Misterio (Bazán): 18
El pasaporte
editarAquí llegaba de su lectura Renato, cuando tosió reiteradamente: sentía un cosquilleo ligero en la garganta y en las fosas nasales y picor en los ojos. Miró por instinto hacia la chimenea: ardía perfectamente; a las ventanas: estaban cerradas; no se advertía nada anormal. Creyó que aquella impresión singular era la emoción producida por la lectura, que ya dos o tres veces le había hecho detenerse sofocado y presa de un vértigo de horror y compasión. A pesar de la profunda simpatía que el autor del manuscrito le inspiraba, sus dudas no se habían disipado del todo; el manuscrito le parecía a veces patética novela, obra de un hombre que soñando y sugestionándose a sí propio había llegado a creerse de buena fe héroe real y efectivo de cuanto refería. ¡Era aquel caso tan extraordinario!
Al ocurrírsele estas incertidumbres, volviose hacia la maleta donde había encerrado el cofrecillo de los papeles.
-Ahí -pensó- está la solución del enigma. Los documentos son lo único que puede demostrar si este hombre es un orate, un visionario, un falsario o un mártir como no han existido dos en el mundo. No tengo aún derecho para registrar el cofrecillo: depósito sagrado, mi misión se reduce a custodiarlo. Pero cuando el caso llegue, en mi mano está la prueba...
Y tranquilizado por esta reflexión continuó leyendo, no sin haber entreabierto la ventana para que el aire disipase la sofocación. La página donde reanudó la lectura decía así:
«Cuando he podido calcular el tiempo que he estado preso en mi vida, he visto que fueron diez y siete años de cautiverio más o menos riguroso, pues aun después de mi primer evasión en el féretro encontrábame recluso sin poder mostrarme entre las gentes. Así es que, tan pronto como refrenamos el galope de nuestros caballos para buscar el sendero que debía conducirnos a una choza de leñador desierta, preparada a fin de que en ella pasáramos la noche, dije a Montmorín:
-Amigo mío, hermano... voy a pedirte el favor supremo. Llévame a un país donde sea yo como los demás hombres que no han cometido delito alguno y viven libres. Llévame adonde pueda salir, entrar, ver el sol, saborear la existencia. Es lo único a que aspiro. Llévame adonde pierda mi nombre fatal y me convierta en otro; otro completamente diverso, en quien nadie pueda reconocer al último retoño del árbol secular y magnífico. ¿Lo harás, Montmorín? Olvida las quimeras de la esperanza política; no sueñes luchas ni reivindicaciones imposibles. No te pido sino un poco de vida; unas horas que sean mías y en que la pesadilla del calabozo no oprima mi pecho. Prométeme que saldremos de Francia.
-Lo prometo -respondió el leal Eugenio estrechándome entre sus brazos.
Dormimos en la cabaña a pierna suelta, y al otro día, emprendimos el camino de la frontera sin ser perseguidos y viajamos a pie humildemente. Montmorín se había provisto de pasaportes, y sin dificultad la atravesamos encontrándonos en Prusia. Mis pulmones se dilataban. ¡Por fin! ¡Ilusiones nuevas! Ya verás en qué pararon.
En la primer aldeíta prusiana donde hicimos noche nos detuvimos en un mesón, rendidos, pues habíamos forzado las jornadas. Principiábamos a conciliar el sueño cuando nos despertó el golpe de las culatas y las voces y juramentos de la tropa. Un oficial penetró en nuestro camaranchón y nos dijo que tenía orden de arrestarnos como a espías. Indignados, pero no pudiendo resistir, le seguimos, e incorporados al cuerpo de ejército que en la frontera combatía a las órdenes del duque de Brunswick, corrimos la suerte de aquella pequeña masa de hombres, mandada por el mayor Schill. Poco tardó en verse envuelta por tropas francesas tres veces superiores en número. Considera, Teresa, la ironía de mi suerte. El primer combate que me fue dado presenciar, la vez primera que se desarrolló ante mí el cuadro de la guerra, con todo lo que en él puede excitar el entusiasmo de un alma joven y estremecer sus más íntimas y generosas fibras... yo formaba en las filas de los enemigos de mi patria, y las tropas de mi patria eran las tropas de nuestro enemigo, del que fundó su poder y nuestra ruina sobre el sangriento montón de cabezas de la revolución. ¿Qué hacer? Me avine a mi extraña suerte, o mejor dicho lo rápido de los acontecimientos no me dio tiempo a reflexionar; fui compelido, atacado de golpe y con ímpetu por fuerzas tan superiores en número, que se alzó el instinto natural de la defensa y peleamos. Nos habían cortado la retirada y nos gritaban: ‘No hay cuartel’. Llevaba Montmorín un buen caballo, mientras que a mí me habían dado uno viejo y matalón, que apenas podía conmigo. ‘Cambiemos’, gritó Eugenio, pero no hubo tiempo de realizar el trueque: el enemigo nos cerraba ya con cerco de hierro y fue preciso revolverse, no para salvar la vida, sino para morir matando. Entonces vi a Montmorín, olvidándose por completo de sí mismo, acudir a parar los golpes que a mí se dirigían, colocarse a manera de escudo delante de mí. Con agilidad sorprendente, revolviendo el caballo, metíase entre la tropa y ofrecía su pecho por blanco a las balas, su torso al corte de los sables, para impedir o mejor dicho retrasar mi fin. Las balas me perdonaban todavía; pero una dio en el vientre de mi jaco, atravesándole los intestinos, y el pobre animal, arrojando un caño de sangre, hincó en tierra el cuarto trasero, mientras sus patas delanteras herían el aire agitándose en el vacío. Arrastrome en su caída: mi pie izquierdo quedó sujeto por el estribo, y en vano quise desenredarme; mi montura, en las convulsiones de su agonía, me clavaba contra el suelo. Aprovecháronse los enemigos de esta circunstancia y se precipitaron sobre mí; entonces Montmorín, apeándose para mejor socorrerme, se abrió paso a sablazos y con el arma probó a cortar la correa del estribo que sujetaba mi pie. Al bajarse para realizarlo, un soldado, por detrás, a traición, aprovechándose de que había perdido su chacó y tenía descubierta la noble frente, le descargó un sablazo terrible. Partida la cabeza hasta la masa encefálica, mi amigo, mi hermano, cayó como el buey bajo la maza del carnicero; al tambalearse creí que sus ojos aún me miraban, que sus labios murmuraban el nombre de María. No tuve tiempo de inclinarme sobre él: sentí como si me echasen encima la cúpula de una catedral inmensa; chispas de colores danzaron ante mis ojos; me pareció que la tierra giraba a mi alrededor, y me desplomé sin sentido. Acababa de recibir, en la cabeza también, hacia la nuca, un culatazo descargado a dos manos, con todo el vigor de un granadero francés rabioso y anhelando cubrirse de gloria.
Recobré el sentido en el hospital de sangre. A mi alrededor gemían otros heridos, con heridas atroces, muchos en el estertor de la agonía; a mí no me hacían caso: mi avería carecía de importancia; me lavaron la magulladura con vinagre, me cortaron el pelo y me dejaron en mi camastro a la buena de Dios. Honda debía de ser, sin embargo, la conmoción que había sufrido mi cerebro, porque recuerdo que las gentes que me rodeaban parecíanme colosos, mis dedos se me antojaban largos como troncos de pinos y mis piernas pesadas y enormes cual toneles. Las dimensiones del hospital se me figuraban infinitas, sin límites; acercarme a una de sus paredes, empresa superior a las humanas fuerzas.
Te confieso, Teresa, que al llegar aquí se me renueva una impresión ya muchas veces sentida: la de que mis infortunios son tan continuos, se eslabonan de tal manera, que se hacen monótonos e insufribles; que te costará trabajo leerlos y se fatigará tu espíritu como se fatiga el mío, con inmensa fatiga, al recordarlos. Mi destino carece de ese claro oscuro que hace interesante el relato de una vida humana; experimento la necesidad (como la experimentarás tú) de abreviar y condensar mi historia, encerrando en dos palabras parte de ella y evitando la morosa delectación de enseñar mis llagas. En mi via crucis no ha faltado ni una sola estación dolorosa.
Resumiendo, pues, te diré que en un carro lleno de paja fui trasladado a la fortaleza de Wessel, donde nos hacinaron a los prisioneros de guerra de las tropas del duque de Brunswick y del cuerpo de ejército de Schill, para someternos a una suerte indigna y contraria al derecho de gentes: para enviarnos al presidio de Tolón. En vano alegué que yo era francés, que se me llevaba preso, que no formaba parte del ejército prusiano; no se oyeron mis reclamaciones, ni casi había a quien dirigirlas, ni aun cuando hubiese existido allí una persona que me escuchase érame posible ponerla en antecedentes que acaso hubiesen empeorado mi suerte, al saberse que era yo un reo de Estado escapado de Vincennes. Sin embargo, prefería hasta ser reintegrado en el agujero negro antes que soportar la ignominia del presidio. Como no tenía la facultad de elegir, me resigné a cuanto la voluntad divina, no colmada aún la copa de su ira, quisiese disponer. Las circunstancias de mi vida, obligándome a largo silencio en que no empleé mi lengua patria y familiarizándome con la alemana, quitaban verosimilitud a mi afirmación de ser francés. No hubo pues, recurso, y mis manos, las mías, ¿lo entiendes, Teresa?, se ofrecieron al grillete del forzado»...
Renato, interrumpiendo la lectura, dejó caer la cabeza sobre el pecho. Después de unos instantes de penosa meditación, prosiguió leyendo:
«De prisión en prisión volví a cruzar la tierra francesa. No tenía un céntimo; mis pies sangraban. Más que las miserias físicas me hacía sufrir el recuerdo del leal amigo sacrificado, el único que yo tenía en el mundo. ¡Ah! ¡Por qué no me abandonó a mi destino! Insensible ya a la existencia, a las privaciones, a la vergüenza misma, rodaba como la piedra, coma la hoja que arrebata el viento. Al cruzar pueblos y ciudades, la muchedumbre nos injuriaba; atroces maldiciones resonaban a nuestro alrededor. La naturaleza se rindió; se vio claramente que yo no podía continuar la ruta. La escolta no tuyo otro remedio sino abandonarme desmayado en una aldeíta del camino. Una buena mujer me socorrió con leche. De allí me llevaron al hospital de la ciudad próxima. Un compañero de infortunios, húsar de la escolta de Schill, a quien llamaban Fritz, me invitó a que desertásemos juntos. Así que recobré fuerzas aprovechamos una noche tormentosa y fuimos rompiendo vidrios, saltando al foso y dislocándome yo un pie. El buen Fritz me llevó a hombros hasta que nos vimos en salvo, ocultándonos en un campo de trigo, ensopados en agua hasta el cuello. Diez horas pasamos así, echados en el fango. Nuestro aspecto no era de hombres: parecíamos dos alimañas inmundas. Y atiende a esta revelación, Teresa, tú que restituida por la suerte a las más altas esferas de la sociedad y de la vida no concibes que los miserables tienen a veces necesidades horribles, imperiosas como la fatalidad: aquel día, careciendo de todo recurso, atenaceado por el hambre, tu hermano hizo eso que llamáis robar: entró en un cercado ajeno y se apoderó de los frutos de los árboles, devorándolos. ¡Ah! ¡Si alguna vez por caso imposible llegase yo a sentarme donde la usurpación se sienta, cuán distinto había de ser mi concepto de los hombres y las cosas! ¡Cuán diversa mi concepción moral del mundo!
No teníamos pasaporte. Caminábamos de noche, ocultándonos. ¡Pedíamos -presta oído, Teresa, en las regias estancias donde arrastras tu ropaje de seda, y desde cuyas ventanas miras como desde un Olimpo a la Humanidad-, pedíamos limosna; la mendicidad y el robo son dos medios de vivir que guardan tales afinidades! Pedíamos limosna, implorando, gimiendo; así he vivido más de un mes, recibiendo en una cabaña pan negro y tocino, a la puerta de un castillo una escudilla de sopa, aquí una moneda, allí la mordedura de un perro que nos azuzaban para ahuyentarnos. Huyendo del nuevo peligro de ser cogidos y arcabuceados por desertores, buscábamos otra vez la frontera de Alemania. La alcanzamos por fin, y mi compañero, dejándome en prenda su saco, se echó solo a buscar, como él decía, la vivienda: gallinas, frutas, quesos... Era aquel merodeador una especie de filósofo comunista, y de su boca escuché teorías muy originales y curiosas aplicadas, no a nuestra suerte actual, sino a la de todos los hombres. ‘Hacemos muy en pequeñito -me repetía-, y por necesidad estricta, lo que los reyes, conquistadores y poderosos de la tierra hacen muy en grande y sin necesidad ninguna. Somos, no solamente unos infelices dignos de piedad, sino unos santos, merecedores de recompensa’.
A veces dormíamos en el hueco de los árboles, a veces en el cobertizo de los leñadores. Así atravesamos la tierra de Westfalia. Un día, habiéndose Fritz separado de mí, según costumbre, para mejor ocultarse, fue preso por los célebres caballeros de la cuerda: nueva especie de guardia o gendarmería que llamaban en alemán strickreiter. Un viejo aldeano, al darme la noticia, ofreciome asilo en memoria de su hijo que se encontraba en el ejército sufriendo tal vez penalidades no menores que las nuestras. A tanto llegó su caridad, la caridad ilimitada del pobre, que después de tenerme en su casa varios días para que me repusiera un poco, al despedirme con buenos consejos me entregó unas monedas de plata, amén de pan y salchichas. Volví a lanzarme al mundo sin compañero; llegué a Sajonia, donde ya no eran temibles los strickreiter, y empecé a pensar qué haría de mí. No teniendo donde reposar la cabeza, ni recurso alguno; careciendo de estado civil, perseguido en mi patria, expulsado de ella, rechazado de la vida, resolví lo único que podía resolver: sentar plaza en el ejército prusiano. Era el de una nación en guerra con Francia... ¿pero acaso tenía patria yo? Con este propósito dirigime a Berlín.
Conservaba la mochila de Fritz, depósito del pobre vagabundo. Creí que sólo contenía trapos; pero habiéndola registrado descubrí en ella, bajo los andrajos, cosidos en el forro, mil seis cientos francos en oro, una fortuna. Al mismo tiempo que hice este descubrimiento encontré otro amigo improvisado. Le conocí en la diligencia que se dirigía a Wittenberg; intimamos pronto; se me figuraba haberle visto ya. Al llegar a Treinpretzen, donde debíamos pasan la frontera propiamente dicha del reino de Prusia, comprendió mis apuros y me facilitó su propio pasaporte. ‘Yo no lo necesito -declaró-. A mí no me exigen esa formalidad’. Tenía empaque de hombre acomodado, y a más inteligente; me acompañó en silla de posta hasta Potsdam, y de allí continuamos a Berlín. No sé por qué me parecía que estaba disfrazado, y que era más joven de lo que a primera vista representaba. Desde Wittenberg era imposible reconocer en mí al desertor y al mendigo: vestido decorosamente, limpio, hasta elegante, mis pocos años brillaban en toda su frescura. Y cuando en compañía de mi protector pasé la barrera y entré en la capital de Prusia, cuando vi su magnífica avenida de tilos, sus palacios, sus plazas, sus estatuas, el movimiento de transeúntes y coches en sus principales calles, sentí un minuto de éxtasis, de enajenación profunda; mi cabeza dio vueltas, mi organismo se estremeció... ¡Estaba libre; creía no tener enemigos allí: iba a vivir, a gustar por vez primera el néctar de la existencia, para mí desconocido!
El nombre escrito en el pasaporte que conservaba como oro en paño, este nombre que he llevado y llevo como se lleva una túnica de plomo cerrada hasta el cuello... era el de Guillermo Dorff».