Misterio (Bazán): 35

Misterio
Cuarta parte - Picmort

de Emilia Pardo Bazán


El niño editar

No era el hecho de que la encerrasen lo que podía apocar a la hija de Dorff. Resuelta se encontraba a arrostrar la muerte, mil muertes, antes que rendirse a ninguna imposición de su enemiga. Sólo eran para ella grandes inquietudes la suerte de su padre y de su prometido, y la que iba a tocar a Baby Dick.

La venida de la duquesa de Roussillón al castillo de Picmort significaba mucho. A no estar descubierto todo, en movimiento la policía, no se hubiese explicado aquella aparición de la dama. ¿Quién la había enterado de lo que sucedía en el castillo? «Si mi padre -pensaba Amelia mientras se deslizaban las horas lentas del insomnio- fuese acogido por su hermana con abiertos brazos, si sus derechos fuesen reconocidos, ¿intentaría esta aventura y me trataría de este modo la Duquesa? ¡Al contrario! Vendría rebosando adulaciones, llamándome hija; la acompañaría Renato... Él no puede tener ni sospechas de lo que aquí sucede. ¿Estará preso? ¿Estará...? ¡No! ¡Vive! Si no viviese, ¿qué interés tenía su madre en casarme con Vilain? No perdamos el juicio... Aquí intervino, de seguro, la mano de Volpetti... ¿Y si el mismo esbirro la acompañase disfrazado? ¡Locura! ¿Locura? No; les importa mucho acabar conmigo... y no atreviéndose a matarme, han ideado casarme bajamente; así la Duquesa libra a su hijo, ellos crean una imposibilidad más a la causa de mi padre... ¡Y el niño! ¿Qué va a ser del niño?».

Azorada y con el pecho oprimido, Amelia empezó a pasear por la sala; no se había desnudado. ¡El niño! En aquel momento comprendió hasta qué punto se había apegado al débil ser con quien, desde hacía corto tiempo, jugaba a la maternidad. El desvalimiento de la inocente criatura, el pesar de haber contribuido a dejarle huérfano por modo tan cruel, las caricias que Baby Dick la prodigaba, su belleza, sus monerías, todo acudía a la mente de Amelia, borrando las demás preocupaciones. «¿Qué es esto? -pensaba-. ¡Valiente tontería! Nada sé de mi padre; está acaso en inminente riesgo mi amor... Y lo que más me desvela es la suerte de un niño con quien no me une ningún lazo. La casualidad me lo deparó, la casualidad me lo quita... ¡Qué le voy a hacer! ¿Es acaso, como insinuaba esa víbora, hijo mío, nacido de mi seno?».

Al despuntar la mañana sin que Amelia hubiese podido descansar un minuto, envolvió su espíritu esa oleada de calma que suele acompañar a la aparición del día, y como ya no tenía por qué ocultarse, corrió a las ventanas, y, sin acordarse de la conseja, las abrió de par en par. Entró la claridad en el tocador de la marquesa, y todo aquel lujo caprichoso, enfermizo, afeminado, apareció como una decoración de ópera, contrastando con la desolada magnificencia del paisaje y la sombría mole de los torreones que empezaba a iluminar la aurora. Amelia se asomó y echó fuera el cuerpo.

«¿Qué podrán hacer al niño? -pensó-. ¿Qué se le hace a un niño? ¿Separarle de mí? ¡Me duele... estaba tan encariñada con él!... Pero no por eso doblegarán mi ánimo ni me compelirán al vergonzoso enlace que me proponen... ¡Yo mujer de Juan Vilain!... ¿Qué significa esto? Y él ¿cómo se ha prestado a tales proyectos? ¿Cómo permitió que la Duquesa entrase en Picmort? ¡Ah! Está enamorado de mí... ¡Qué repugnancia, qué asco! ¡Morir, morir antes!».

Amelia registró la habitación con la mirada y buscó por todas partes medios de resistencia. No vio sino los ricos muebles, las gentiles baratijas, los encajes rancios y las sedas de colores amortiguados de aquel mágico aposento, en cuyos espejos de dorada cornucopia la muerta había contemplado sus demacradas facciones. De pronto, sobresaltada, prestó oído. En el gabinete contiguo, del cual la separaba una puerta, escuchábase el llanto de una criatura. Sin duda Baby Dick se había despertado.

-¡Mamita, mamita Meli! -gorjeaba el pequeño-. ¡Ven! ¿Dónde estás? Dame las sopas. Es hora.

Con arrebato del cual ella misma se sorprendió, con un ímpetu de ternura que le vino de las entrañas, Amelia se lanzó a la puerta y la sacudió con furia, exclamando:

-Amor mío, no puedo ir... ¡No puedo abrir, Baby, corazón! Ten paciencia, aguarda...

-Mamita guapa, ¿por qué no vienes? -insistió Baby-. Estoy solo. Aquella señora tan mala de anoche me encerró aquí. ¡Rompe la puerta!

-¡Si no puedo, Baby! -gimió desconsolada la hija de Dorff, pugnando por abrir.

Pero la evidente imposibilidad llenó sus ojos de lágrimas; cruzó las manos y se dejó caer en un sofá. Por primera vez el abatimiento la dominó. El lado flaco de la mujer, la maternidad, ficticia, tal vez más exaltada por lo mismo -por ser cosa ideal y soñada-, daba al traste con las energías de la prisionera.

Baby Dick, desde su cama, lloraba emberrenchinado, sin cesar de llamar a Amelia con dulce pío infantil. Ella corrió a refugiarse en un rincón del tocador, para no oír aquellos llamamientos; pero los oía, aunque débiles, por lo mismo más lastimeros, y le cortaban el corazón. Desesperada, se arrojó sobre la cama, cubriéndose con la colcha. Pero seguía oyendo, a través del flexible damasco, y gemía ella a compás de los gemidos de Baby. ¡Parecíale en tal momento que, por franquear la puerta maldita, estrechar el cuerpecillo y cubrir de besos los rubios bucles, era capaz de renunciar a las ilusiones ambiciosas, a las altivas reivindicaciones, a los ensueños de felicidad al lado de Renato, a todo, a todo! ¡Tal fuerza ejercía la sugestión de piedad, tal era el efecto de la voz de un pequeñuelo!

A cosa de las ocho entráronle a Amelia el desayuno; se lo traía uno de aquellos hombres vestidos de librea que la víspera acompañaban a la duquesa de Roussillón. Intentó Amelia interrogarle, pero el criado, o lo que fuese, se limitó a apoyar sobre los labios el dedo y a menear negativamente la cabeza. Las súplicas ansiosas de la prisionera respecto al niño fueron inútiles. Transcurrió, con lentitud desesperante, la mañana. A medio día repitiose la escena: en una bandeja presentó el de la librea pan fresco, una botella de vino, un pollo asado; retiró el servicio del desayuno, y no hubo otro incidente. Pero el llanto del niño penetraba, casi continuo, a través de la puerta, y Amelia no tuvo ánimos para comer; bebió un sorbo de Burdeos y mal atravesó un bocado de pan. Por no renovar el desconsuelo de Baby no se atrevía a acercarse a la puerta; al cabo pudo más su inquietud, y dando golpecitos en la madera murmuró amorosamente:

-¡Baby Dick! ¡Baby Dick! ¿Cómo estás? Soy yo, tu mamita, tu madre Meli...

-Tengo hambre, mamá -gimió el niño.

-¿Hambre, alma mía? -exclamó la joven herida por horrible presentimiento-. ¡Qué! ¿No te han dado de comer? ¿No te han llevado la susú?... (El pequeñuelo solía llamar así a la sopa.) Mira, sé muy bueno, y aunque yo no te tenga en brazos, tú come bien... come de todo... Desde aquí te hablo, mi vida, y te acompaño; tú me oyes; es igual que si estuviese contigo.

-¡Pero, mamá Meli, si no me han traído nada! -contestó Baby-. ¡Ni leche ni susú! Dame tú de comer, anda... ¡Tengo hambre!

El frío del espanto corrió por las venas de Amelia. ¿Estaba delirando? ¿Eran capaces de eso? ¿Cabía en lo humano tal crueldad? ¿Se podía hacer uso de armas tales? No; ¡imposible! ¡Desvarío, fiebre! Se trataba de un olvido; no se deja a una criatura, por deliberado propósito, sin comer. ¡Era distracción, era casualidad, cosa de gente que no ama a un niño y le encierra y no piensa más en él; pero no intento, no propósito! Y al hacerse estas reflexiones, Amelia tiritaba de congoja. ¡Un día entero así! ¡Un día entero sin alimentarse Baby, cuyo quejoso y dolorido llanto oía pasar por las insensibles hojas de madera! La hija de Dorff se paseaba como enjaulada leona; hería el suelo con el pie; reprimía explosiones de frenesí vano; volvía a sacudir la puerta, aun convencida de que sus fuerzas no alcanzaban para estremecer sus goznes. Lo había olvidado todo, excepto al niño, que pedía de comer. Hubo instantes en que sintió que sus sienes estallaban; un vértigo confundía sus impresiones; por momentos se creía ya loca. ¡Matar de hambre a un niño! De improviso acordose del encierro de su padre, de los crímenes de la historia... ¡Todo cabe! ¡La maldad es infinita! ¡El mayor monstruo, la Humanidad!

El día transcurrió así; amargo, interminable, de esos que hacen salir canas. A la caída de la tarde, otra vez allí el servidor, con la bandeja donde humeaba el caldo y amarilleaba un pastel frío. Amelia se arrojó a aquel irritante mudo, y sin dejarle soltar lo que traía le increpó.

-¡Tienen sin comer al niño! ¡Que den de comer al niño que han encerrado! ¡El pobrecito llora! ¡Si son personas y no tigres, que le lleven su comidita! ¡Él no tiene culpa de nada! ¡Que me maten de hambre a mí!

Y el servidor, por única respuesta, se encogió de hombros; volvió a apoyar el dedo en los labios y se retiró, dejando en una mesa de mosaico la apetitosa cena.

Las horas de la noche se desvanecieron como negros copos de humo. La queja del niño seguía escuchándose algo debilitada. Amelia, arrodillada delante de la puerta, ni se atrevía a respirar. El monótono «tengo mucha hambre»... de Baby se volvía a oír de tiempo en tiempo; pero a veces reinaba un silencio fatídico: sin duda el cansancio y la falta de fuerzas le aletargaban. Ráfagas de insensato furor pasaban por el cerebro de Amelia. Cuando blanqueó los vidrios la claridad del amanecer, la hija de Dorff se asomó, y a voces pidió socorro. «¡Juan Vilain! -repetía-, ¡Juan Vilain! ¿Es así como me ayudas? Infame, ¿así cumples las órdenes de tu señor?...». No contestaba a sus gritos sino el silencio vasto, solemne, religioso, de la indiferente Naturaleza, «¡Renato, Renato! ¡Luis Pedro! ¡Amigos míos!... ¡Piedad!». Llamó hasta al perro: «¡Silvano, aquí!». Y ni del hondo foso que rodeaba el castillo, ni allá abajo, del valle, ni de las reconditeces del bosque, salía un eco de vida humana. Picmort, el muerto gigante, no respondía.

Fascinada por el mismo horror, volvió a pegarse a la puerta detrás de la cual gemía Baby Dick. «Una criatura -pensó- resiste muy poco tiempo la privación de comida... Va a morir... Se extinguirá como una velita que se consume...». En efecto, el acento del niño, quebrantado y enflaquecido, delataba la falta de fuerzas; ya casi ni podía gemir.

-¡Misericordia! -pensó Amelia-. ¡Qué hice yo para tal castigo! ¡Qué me importa el niño, vive Dios! ¿Soy quizá su madre? ¡Ya le salvé la vida una vez... ahora que le salve la Virgen María! ¿He de renunciar para siempre a mi Renato?... ¡No, no! ¡Perezca el mundo entero; no se reirán de mí estos bandidos! ¡Quieren explotar mi corazón, quieren vencerme por la piedad! ¡Pues no será! ¡Me vuelvo de piedra!... Tal vez tenía razón mi padre... ¡Dios está contra nosotros! Hemos derramado sangre... ¡Ah! ¡Nuestra falta fue no verter la que debía ser vertida! ¡Padre mío! ¡Débil fuiste... y me mataste a mí! ¡Y ahora tengo que ser débil como tú! Ahí va mi alma, allí va mi cuerpo... ¡Que los pisoteen!

Amelia rompió en desesperados sollozos. Un lamento del niño, una quejita tenue, cruzó la madera. Baby repetía: «¡Mamá!». Amelia se incorporó con automático movimiento. Acercose a la puerta y llamó tiernamente a Baby.

-Paciencia, mi cielo -le dijo-. Dentro de poco te darán de comer y vendrás junto a mí. ¡Paciencia!

Como se anda en sueños, así anduvo Amelia toda la mañana, lavándose, atusándose, arreglándose. De cuando en cuando se reía sola, de un modo estridente, rechinando la dentadura. Otras veces un diluvio de lágrimas bañaba sus mejillas, frías y consumidas como marchitas rosas blancas.

Cuando a las doce en punto entró el criado mudo con la bandeja y los manjares. Amelia le ordenó:

-Diga usted a la señora duquesa de Roussillón que ahora mismo abra esa puerta y me reúna con el niño, y que haré su voluntad.


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