Misterio (Bazán): 41

Misterio
Quinta parte – La hermana

de Emilia Pardo Bazán


El consejo del pagano

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-Vuestra Majestad comprenderá -prosiguió el ministro de policía- que esto era serio. Los fines de la niña no podían estar más claros: armarnos aquí el alboroto. Traté de barrer la telaraña, haciendo que la duquesa de Roussillón; la mamá del galán...

-Valiente pava rellena -dijo el Rey-. ¿Qué iba usted a conseguir por medio de esa ave de corral?

-Encargarla de enterar a su hijo de que el padre de la señorita Amelia es un presidiario... Pero el amor es ciego, y el marqués de Brezé se nos marchó a Londres... adonde llegó con tal oportunidad que... que salvó la vida a su futuro suegro...

-¡La vida! -preguntó el Rey-. ¿Y quién amenazaba su vida?

-Lo natural en Londres... un ataque nocturno de ladronzuelos, de malhechores vulgares -contestó negligentemente Lecazes, cuya mirada, por un instante, evitó la del soberano-. No se fije Vuestra Majestad en ese episodio sin importancia; estamos llegando a lo transcendental... Como yo me figuraba, la niña ¡Dios nos libre de niñas!... no había echado el anzuelo al Marqués sino para preparar, en el seno mismo de la nobleza adicta al trono, una campaña a favor de su padre. Desde el primer momento, los documentos graves -la verdadera granada explosiva de ese hombre- fueron confiados al Marqués... y se acordó un viaje a Francia, conviniendo en reunirse todos en Dower...

-¿Y cómo supo usted eso, Barón?

-¡Pues lucidos estaríamos, señor, si yo ignorase algo! Mi oficio es saberlo todo... ¿No he dicho a Vuestra Majestad que el mejor de mis sabuesos, Jácome Volpetti, sigue al sujeto como al cuerpo la sombra? ¡Y lo que Volpetti no descubra! ¡Verá Vuestra Majestad qué episodios tan novelescos! Volpetti, que es de oro, apenas enterado, se las ingenió para alojarse en el mismo hotel donde paraba el marqués de Brezé, y valiéndose de una estratagema muy hábil, logró hacerse dueño del cofrecillo donde se guardaban los documentos.

A pesar de sus piernas inútiles, el Rey medio brincó en la poltrona.

-¡Entonces, estamos salvados! -dijo-. ¡Porque en el mismo instante de echarles la zarpa los habrá reducido a cenizas!

-¡Señor! -articuló Lecazes-. ¡Gran idea, por cierto! ¡Pero cuyos inconvenientes, así al pronto, no adivina Vuestra Majestad! ¡Jamás me he fiado yo completamente de los instrumentos que empleo! ¡A mis espías los espío! ¡Tienen orden de entregarme a mí mismo, a mí sólo, cuanto recojan! Porque figúrese Vuestra Majestad que se les ocurra la diabólica idea de decirme que lo inutilizaron y quedarse con todo o parte en las uñas... y equivaldría a una pistola cargada y puntada a mi pecho. No; prohibición absoluta de inutilizar nada...

-Lo cual significa -murmuró el incorregible Rey- que todas las pistolas cargadas y todas las armas y todos los secretos ha de poseerlos solito mi niño Lecazes.

Riose el ministro de policía, pero había en su risa algo de forzado.

-¡Cuánto me place el buen humor de Vuestra Majestad! -respondió en tono afable-. Por desgracia el asunto no es jocoso.

-¿Pues no dice usted que Volpetti se apoderó de los temibles documentos?

-Sí... A eso vamos. Desde este momento la intriga se complica de modo inesperado y grave... Aparece en escena una fuerza que jamás había actuado en los asuntos del sujeto; azar extrañísimo, la más rara de las casualidades pone al servicio del impostor Dorff... ¿a quién cree Vuestra Majestad?

-¡A los Carbonarios, como si lo viese!

-¡Exactamente! ¡A los Carbonarios; a esa asociación que nos está minando el suelo, que tantas inquietudes nos cuesta, que continúa bajo tierra la revolución que hemos logrado abozalar en las calles y en la plaza pública y que se prepara a convertir a Francia en un volcán! ¡A los que han escrito en sus estatutos: «Los Borbones han sido traídos por el extranjero, y los Carbonarios se asocian para restituir a la nación francesa el libre ejercicio de su derecho!». ¡A los que tienen ramificaciones en la Cámara, Vuestra Majestad no lo ignora; que las tienen más profundas aún en el ejército, donde no podemos borrar el recuerdo del Corso; que mantienen viva, incesante, la protesta contra el régimen establecido!

-¿Y cómo diantres, Barón, han llegado los Carbonarios a meter la nariz?...

-Una contramina, señor. En Dower hallábanse apostados dos enviados de la Venta de París, de los más resueltos, uno de ellos italiano, acechando el paso de Jácome Volpetti, a quien detestan, porque allá en Italia ha debido de hacerles algunas jugarretas inolvidables...

-Y ahí, hijo mío, se demuestra que al sujeto, como usted le nombra, debió ponérsele un esbirro especial, que no tuviese por enemigos a los Carbonarios.

Lecazes sintió el alfilerazo de esta observación, que probablemente no llevaba más objeto que mortificarle, pero continuó:

-Debido a eso, y por una serie de incidentes largos de referir, unieron sus intereses los emisarios de la Venta y el marqués de Brezé, y entre todos, después de haber asesinado a otro agente de policía de los dos que acompañaban, para mayor precaución, a Volpetti, y uno de los cuales se había quedado en Londres; después, repito, de asesinar y echar al mar al agente -y observe Vuestra Majestad si se paran en barras esos mocitos- amarraron a Volpetti, le sustrajeron el cofrecillo de los documentos y le transportaron a bordo de un barco francés, mandado también por un carbonario, para ejecutarle allí... Pero Volpetti, que es el demontre, logró huir, arrojándose a nado; recogiole un schooner inglés; el buque francés dio caza al schooner, y a cañonazos le echó a pique sin combate; el barquito no podía defenderse porque llevaba fuego a bordo...

-Lecazes, novelista -murmuró el Rey.

-Es la historia, señor, la que en estos pícaros tiempos, de conspiraciones y defensa social por la policía, se deja tamañita a la novela -respondió el Ministro-. ¡Y llegamos a lo más novelesco! A pesar del incendio del buque y del acto de piratería del carbonario, Volpetti logró escapar con vida. Fue arrojado por las olas a la costa bretona, cerca de Pléneuf, mientras, ignorantes de estas circunstancias, desembarcaron de Brezé, Dorff y su hija, acompañados y protegidos por los emisarios de la Venta.

-¿Cómo se explica la alianza de los Carbonarios y del sujeto?

-Vuestra Majestad no ignora que, trabajando contra el régimen, tienen los Carbonarios independencia para hacerlo según les acomode. A esa idea responde la ramificación carbonaria llamada de los Caballeros de la Libertad, donde al individuo se le concede la mayor iniciativa para que proceda por su cuenta y riesgo. ¡A esos únicamente temo, señor! ¡Ahí pueden germinar toda clase de atentados!... Donde haya cómplices, yo indagaré, sabré y descubriré las tramas; pero el pensamiento que oculta un hombre solo... Dios únicamente lo rastreará. Recelo -no puedo afirmarlo- que los carbonarios que esperaban a Volpetti en Dower pertenecen a esa rama. Por pronto que quiso Volpetti prevenirse y girar algunas órdenes para evitar que los viajeros llegasen aquí y se pusiesen en comunicación con la mucha gente que ya han visto era tarde. El sujeto está en París, señor... bajo el ala protectora de la Venta, que tiene olfato y prepara el escándalo europeo. Los papeles deben de hallarse a buen recaudo. Sería inútil cuanto hoy se hiciese para apoderarse de ellos mediante violencia... No tengo ni la más mínima sospecha de dónde pueden haberlos ocultado.

-¿De Brezé ha venido con el sujeto?

-Y uno de los carbonarios, el italiano.

-¿Y la joven? ¿La Eva?

-A esa, para mejor resguardarla, la alojaron secretamente en el castillo de Picmort, que es de los Brezé y se encuentra en Bretaña. La escoltaba el otro carbonario; pero este ya salió de allí para alguno de esos viajes sospechosos que ellos emprenden.

-¿No cree usted que la niña podrá ser la depositaria de los papeles?

-No lo creo. En primer lugar, por caballerosidad -y Brezé las da de paladín-; nunca la fiarían a ella el cargo de mayor peligro, y además, donde esos papeles les conviene es aquí.

-Entonces, bien está la niña en el castillo -advirtió el Rey.

-¡Muy bien! Y más en atención a que la pava rellena, como dice donosamente Vuestra Majestad, me ha asegurado que hay un guapo gars bretón, administrador de los marqueses de Brezé, que, valiéndose de la favorable ocasión, trata de desbancar al Marqués y acaso lo consiga.

-De seguro -dijo el Rey con su risa volteriana-. ¡Un aldeano! ¡Un pastorcillo! ¡Una égloga! ¡Qué mejor para un corazón tierno! ¡Felices los pastores!

Y se puso a canturrear:


En el regado de Filis
Damón, desde que amanece,
ramos de flores ofrece,
con rocío matinal...


-Viniendo a lo de los papeles, señor, eje de nuestra ya larga plática, que temo moleste a Vuestra Majestad -dijo Lecazes sin hacer caso de aquella poética interrupción-, sostengo que están aquí, porque, entre otras razones, el sujeto podrá necesitarlos para convencer a Madama, la señora Duquesa, que es la persona en quien confía...

-Y a mi sobrino Fernando...

-Ese... ese ¡ya está convencido! ¿Acaso ignora Vuestra Majestad que pretende que reconozcamos al sujeto? Pero esto es nada al lado de la posibilidad de que la Duquesa, la hermana, la compañera de prisión, pueda amparar al quídam a quien la fortuna hizo dueño de tan decisivos testimonios. ¡Ante todo, lo que importa es disponer el ánimo de la Duquesa con suprema habilidad, para que no sea fatal su ya inminente intervención en este asunto!

-Venga ese plan, hijo mío. Yo, desde que se trata de hacer bueno de una mujer, me declaro inepto.

-He aquí lo que he pensado, señor, sobre tan capital asunto. Si lográsemos que la señora Duquesa recibiese al sujeto...

-¿Cómo? -interrogó asombrado el Rey.

-Que le recibiese... -insistió Lecazes- secretamente... de un modo reservado... y exigiéndole, para adquirir plena certidumbre de su identidad, la presentación y comunicación de los famosos papeles...

Lo mismo que si se encontrase en una representación y ocupase el «asiento de espectador» -único que declaraba pertenecerle en el teatro- el Rey aplaudió; un aplauso sonoro, franco, homenaje al talento.

-¡Comprendido! ¡Basta! -exclamó gozoso.

-¿De modo que Vuestra Majestad adivina el resto?

-¡Adivinado, criatura! Pero...

Y el Rey se rascó ligeramente el lóbulo de la oreja, mientras Lecazes, radiante, absorbía una dedadita de aromático rapé; afición que, adquirida primero por halagar al monarca, había llegado a ser en él vicio favorito.

-Pero ¿quién le pone el cascabel al gato?... ¿Quién decide a mi sobrina?...

-La señora Duquesa, probablemente, se encuentra inclinada a hacerlo. Y si no, se encargará su esposo de decidirla.

-¿Su esposo? Lecazes, ¡usted y yo ya no somos chiquillos! ¡Estamos de vuelta! Mi buen sobrino Luis no ha tenido arte para ejercer ascendiente sobre su mujer. La ha tratado con un respeto tan profundo que... ¡naturalmente!, no se han entendido ni pizca. Yo no sé a quién sale esta segunda generación tan torpe con el bello sexo... Luis, en ese punto, me avergüenza... ¡Es verdad que Fernando me honra! Y además, querido Lecazes, ¿no le hemos encargado a Luis, justamente, que convenciese a su esposa de que haga como si tal aventurero no existiese en el mundo?

Antes de que replicase el Ministro se oyó llamar a la puerta interior que comunicaba con las habitaciones particulares del Rey.

-O Fernando o Luis -dijo este-. ¡Cuidado!

En efecto, momentos después, la marcial y elegante figura del Duque se encuadraba en el marco de la puerta, y el sobrino del monarca entraba y besaba respetuosamente la mano de su tío.

-Llegas a tiempo; siéntate y damos noticias. ¿Qué dice María Teresa?

-Señor... -exclamó el Duque, cuyo semblante se oscureció- las nuevas que puedo dar a Vuestra Majestad no son gratas. He encontrado a la Duquesa bajo el influjo de una exaltación penosa. Ha recibido una carta de ese... sujeto y la guarda sobre su corazón...

-¡No tengas celos!... -dijo el Rey con fina burla.

-Tengo tristeza... -repuso sinceramente el Duque-. Porque la Duquesa sufre y me ha hecho sufrir. Tres noches hace que no duerme, tres días que apenas come... y sus rodillas están doloridas, pues se pasa horas y horas en oración...

-Todo esto es culpa tuya -declaró el Rey.

-¿Mía, señor?

-¡Pues claro, Luisillo! Cuando una mujer... como la tuya, una mujer, ¡que moriría de asco si pensase en otro que en su marido!, se pone así, es que el marido peca de frío y de negligente. Mira, ha llegado la hora de que te lo diga: has procedido siempre con tu esposa como un inocentón. No has sabido apoderarte de su alma. ¡Has tomado ante ella la actitud de la timidez y de una veneración buena para las santas de palo!...

-Señor, es mi carácter, ya lo sabe Vuestra Majestad -contestó con matiz melancólico el Duque-. Mejor me entiendo al frente de un cuerpo de ejército que ante las damas.

-No, ¡qué diablos! -respondió el Rey-. Es la maldita generación tuya, que se diría que nació ya cansada y vieja, sin entusiasmos ante lo más hermoso que existe en el mundo, que es la mujer. Mira, por eso me es simpático tu hermano Fernando: tiene el corazón en su sitio y la sangre le circula. Parece un retrato vivo de lo que fue antaño Enrique IV, el del blanco plumero. ¡Siento debilidad por él! ¡Cuando pienso que los ñoños de los ultras se alarman de su historia con la inglesita! ¡Pues qué, si nos faltase la ilusión, seríamos un pedazo de yeso, cal apagada! ¡Yo he conservado siempre el corazón en su sitio, a pesar de que toda la vida he sido un pobre enfermo, un inválido!... ¡No se me podrá acusar de haberme entregado a los goces de la materia... pero la ilusión, Luis! ¡Si hasta a la divinidad nos acercamos por medio de esa exaltación deliciosa que la presencia de la mujer suscita! ¿No sabes tú que la Condesa es la Medianera de la fe para mí? Y ya ves, aquí no hay sospecha de nada grosero... Un anciano enfermo... ¡sólo ilusión!

El Duque escuchaba con el rostro contraído, el ceño fruncido y la cara pálida. Se veía luchar en él la consideración que profesaba a su tío y Rey con la repugnancia a las teorías que exponía este.

-En fin, Luis -dijo el monarca, advirtiendo el efecto de sus palabras-, ¿qué puedo decirte? Yo estoy con mis doloridos pies ya en el sepulcro; no creas que ignoro la gravedad de mi mal. He hecho lo posible por defender las instituciones que a mi cargo tengo; he vencido y subyugado hasta mis propias convicciones, mi razón, mi escepticismo... todo, para ser fiel al depósito que me está confiado. Con la mano derecha he contenido la revolución; con la izquierda, los excesos de una reacción imbécil y sanguinaria, que nos perdería... Lecazes me ha ayudado y sigue ayudándome... Pero Luis... si tú desmayas, tú, el hijo mayor de mi hermano y heredero... ¡no lucho más! Suceda lo que quiera; húndase definitivamente la monarquía... ¡En vano te habrás batido como un héroe en el paso de Ivón, en Ravenheim y después al lado del infeliz Eugenio... del fusilado de Vincennes! ¡Bah! ¡Las peores batallas son estas, hijo amado mío!

El Duque se conmovió. Cuando el Rey deponía el tono de burla y sensualismo sabía desplegar majestad verdadera. Subyugado, arrodillose al pie del sillón del enfermo.

-¿Qué puedo hacer, señor, por la monarquía, por Dios, por mi patria? ¡Haré cuanto se me pida, aunque sea morir!

-¡Oh! ¡Mucho menos! -respondió cariñosamente el Rey-. Mucho menos; lo que debe hacer un buen y leal esposo: galantear a su esposa, mostrarse rendido, apasionado...

-¿Y el objeto, señor?

-¡El objeto... Lecazes te enterará! ¡Porque yo me siento estropeadísimo con tanta charla... y quiero cuidarme un poco!... ¡Mañana es miércoles... la condesa de Cayla vendrá a traerme una limosna de alegría! ¡Que no me encuentre muy abatido!


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Epílogo: Luis Pedro El destino de Giacinto - Un nieto de Enrique IV - El destino de Fernando