé con arreglo a las circunstancias. Sólo de la voluntad estoy seguro: quiero recuperar el cofre... y malo será que no lo consiga. Cuando a fuerza de dinero y de astucia -¡ah!, ¡ahora yo también soy astuto!- logré saber que el ladrón se encaminaba aquí, me propuse adelantarme y que no se embarque sin recibir noticias mías. He venido a uña de caballo. Y no hay cuidado, no me expondré neciamente; ya sabré guardarme. La prudencia que tan tarde aprendí, la cautela que no debí olvidar un momento, ahora me acompañan. He multiplicado estratagemas. Para despistar, en Londres, me mudé ostensiblemente del Hotel Douglas a otro hotel, de allí a una posada, de esta a una casa particular, hasta que hice perder por completo mi rastro. ¡Y en cambio encontré el del espía! No se embarcará en paz, como sin duda piensa, para llevar a Francia el fruto de su robo. Él de cierto ha elegido este punto de la costa, por la seguridad de que aquí se encuentran a cualquier instante buques dispuestos a hacerse a la vela para Francia. ¡Ah, zorro! ¡La trampa está armada y no te librarás!...

Y el rostro del joven Marqués adquirió expresión sombría.

-El cofrecillo se recobrará, señor -añadió colocando la mano sobre el pecho y volviéndose hacia Dorff, como si prestase juramento solemne.

-A condición de que no se derrame sangre -suplicó el mecánico-. ¡Bastante se ha derramado por mi causa y por la de los míos! Oye -murmuró bajando la voz-, no creas que es piedad: es una especie de presentimiento. Si por mí se vierte más sangre, Dios no me perdonará, y cuanto intentemos será estéril. Lo adivino...

Las manos de Renato y Amelia se estrecharon bajo la mesa; los ojos de la niña despedían llamas.

-Procuraré evitar la violencia -contestó evasivamente el Marqués-, pero importa sobre todo recuperar los documentos. Y en fin, señor, esto es cuenta mía. Para cazar al esbirro tengo dos medios: primero, recorrer todos los hoteles y posadas, que no son muchos; segundo, y mejor, vigilar las embarcaciones prontas a hacerse a la vela para Francia. No ha de escaparse el ladrón e incendiario. ¡Ah! El señor conde de Keller me ha dado una lección severa, pero útil; encontrará en mí digno discípulo suyo.

-Bien -dijo Amelia-. Y respecto a nuestro viaje secreto y seguro a Francia ¿qué opina el general en jefe?

-Opino -contestó Renato- que eso está más enlazado de lo que parece con la solución del asunto del cofrecillo. No podemos pisar el suelo francés mientras no evitemos que pueda delatarnos ese esbirro. Si él llega casi al mismo tiempo que nosotros, al entrar en Francia seremos detenidos y probablemente sepultados en una mazmorra. No nos forjemos ilusiones, ello es así. Suspendamos, pues, la resolución hasta ver qué sucede, y entretanto, que el padre y la hija permanezcan aquí encerrados, para no ser vistos. Su personalidad es la de dos irlandeses necesitados, mister Edward O’Ranleigh y su sobrina miss Bess O’Ranleigh, que pasan al continente en busca de subsistencia: él como escribiente de música y ella como profesora de harpa. Mi ilusión de que va a cambiarse la suerte podría confirmarla una casualidad feliz. Próximo a hacerse a la vela, quizá dentro de algunas horas, se encuentra aquí un barco mercante francés, el brick-corbeta Poliphéme. Es el capitán un bretón, hijo de un protegido de mi padre; hoy temprano, apenas llegué, le tropecé en el muelle; le indiqué que le necesitaría, y creo que podemos fiarnos en su gratitud y en su lealtad de marino.

-¿Lo ves, padre? -exclamó Amelia-. La fortuna empieza a cambiar, el cruel sino a quebrarse. ¿No es providencial el encuentro de ese capitán del Poliphéme, amigo y obligado de Renato? ¡Ah! ¡Era demasiado rigor! ¡Era demasiada injusticia! No hay plazo que no se cumpla.

-¡Ojalá! -murmuró con tétrico fatalismo Dorff, reclinando la cabeza en el hombro de su hija.

-Mirad allí el Poliphéme -dijo Renato, arrastrando a Amelia y a su padre hacia la ventana, desde donde se veía la línea de los muelles y el mar, en el cual se balanceaban las embarcaciones sobre una superficie en aquel instante tranquila y sólo orlada de espuma en los escollos.

Al mismo tiempo Renato señalaba hacia el brick-corbeta francés, que se columpiaba graciosamente. De pronto su diestra, que asía la de Amelia, tembló y se enfrió, su rostro se demudó, su boca tuvo una contracción violenta.

-¡Ah! -balbuceó- ¡ahí viene!...

En efecto, en aquel mismo instante Volpetti o el conde de Keller, según queramos denominar al esbirro, vestido de viaje, con su aspecto aristocrático, tipo Chateaubriand, adelantaba hacia la posada del Pez Rojo; detrás de él, portador del neceser y la maleta, se contoneaba Brosseur, el rechoncho ayuda de cámara, tan torpe para encender chimeneas.

-¡Dios mo! -articuló Renato- ¡Dios bondadoso, aquí se dirigen! -Empujó casi violentamente a Amelia y a Dorff, obligándoles a apartarse de la ventana, y oculto tras la cortina siguió atisbando.

-¡Aquí, sí! ¡Para en esta misma fonda! Le acompaña el perillán a quien yo tuve la torpeza de no reconocer, el que me hirió en el square. ¡Lo que es ahora no me lo negarán ustedes! ¡La justicia divina me lo entrega!


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Epílogo: Luis Pedro El destino de Giacinto - Un nieto de Enrique IV - El destino de Fernando