Misterio (Bazán): 45

Misterio
Quinta parte – La hermana

de Emilia Pardo Bazán


La entrevista

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Al llegar la Duquesa al lugar señalado para la cita, el más retirado y sombroso del jardín, detúvose y se desplomó en un banco de piedra, como si venir desde el castillo hubiese agotado sus fuerzas todas. Extrajo del retículo cubierto de azabache, que llevaba pendiente de la muñeca, un pañuelo de encaje y empapó el sudor de la frente. Alentaba de un modo congojoso, y el ritmo de su corazón era irregular, hasta causarla dolor.

Hubo un momento en que murmuró sordamente algo, protesta o plegaria. Miró alrededor con inquietud; consultó la saboneta escondida en su cinturón: faltaban diez minutos lo menos para la hora. Suspiró como el que se resigna a cosa que le atormenta.

No se escuchaba ningún ruido, y, sin embargo, en aquella inmensa paz rumorosa de los solemnes jardines, la Duquesa discernía mil leves ecos, roces de ramas, estallidos de troncos, gemidos y sollozos del agua derramándose de los surtidores a los pilones de las fuentes, revueltos de pájaros en la arboleda, crujir de la arena bajo pasos recatados.

Este último pareció destacarse con más insistencia, y la Duquesa se estremeció: alguien se acercaba. Un cuerpo opaco interceptó la luz que penetraba por entre los árboles; un hombre, cuya descubierta cabeza enrojecía el sol poniente, se presentó y quedose parado frente a la dama. María Teresa de Borbón no exhaló un grito: estaba helada, enmedusada, sin respiración, sin voz, a fuerza de emoción poderosa. Después de tantos años veía ante sí, sobre aquel bermejo fondo, que parecía un nimbo de sangre, al Pasado, al terrible y trágico Pasado.

Y todo resurgía: los dolores que ya habían cesado de hacerse sentir, los terrores y los abatimientos de la prisión, las repentinas y frágiles esperanzas, las indignaciones, las incertidumbres por la suerte de los seres queridos, las ardientes invocaciones a la divinidad que puede obrar un milagro, las postraciones en que todo se abandona, los ultrajes sufridos, la hiel bebida, la infinita desesperación ante el abismo abierto. La Duquesa, dilatadas las pupilas, fascinada, ni respiraba. El hombre, después de una pausa larga, con movimiento automático seguía avanzando; la semejanza era tal, que ella creía ver a su padre salido del sepulcro con la cabeza adherida al tronco, pero insegura, próxima a desprenderse de los hombros y a rodar; ¡cruel fascinación que embargaba sus sentidos!... Y de súbito, a tres pasos ya de la Duquesa, el hombre se detuvo otra vez, plantándose en el suelo, cual si esperase algo, una demostración de aquella mujer estatua, el ímpetu de unos brazos que se abren y ofrecen sitio sobre un pecho... Como la Duquesa ni aun pestañease, el hombre, de golpe, dejose caer al suelo, y arrastrándose vino a abrazar las rodillas de la señora.

Al través de la seda de la falda se percibía la humedad del llanto, el calor del rostro, y los brazos, nerviosos, estrechaban las piernas de la dama, y un acento desgarrador repetía:

-¡María Teresa, María Teresa!

-Levántese usted, tome asiento -respondió ella casi sin que se la oyese, indicando un sitio en el mismo banco de piedra que ocupaba.

Hízolo él trabajosamente, tambaleándose, con un gesto de dolor que ella evitó mirar volviendo la cara, y luego se acomodó tímidamente en el lugar que indicaba la mano de la señora. Como reinase un silencio imponente, la Duquesa, esforzándose, lo rompió.

-Ya ve usted que le he complacido accediendo a sus deseos -tartamudeaba-; aquí estoy. ¿Qué quiere usted de mí?

-¡Recordarte que soy tu hermano! -contestó él, ya algo recobrado el aplomo-. Tu hermano infeliz, el que nuestra madre llevó en su seno... ¡El mismo!

-Mi pobre hermano... murió -susurró la Duquesa.

-Vive y te habla. ¡Atrévete a mirarme a la cara y niégalo después! -articuló él con énfasis y vehemencia, pues iba adquiriendo más valor cuanto más acentuaba la Duquesa su actitud de desvío-. ¡Atrévete! No puedes. ¡Llevo aquí -y hería su rostro- la fe de bautismo y la ejecutoria!

-¡Dios mío! -gimió ella.

-Pero, ¿por qué no me reconoces? -gritó Dorff, en quien la indignación se abría camino-. Resistencia tal a confesar la verdad pasa de los límites de la infamia y toca en los de la locura. Yo creí que al admitirme a tu presencia me estrecharías sin vacilar contra tu corazón. Yo creí que lo necesitabas; que tu espíritu te lo mandaba; que sentías la infinita sed que me abrasa; que sin eso no podías vivir, como no puedo vivir yo; ¡creí que necesitábamos llorar juntos a nuestra madre! Si pensabas tratarme de impostor, ¿a qué recibirme? Dejárasme al pie de los muros de tu palacio, en la calle, con los perros y los mendigos. ¡Ah, Teresa, Teresa... me harás blasfemar! Después de tanto como ha resistido mi pobre cuerpo... ¿habrá de condenarse mi alma?

-Usted -articuló la dama con esfuerzo profundo, horrible- me ha hablado de pruebas, de documentos fehacientes...

-Mientras me digas usted -protestó él- ni aun merecerás que te responda. ¡Desdichada! Sí, te he hablado de pruebas... porque las poseo tales que tú y los tuyos, ¿lo oyes bien?, saltaréis de ese trono usurpado en el momento en que yo me resuelva a sacarlas a luz. Y ese momento ha llegado... la copa se ha llenado hasta los bordes y rebosa. Hasta hoy pensé que la valla elevada entre nosotros por los sucesos se derretiría al primer encuentro... ¡Ya veo que es de bronce! Tú me reconocerás, Teresa... cuando me reconozcan todos, cuando Europa proclame lo que no puede negar. ¡Hoy me rechazas! ¡Espera, espera! Y entretanto, ¡adiós, adiós, un adiós eterno!

Sonriendo amargamente, Dorff se incorporó: se disponía a retirarse. La Duquesa, temblando, le llamó por su nombre; parecía su acento algo que venía de muy lejos, de la distancia que tanto tiempo y tales acontecimientos históricos habían puesto entre ambos.

-¡Carlos Luis! -dijo únicamente con entonación lastimosa.

-¡Teresa, Teresa, adorada hermana! ¡Mi bien, mi paloma! -gritó él con delirio.

Y aquello no fue abrazo: fue algo que estrujaba, que deshacía; un momento más y la asfixia. Ella palpitaba. Él se saciaba, apagando a sorbos ansiosos la infinita sed de que se había quejado momentos antes. Reía y lloraba a un tiempo; desatados sus nervios, sentía el impulso de bailar, el involuntario ritmo coreico del supremo gozo.

Y al aflojarse un poco el nudo, sin darse cuenta la señora de las consecuencias de aquella reflexión, calculó con involuntario orgullo femenil:

-Haré de él cuanto me plazca. ¡Me pertenece!

-¿Me conoces ya? -tartamudeaba él, cubriendo de besos sus manos- ¿Ya no me niegas? ¡Si tú supieses el bien que me haces! Sólo por ti creo en mí mismo. ¿Has visto con qué firmeza te dije que era tu hermano? Pues sábelo; yo mismo lo dudaba. Sí, ¿te extraña? Lo dudaba, porque tantos dolores y tantas vicisitudes han debilitado mi cabeza. Tú, que después de salir de la prisión fuiste dichosa; encontraste pan y abrigo; a tu alrededor el respeto, el afecto, una familia, un hogar, mil testimonios de simpatía, y luego el trono; tú, que volviste a tus palacios entre aclamaciones y fiestas, ¡no puedes ni adivinar las angustias que yo padecí! Mira, escritas las tengo para que tú las leas.

Y sacó del pecho el estuche oblongo, de cuero amarillo, presentándolo a la Duquesa.

-Mi propósito era que te lo entregase el Marqués de Brezé, a quien miro como a hijo; pero es mejor aún que lo recibas de mi mano... Y cuando conozcas mi via crucis... no te sorprenderá que a veces la vida me haya parecido un sueño, ficción sin la menor realidad, algo que forjó la calentura de un maniático y que, como los espectros, se disipa con la luz del día... Sólo tú, sólo tú podrás quitarme esta intolerable aprensión, devolverme la fe en mí mismo... Y me has llamado Carlos Luis, el nombre de la niñez, porque los que me llaman Luis no saben que yo fui Carlos Luis de pequeñito, y que Luis era nuestro hermano, aquel primer delfín que murió... ¡Ah, María Teresa! ¡Luz de mi alma! ¡Que Dios te bendiga!

Renovose el abrazo, la efusión vehemente y empezaron a pasar las cuentas del rosario de los recuerdos.

-¿Te acuerdas -preguntaba él- de cuando vivíamos juntos en la prisión y sólo nos separaba un techo y no nos dejaban vernos nunca? Yo, de noche, prestaba oído por si sentía el ruido de tus pasos.

Venciéndose, aunque el llanto empañaba sus ojos también, la Duquesa se encaró con su interlocutor. ¡Era preciso terminar aquella escena... y cumplir su juramento! ¡Si se prolongaba algo más, el valor la faltaría!

-Carlos Luis -repitió-, ¡si es cierto que al desear esta entrevista te ha guiado el cariño a tu hermana... pruébamelo! Yo también tengo algo que pedirte.

-¡Ojalá me pidieses la vida!

-¡Tal vez cosa más difícil! Porque voy a rogarte... ¡escúchame!, que renuncies a lo que has soñado tanto tiempo y en medio de tanto padecer. No te alarmes, atiéndeme... ¡calma! Hemos sido arrastrados por el torrente de una revolución. En sus olas ha rodado envuelto el trono, el altar, cuanto constituía nuestra significación en la Historia. Providenciales designios nos han restituido a nuestra casa y a nuestro puesto; retornaron los grandes días de la monarquía; los templos han vuelto a abrirse; la patria se ha reconciliado con sus reyes y con su Dios. Este no ha permitido que fueses tú el encargado de misión tan alta. Su voluntad la encomendó a nuestro tío, y con él a los príncipes que en la emigración lucharon y mantuvieron el sagrado fuego de la lealtad. Sus designios deben acatarse. Quizás te eligió Dios para inocente víctima; necesitó de tu sacrificio y sigue necesitándolo. ¿Qué pretendes hoy? ¿A qué aspiras? ¿Tratas de dar armas y alientos a los que derramaron la sangre de nuestro padre? ¿Vienes, Carlos Luis, a regocijar al infierno?

Él no contestó. La miraba con ojos de extravío.

-Tu deber, Carlos Luis, es retirarte otra vez a la penumbra, a la paz, a la quietud. Cualesquiera que sean tus derechos, tu deber es sacrificarlos... ¡Te lo aseguro!

-¿Y mis hijos? -gimió el infeliz-. Porque tengo hijos, Teresa... hijos varones, que el cielo os ha negado, no sólo a ti, sino a Fernando también. ¡Vosotros no podéis presentar un heredero! ¡Yo sí! ¡Al confundir mi sangre con la del pueblo, larga prole ha bendecido mi tálamo!

La Duquesa, en medio de su turbación, sintió cólera profunda, como siempre que se aludía a su esterilidad.

-El heredero que tú presentases -dijo duramente- sería el hijo de una mujer de baja extracción, fruto de un matrimonio que no sancionó la Iglesia católica. ¡Esa es tu parentela, esa tu estirpe! ¡Y aún has podido alimentar sueños ambiciosos! Mira al Corso: quiso improvisar dinastía... y lo único que de esa mascarada sobrevive es la hija de un verdadero rey, a la cual arrebató en sus garras; al amparo de ese trono se acogió el hijo del aventurero. Si te creías rey, ¿por qué no venciste tus pasiones? ¿Por qué te enlazaste con una plebeya? ¿Y aún te quejas de tu suerte? En cuanto al corazón, fuiste libre y dichoso. Yo me casé con mi primo porque así convenía. Fernando tuvo que separarse de su preferida Amy Brown, unirse a Carolina y abandonar a los hijos, varón uno de ellos, de ese primer... amor... o como se le llame. ¿Estás tú dispuesto a lo mismo? ¿Verdad que no? ¡Créelo, Carlos Luis! La vida no es como queremos que sea, es como la voluntad divina nos la hace. A ti le plugo apartarte del trono... Resígnate. ¡Resignarse es la ley! No hagas daño al sacrosanto Principio por el cual sucumbió nuestro padre. ¡Desde la tumba él te lo ordena! ¡Si eres su hijo... en tu obediencia lo conoceré!

La Duquesa hablaba con verdadera convicción, y su elocuencia tenía a Dorff subyugado.

-Dios era Dios y se dignó ser hombre y morir como hombre en el suplicio de los malhechores -añadió ella-. Vive y muere tú como hombre del pueblo... ¿Lo harás?

Y él, en un arrebato de abnegación desatada, respondió besándola en las mejillas:

-Lo haré.

Como para confirmar el compromiso, deslizó la mano bajo sus ropas y sacó un cofrecillo cuadrado, pequeño, que presentó a la Duquesa.

-Aquí están -declaró con solemnidad elegíaca, grandiosa- los papeles que demuestran y fundan mis pretensiones. Son de tal naturaleza, especialmente el atestado que firman la criolla, el infeliz Pichegrú, Charette y Hoche, que con ellos en la mano nadie podría negarme un instante el puesto que me corresponde por derecho propio. ¡Ahí está mi fuerza, mi personalidad! Al despojarme de estos testimonios vuelvo a ser para siempre Dorff, el oscuro mecánico, el impostor, el presidiario, el despreciado, el proscrito... ¡Recógelos, María Teresa! ¡Te los ofrezco! ¡Te los entrego! Consumado está el sacrificio. ¿Me puedes pedir más? Y ahora, hermana, amor santo de mi vida, lo único que me queda de mi madre... dime otra vez Carlos Luis... ¡Déjame reposar en tu pecho la frente!

La dama, agitada, conmovida, no acertaba a definir lo que sucedía en su interior.

Aquel hombre le causaba una especie de repulsión y de pronto la atraía.

Ya iba a tender la mano para asir el cofrecillo, cuando, a la luz postrera del sol, roja e intensa, la semejanza del infeliz con su padre se marcó de tal suerte, que no se atrevió a cometer el atentado, a despojar a aquel mísero, a arrebatarle su sola herencia. Con involuntario respeto pronunció:

-No. Carlos Luis, no acepto los papeles. ¡Tuyos son, consérvalos! Prométeme que no harás de ellos mal uso... y basta. ¡No te pido otra cosa! ¡Y esta te la pido... porque es necesario pedírtela! ¡Porque la fatalidad lo exige así! Acepta tu suerte; aceptemos cada cual nuestra cruz, Carlos Luis. ¡Paciencia! Lo sucedido es irreparable. ¡Quién sabe si yo habré sufrido y sufriré todavía más que tú! ¡Adiós, adiós!... ¡No olvides tu juramento... hermano mío!

-¡No lo olvidaré, hermana! ¡Gracias! ¡He conseguido lo único a que aspiraba! ¡Cuento este día como dichoso! Pasaré a Holanda... ¡te lo prometo! Espero que mis hijos no tendrán nunca que temer la miseria; espero que no se atentará más contra mi vida. Espero que tú velarás por toso esto... Y ahora..., ¡permite que un instante!...

Y el proscrito reclinó la frente en el hombro de la Duquesa. El duro canutillo del bordado del negro corpiño laceró su rostro, pero no lo sentía. ¡Lloraba!


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Epílogo: Luis Pedro El destino de Giacinto - Un nieto de Enrique IV - El destino de Fernando