Misterio (Bazán): 02

Misterio
Primera parte - El visionario Martín

de Emilia Pardo Bazán


Memorias

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Renato permaneció más de veinte minutos asido a la reja, murmurando con ahínco el nombre de Amelia, aunque no consintiese esperanza alguna aquella retirada en que se traslucían a la vez la indignación y el desprecio. Sintiendo que el corazón se le partía, se determinó por fin a marcharse, andando despacio, y su fiebre le impulsó a vagar por las calles próximas, sin objeto, distrayendo involuntariamente los sentidos. En el grado de exaltación en que se encontraba, imposible le era recogerse al Hotel Douglas -fonda escocesa de cuarto orden, elegida expresamente para evitar que le descubriese algún compatriota-; más imposible acostarse y conciliar el sueño. Sin saber hacia dónde se encaminaba, vino a parar a las márgenes del río, a la confusa hilera de muelles con embarcadero, solares cercados de vallas de tablas y extraviadas callejuelas por donde se accedía a los malecones que encierran la negruzca corriente del Támesis. No hacía niebla, y las estrellas de que comenzaba a poblarse el firmamento se reflejaban centelleantes en la oscura superficie. Renato seguía la orilla, a trechos erizada de mástiles de embarcaciones.

Refrescaba su imaginación -herida por el dolor que le había causado la despedida de Amelia- escenas de la historia de aquella pasión, de su ciego desvarío por una mujer desconocida, tenida quizás en concepto de aventurera despreciable. Cerca del vetusto castillo de Brezé, cuyo parque y dominios se extienden por una de las comarcas más feraces y ricas de Francia entera, álzase el molino de Adhemar, antigua dependencia, así como la granja que le rodea, del castillo. Cuando lo incendiaron los revolucionarios, sobráronles teas y estopas embreadas para pegar fuego al molino también, porque los Adhemar, leales a sus amos, pasaban por legitimistas acérrimos. El marqués de Brezé y el conde de Lestrier, padre y tío respectivamente de Renato, hallábanse entre los emigrados, en compañía de los príncipes. Eloy Adhemar, el molinero, se había internado en Suiza, de donde volvió muy experto en su oficio; había servido de mozo en un gran molino de Berna. La efervescencia revolucionaria se calmaba rápidamente, Adhemar compuso su molino, y esperó allí a que los de Brezé, con la Restauración, retornasen a su castillo triunfadores. La familia la representaba Renato; su padre quedaba sepultado en tierra extraña. La madre de Renato, la duquesa de Roussillón, hacía reedificar el castillo con inusitada magnificencia, y Renato, encerrado en la aldea en lo mejor de su juventud, tomaba la costumbre al volver de la caza de beber un vaso de sidra en el molino de Adhemar.

La clave de estas aficiones del joven Marqués podía ser la consideración que merecía el molinero, el fiel Eloy, que bajo el Imperio no cesaba de conspirar, susurrándose que en el molino había vivido oculto el famoso general de Frotté, el que acabó su vida alevosamente fusilado a pesar de llevar un salvoconducto de Napoleón sobre el pecho. Sin embargo, sería preciso ignorar lo que son veinticinco años para asombrarse de que Renato fuese al molino atraído por la rústica coquetería de Genoveva Adhemar, la hija menor del molinero. Era esta una beldad de aldea, fresca, trigueña, de abultado seno y dientes blanquísimos, y en la comarca se murmuró algo y se contentó no poco cierta cancilla, cerca de la presa, que se abría a las altas horas y no se cerraba hasta el amanecer, así que había salido por ella un apuesto cazador. Esto sucedía en junio, pero en julio apareció en el molino otra muchacha a quien Adhemar llamaba señorita Amelia, y que venía, según noticias, a reponer su salud respirando aire puro. Y al llegar a este incidente, los recuerdos afluían como enjambre de doradas mariposas a la memoria de Renato.

¡Qué estremecimiento hondo y repentino, qué flojedad de nervios, qué súbita emoción de verdadero amor había causado en él la presencia de la niña! Una repugnancia profunda a sus relaciones con Genoveva fue la primer señal. No sabría decir si Amelia era o no más hermosa; sabía que ante ella, ideas del género de las que Genoveva despertaba no podían producirse. No sólo era Amelia distinta de las dos molineritas, sino de todas las mujeres. Únicamente en camafeos y medallones de miniatura, en ricas cajas de oro cincelado con pedrerías y esmaltes, en cuadros al pastel que su madre conservaba religiosamente, había admirado Renato un tipo parecidísimo a Amelia; un tipo que era el ideal de la hermosura femenina, realzado por la suprema dignidad del rango y la desgracia. Así es que Amelia, desde el primer momento, ejerció sobre el marqués de Brezé inexplicable dominio; el menor movimiento de sus labios, la mirada de sus ojos imperiosos y tiernos a la vez, le esclavizaban, reduciéndole a la humildad de la adoración.

La prueba de su cautiverio era que ni había tratado de averiguar de dónde Amelia procedía. Para él caía del cielo. Un detalle notó, sin embargo, con alguna extrañeza; mientras las hijas de Adhemar trataban a Amelia como se trata a una compañerita, Adhemar la demostraba cierto respeto, una deferencia peculiar constante. «Es hija -decía excusándose- de personas que me protegieron durarte la emigración».

¡Qué días tan dulces para Brezé los primeros del idilio! Recordaba todavía el delicioso ensueño: los paseos de las tardes de verano por las orillitas del río, orladas de espadañas y lirios y sombreadas por el lánguido follaje de los sauces; el brazo de Amelia enlazado al suyo; el compás de su andar medido por el de ella, con un ritmo que tenía algo de musical; la subida a los árboles para coger la fruta y dejársela caer a Amelia en el regazo: las noches de luna en que regresaban por los senderos respirando el aroma de las madreselvas y las mentas silvestres. Su embriaguez era tal, que ni le permitía observar las miradas siniestras y rencorosas de Genoveva, sus envenenadas y satíricas observaciones cuando les encontraba juntos. Vivía absorto en Amelia, la cual, delicada al principio lo mismo que una blanca azucena, iba recobrando salud y alegría, el brillo de una tez deslumbradora, el nácar húmedo de los ojos, la gallardía de entreabierto capullo de rosa lozana. Lo que más encantaba a Renato era la distinción suprema de Amelia, aquel aire suyo, aquel andar de diosa, aquel tono de voz, aquel estilo de gran señora, inexplicable en una niña de familia modesta. Renato tenía que confesarse a sí propio que su madre, la altanera y arrogante Duquesa, era, comparada con Amelia, una mujer vulgar y ordinaria.

Poco tardó en cundir por el país la nueva de que el heredero de la casa de Roussillón, el mejor partido de la comarca, el señorito por excelencia, andaba seriamente prendado de una joven extranjera de posición humildísima, acogida punto menos que por caridad en el molino. Casualmente la Duquesa no estaba entonces allí: la habían llamado a París asuntos relacionados con la devolución de sus bienes confiscados bajo el Terror, y que aspiraba a que la Restauración le restituyese íntegros y sahumados. Una mañana, cuando más tranquilo dormía Renato, soñando tal vez delicias amorosas, le despertaban en el lecho la voz y la mano de su madre, sacudiéndole violentamente y enseñándole una carta. Era un anónimo, en el cual reconoció el Marqués la letra basta y el estilo ponzoñoso de Genoveva. Se avisaba a la Duquesa de que el Marqués proyectaba casarse con una advenediza, a quien el molinero Adhemar mantenía de limosna.

-Supongo -dijo con desdén la dama- que esto es sólo media verdad. Que tengas aventurillas con esa muchacha o con otra, es cosa que no me interesa; allá tú; no son asuntos en que intervenga yo. Lo único que pregunto a tu lealtad es esto: ¿encierra alguna sombra de verdad lo relativo a planes de matrimonio?

Interpelado así, Renato se incorporaba en la cama y respondía categóricamente:

-Encierra verdad completa. Si Amelia consiente, nos casaremos.

La tempestad que siguió a esta declaración, los días de combate que sobrevinieron, aun parecerían, presentes a la memoria del marqués de Brezé, los más amargos de su vida. Momento especialmente cruel fue el de la ida de la Duquesa al molino de Adhemar con objeto de conocer a Amelia. Circunstancias extrañas se relacionaron con esta visita. Renato no pudo menos de fijarse en ellas. La mañana del día en que la visita al molino se realizó llegó de la Corte un correo con un pliego para la Duquesa, la cual, después de leerlo, mostrose agitada y alterada; luego mandó enganchar su calesa a toda prisa y se hizo conducir al molino, donde preguntó por Amelia. La niña salió tranquila, sin alterarse; al verla, la Duquesa se quedó como petrificada: parecía la imagen del asombro. Corta fue la entrevista, y en ella no se trató de nada relativo a Renato; la Duquesa pretextó el deseo de ver por sus ojos a una muchacha tan bonita, y al retirarse la madre de Renato, volviéndose hacia Amelia, como involuntariamente, se inclinó; parecía, a pesar de su aplomo, subyugada y confusa. En la misma calesa que había traído a la señora hizo esta subir a Eloy Adhemar; apenas llegaron al castillo se encerró con el molinero, durando más de dos horas la encerrona. Al salir Adhemar de la habitación iba trastornado, tropezando en las paredes, y la Duquesa apretaba los dientes y daba vueltas en el gabinete como una leona en su jaula.

Aquella tarde se dispusieron dos viajes: Adhemar salió del molino con Amelia para acompañarla hasta Calais; la Duquesa, desplegando toda su fuerza moral y su autoridad materna, se llevó a su hijo a París.

¡Qué nostalgia la de Renato en los primeros días de la separación! Encerrado en sus habitaciones, ni aun a los amigos que siempre le acompañaban quería recibir. Su aspiración era marcharse a Londres para reunirse con Amelia; pero ignoraba todavía sus señas, y comprendía lo difícil que es descubrir en la populosa capital británica a una persona no conociendo su domicilio. Al fin una carta de Amelia, recibida por conducto de Eloy Adhemar, le enteró de lo que saber necesitaba. Quiso ponerse en camino inmediatamente y se lo impidió una lenta fiebre que le tuvo postrado tres meses entre cama y convalecencia. No quiso decírselo a Amelia por no alarmarla; escribió breves epístolas, mensajeras de una fe inquebrantable. Recobrada ya la salud, renovada la pasión con la sangre que se agolpaba a las venas impetuosa y juvenil, decidió proceder abiertamente, anunciar a su madre sus propósitos, la persistencia del cariño que le impulsaba a tomar a Amelia por compañera de su vida. Y entonces, como una bomba que estallase a su lado y le dejase en el suelo hecho trizas e inerte, retumbaron las fatídicas palabras de la Duquesa:

-Siempre sería una locura en el marqués de Brezé dar su nombre a la hija de un oficial mecánico, de un vagabundo que no tiene abolengo conocido, que ni siquiera podría probar limpieza de sangre y que ha rodado aventurero por Europa, mantenido, en sus primeros años, a expensas de una mujer de edad madura, a la cual no sabemos qué lazos le unían. Sabía yo bien estos antecedentes, pobre hijo mío, y hazte cargo de si constituirían un torcedor para mí. Con todo, la dignidad y la moralidad pueden existir en la clase más baja, y me consolaba suponiendo que esa... ¡gente! las poseyese. Sin embargo, como los que no estamos locos de amor debemos enterarnos bien, he escrito, he indagado, para enterarme aún mejor. Al decirte que conozco la verdad, añado que poseo los documentos que la establecen... Ya ves que no era obstinación caprichosa la mía. El padre de tu ídolo, ese Dorff, que según indicios debe de ser de estirpe judía, tiene un pasado mancilladísimo por delitos feos y no leves. Aquí te presento el atestado del burgomaestre de Spandau, las cartas e informaciones de las autoridades prusianas, un protocolo entero. Es un incendiario: pegó fuego al teatro del pueblo. Es un monedero falso: se le cogió con las manos en la masa, arrojando un saco de escudos de plomo al Sprée para desembarazarse del cuerpo del delito. Purgó su culpa en el correccional de Alstadt, donde cumplió la condena impuesta por los tribunales... Ya estás al cabo. Si es ése el blasón que quieres reunir al tuyo, limpio y glorioso desde la cruzada de San Luis en la historia de la patria... eres libre, Renato; yo no puedo encadenarte, ¡que si pudiera lo haría! Mi deber queda cumplido; ya no alegarás ignorancia. Adiós, hijo mío; pronto sabré si el heredero de Roussillón vive o debemos vestir luto por él.

Este discurso era el que, muy suavizado en la forma aunque idéntico en la esencia, había repetido Renato a Amelia hacía pocos momentos. Y ahora, al reflexionar, a la luz de las estrellas, en su destino, Renato comprendía dos cosas: la primera, que entre Amelia y él se había abierto un abismo; la niña, en su orgullo, no le perdonaría nunca; y la segunda, que él no podía vivir sin Amelia, y que el mismo honor caballeresco, el culto sagrado de los antepasados, de los muertos ilustres, la adoración del Santo Grial -donde se encierra la sangre pura y redentora- era impotente contra aquel amor insensato.



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Epílogo: Luis Pedro El destino de Giacinto - Un nieto de Enrique IV - El destino de Fernando