Misterio (Bazán): 04

Misterio
Primera parte - El visionario Martín

de Emilia Pardo Bazán


Amelia

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Dorff se había quedado pensativo, sentado en un sillón al lado del sofá, en el cual ya se incorporaba Renato; sus pupilas continuaban interrogando gravemente. El Marqués no sabía qué decir, pero su cortesía le ordenaba poner término a aquella situación.

-Ya me siento muy firme... Con licencia de mi bondadoso huésped voy a retirarme; tomando un cab ahí cerca, en Willington Street, llegaré a mi hotel en veinte minutos... y mañana, si la calentura no me postra, me permitirán ustedes que venga a saludarles y a saber cómo siguen. Sólo me resta preguntar a usted, señor Dorff, si le parece que demos parte de esta agresión, para que echen el guante a los dos pillastres, a uno de los cuales hemos dejado tendido allí y acaso todavía roncará estrangulado sobre el césped del square.

Esta proposición, muy natural, produjo en Dorff explosión de susto...

Su boca se crispó al objetar:

-¡Dar parte! No, no; todo antes que la justicia humana. Déjela usted en sus antros, déjela usted en sus cubiles. ¡Prefiero a los malvados que estuvieron a punto de acabar con nosotros! Al menos -añadió con exaltación que sacudía sus nervios y enronquecía su voz antes pastosa-, al menos esos descargarían pronto el golpe y nos matarían de una vez: nada de lentos martirios, nada de destrozar nuestras carnes fibra por fibra. ¡El fin rápido, el descanso después: la justicia de Dios certera, infalible, vengadora! ¡La única, la que reparará en el cielo los crímenes y las iniquidades de la tierra!

Al oírle hablar así, levantose Amelia y se arrojó en sus brazos, escondiendo la cara en su seno. Juana, conmovida, se tapaba con un pañuelo los ojos para ocultar el llanto; sin embargo, Renato observó que la esposa era menos allegada, por decirlo así, que la hija; Amelia y su padre formaban el verdadero grupo psicológico de seres afines, las almas unidas por una misma vibración. Cuando deshicieron el abrazo, después de haber besado Dorff la tersa frente de la niña, esta se volvió hacia Renato y le dijo serenamente:

-Caballero marqués de Brezé, no podrá usted decir que en esta casa no se han cumplido con usted los deberes de la hospitalidad y del agradecimiento. Tenemos con usted una deuda eterna y sagrada. Cuando se retire irá armado con las pistolas de mi padre, que por desgracia nunca quiere llevar consigo, a pesar de tantas pruebas como posee de la infamia de los hombres, y podrá usted defenderse contra cualquier asechanza. Pero antes de que usted se vaya... deseo hablar con usted y con un padre de algo que importa que aclaremos, porque será la base de nuestra conducta y de nuestra relación en lo futuro. Aguarde usted, pues, unos minutos... si quiere otorgarme este nuevo favor.

Al hablar así Amelia hizo una seña a Carlos Luis.

-Juana de mi vida -dijo dulcemente Dorff a su esposa-, ve a ver cómo duermen los niños. Y si es posible, ¡que nunca lleguen a sospechar lo ocurrido esta noche!

Juana comprendió la orden categórica y se retiró sumisa y sonriente. Solos ya el padre y la hija con el Marqués, Amelia volvió a tomar la palabra con el mismo singular aplomo:

-Sin mengua del agradecimiento, Marqués, permítame usted decirle que el trato se funda únicamente en la estimación. Si usted no estima a mi padre como él merece ser estimado; si usted, al salvarle la vida por un arranque de nobleza, no le profesa el respeto que está obligado a profesarle... le quedaremos siempre reconocidísimos, pero no volveremos a vernos más en la tierra, a no ser que usted nos llame para sacrificarle nuestra vida en justo pago. Yo pienso así... y mi padre piensa igual.

-¿Qué estás diciendo, hija mía? -intervino Dorff-. ¿Qué significa todo esto?

-El Marqués lo sabe -repuso Amelia bajando los ojos-, y le consta que ejercito un derecho y cumplo un deber.

Dorff, atónito, miró un instante a su hija y al extranjero. El rubor de ambos le respondió.

-¿Conocía usted a Amelia, señor Marqués?

-He tenido ese honor en Francia -declaró Renato-. En el molino de Adhemar, que forma parte de mis tierras patrimoniales.

-¿Qué clase de relación has tenido con el Marqués? -preguntó Dorff volviéndose hacia Amelia-. A ti no necesito encargarte que respondas la verdad.

-No por cierto. Mi relación con Renato de Giac fue de amor, en que mediaba compromiso de matrimonio. Es -advirtió Amelia como si esta indicación fuese importantísima- un hidalgo de la primer nobleza de Francia.

-Calma, hija mía -ordenó Dorff observando que la voz de la niña indicaba angustia-. No te avergüences; ¿qué has hecho de malo? También tu padre amó tiernamente, y el hombre que has elegido acaba de revelar que es digno de ti.

-Eso es lo que justamente está por averiguar -articuló Amelia con severidad, irguiendo su cabeza altiva-. Eso es lo que el señor marqués de Brezé va a demostrar sin tardanza. Esperamos...

Oía Retrato, admirado de tanta intrepidez, y al llegar a este punto exclamó con sentida vehemencia:

-La señorita Amelia me lastima, pero no me ofende, porque ella no puede ofender, y a mí menos que a nadie. A su vez ella reconocerá, es demasiado verídica para negarlo, que he respetado su honra y su decoro como cosa propia, como respetaría a mi madre y a mi hermana si la tuviese, y por si fuese necesaria una prueba de lo que afirmo -añadió levantándose-, aprovecho esta ocasión, quizás no muy oportuna, para dirigir a su padre un ruego: Señor Dorff, el marqués de Brezé pide la mano de la señorita Amelia.

Sorprendido al pronto, después rebosando emoción y alegría, volviose hacia su hija Dorff, consultándola con la mirada.

-No se la concedas, padre mío -dijo ella con calma-, mientras no haga confesión y una retractación.

Renato comprendió al fin; su lealtad ingénita le enseñaba el camino que debía pisar. De pie, como se había puesto para formular su demanda de matrimonio, se inclinó hasta el suelo y pronunció resueltamente.

-Confieso y me retracto, no porque Amelia lo pide, sino porque mi conciencia lo impone. En Francia me aseguraron, señor Dorff, que usted había sido encausado como incendiario y falso monedero, y que había cumplido en Silesia una condena a trabajos forzados por esos delitos. Se lo dije a Amelia hace dos horas, y en aquel instante, si no lo creía, al menos lo dudaba. Desde que le he visto a usted no lo creo. Perdóneme y permítame que le estreche la mano.

Nube de inmensa desesperación veló el semblante de Dorff; sus rasgos se descompusieron, sus ojos se cubrieron como de una humareda, en que se transparentaba el cristal del llanto. Se tambaleó un instante cual un hombre borracho, y sin poder contenerse gritó:

-¡No me estreche usted la mano! Lo que le han dicho a usted en Francia es verdad. He sido llevado a los tribunales bajo la acusación de quemar un teatro y fabricar moneda falsa, y he molido yeso en el presidio de Alstadt. No podrá usted alegar engaño, Marqués.

Amelia, sollozando arrodillada, besaba el borde de la levita de su padre; le cubría de caricias, agarrándose a él con una especie de frenesí.

Renato dudó un instante, pero el instinto, prevaleciendo sobre la razón, le dictó un arranque sublime.

-La mano, señor Dorff. No me la rehúse usted o creeré que es usted quien duda de mí. Tengo la certidumbre de que esas acusaciones y esas condenas no son más que una trama infame, del mismo género que la asechanza que tuve la suerte de ayudar a desbaratar hace poco. Mi corazón me lo dice. Mi corazón no miente. El marqués de Brezé, con su honor inmaculado, responde del de Dorff.

No fue la mano, fueron los brazos lo que Dorff presentó a su nuevo amigo, estrechándole impetuosamente. Renato correspondió con igual efusión.

-No sólo es usted inocente de todo delito -repuso-, sino que es usted un perseguido, un calumniado, una víctima. Desde hoy tiene usted a su lado a un defensor incondicional. Yo haré brillar su reputación tan clara como el sol: fíe usted en mí. Dorff sacudió la cabeza con melancolía.

-No está en manos de usted, no está sino en las de Dios cambiar mi suerte... Cansado de tanto sufrir, había resuelto entregarme a la fatalidad. Viviendo oscuro, pobre, humilde, creía que me olvidarían, dejándome siquiera por único bien el descanso. ¿Qué daño les hice; qué pretenden? ¿No podré ni aun disfrutar en calma el amor de los míos, la paz de mi hogar de trabajador? No; han decretado mi asesinato como antes decretaron mi deshonra. Hoy me has salvado tú, hijo mío... -exclamó tuteando de pronto a Brezé- pero no estarás siempre cerca. Y si intentas colocarte entre el destino y yo... ¡ay de ti! Una voz espantosa y profética me ha dicho un día, entre las tinieblas de un calabozo: «Tus amigos perecerán».

Desplomada en un sillón. Amelia sollozaba.

-No llores, rosa del cielo -balbuceó Dorff cogiéndola y obligándola a aproximarse a Renato-. La misericordia divina permite que al menos tú, mi preferida, seas dichosa. Mi sueño era verte esposa de un noble francés. Este a quien quieres es dos veces noble: por el alma y por la cuna. ¡Amaos, Carlos Luis os bendice!

-No -protestó Renato-, no le abandonaremos a usted para gozar egoístamente nuestra dicha. Amelia no lo consentiría; yo tampoco. Ignoro quién es usted; ignoro qué telaraña de iniquidades se ha ido formando para envolverle en ella. Pero no sólo me inspira usted afecto, sino un respeto indecible, cuya razón desconozco. Amelia y yo no nos casaremos sino después de que usted sea rehabilitado; después de que se declare su inocencia; después de que el universo entero...

Amelia aprobó, tendiendo la mano.

-Bien, Renato, así te comprendo. No nos casaremos hasta que mi padre recobre su nombre y su honor. No seríamos felices.

-Hágase vuestra voluntad -murmuró Dorff-. Una vez más pelearé contra la fatalidad, aunque sé de antemano que caeremos vencidos...

Hizo una seña al Marqués, y este, siguiéndole, penetró en la otra habitación de las dos que formaban el piso bajo de la casita. Era una especie de taller, a la sazón alumbrado por la claridad mortecina de un reverbero pendiente de la ahumada pared. Sobre mesas y mostradores hallábanse esparcidos menudos utensilios y chismes de relojería; resortes, pinzas, muelles, alambres, tenacillas diminutas, relojes desmontados, otros en sus cajas, cerraduras, máquinas de toda clase, hasta armas de fuego, pistolas de arzón incrustadas de plata, confundíanse con los instrumentos del trabajo. Dorff cerró la puerta con doble vuelta de llave, y bajándose, movió una de las mesas, contó los ladrillos, a partir de la pared, y levantó con una palanqueta el que hacía el número quince. Apareció un escondrijo de forma rectangular, del cual tomó un objeto oblongo, una funda de cuero amarillo, como las que sirven de estuche a los anteojos de larga vista, y un cofrecillo cuadrado, que tenía alrededor un bramante del cual pendía una llave dorada.

-Renato de Giac -dijo Dorff solemnemente-, confío a tu acrisolado honor este depósito. Ahí va mi existencia, ahí los últimos destellos de esperanza para mí y para mis desgraciados hijos. A nadie quise entregar este manuscrito y cofre, porque mis desdichas han hecho que desapareciesen todos mis verdaderos amigos, cumpliéndose el vaticinio horrible de la prisión. Hubo momentos en que hasta pensé lanzar los documentos que te entrego a las llamas... ¡Si de nada servían!... Los sucesos de esta noche han cambiado mi propósito. Puesto que con vivir retirado no logro que me perdonen; puesto que de todas maneras el puñal se esgrime contra mí y hasta mis infortunios recaen sobre la cabeza de mi Amelia, de mi predilecta, la única que conoce mi secreto, porque su espíritu es varonil y su inteligencia precoz y admirable... puesto que el hado me empuja a pesar mío, volveré a la lucha. Pasaré a Francia secretamente, y allí, si tú crees que los papeles contenidos en ese cofre pueden servir de fundamento a mis reclamaciones ante los tribunales... o al menos ante la Humanidad, reclamaré, gritaré; no podrán ya suprimirme calladamente. Y escucha una advertencia, hijo mío. Desde el mismo momento en que recojas este cofre y este rollo de papel que guarda el estuche, no te creas seguro en parte alguna. Vigila, teme, no duermas sosegado, de nadie fíes. En todas partes te espiará la traición; los esbirros seguirán la huella de tus pasos para despojarte del tesoro. Veo que me miras asombrado y acaso dudas de si estoy cuerdo... ¡Piensa en la asechanza reciente! No dudarás así que leas el manuscrito enrollado. Ese manuscrito está dirigido a una mujer... a la que más quise después de mi madre; ¡a una mujer de quien Dios tenga piedad! Cuando lo hayas leído juzgarás de si puedes y debes ponerlo en manos de ella... y serás tú el encargado de hacerlo. ¡Que jamás pueda decir esa mujer que pecó de ignorante! En cuanto al cofre, que encierra documentos importantísimos, ocúltalo, busca para él un escondrijo, en Francia, en las entrañas de la tierra... Hora y día llegará en que lo necesitemos. Entretanto, ¡que tu mano izquierda ignore dónde lo ha enterrado la derecha!

-Juro -dijo Brezé-, que nadie podrá saberlo. ¡Nadie!

-Cambia de ser, hijo mío. El que se me acerca, el que se me ofrece como verdadero amigo, debe ponerse el antifaz, sepultarse en la sombra, vivir en el misterio. Como que yo soy todo misterio, misterio profundo... Aquí tienes mis pistolas: están cargadas. Y... hasta tu vuelta, porque supongo que en primer lugar querrás poner a salvo este depósito, que ya en mi poder corre riesgo. O mejor dicho, hasta Calais, donde estaremos sin falta dentro de una semana, en la posada del Pez Rojo, Amelia y yo. No volvamos a reunirnos en Londres; es probable que nos espían.

-Donde yo guarde ese cofre en Francia no lo descubrirá un zahorí -respondió Renato-. Antes de marcharme, que me sea permitido besar la mano de mi novia.

-Ve y habla con ella libremente.

Las once de la noche serían cuando Renato cruzó otra vez la plaza solitaria. Acercose al square, curioso de ver si quedaban rastros de la lucha. Estaba desierto, pero al pie de un árbol vio relucir algo y lo recogió: era el cuchillo, un cuchillo ancho y corto, de los que usan los marineros para destripar el pescado. Al bajarse para alzar del suelo el arma, el cofre que llevaba apoyado contra el pecho cayó a tierra y botó en el tronco. Asustado Renato lo guardó dentro de la levita, abotonándola, y lo apretó con la mano para asegurarse de que no volvía a caer.

Al pasar la esquina para dirigirse a Willington Street, con objeto de tomar un cab, no vio a dos hombres, los mismos de antes, guarecidos a la sombra de una enorme puerta cochera, y registrando desde ella todo lo que en la plaza sucedía.

-Ahí va el aprietagorjas -dijo el rechoncho con rencoroso acento, llevándose las manos a la nuez llena de equimosis y respirando mal todavía.

-Lleva un cofre -contestó el alto-. Sonó a metal... No irá vacío. ¿Se lo quitamos y le dejamos tieso?

-¡Majadero!, también llevará armas. Si no, no le hubiesen permitido salir.

-Va hacia Willingtons.

-Sigámosle como nos siguió él. Hay que saber quién es este mocito caído del cielo a mezclarse en lo que no le importa.

Y los dos bandidos, pegados a las casas, se deslizaron en pos del marqués de Brezé hasta que saltó en el cab y dio sus señas, por cierto en alta voz. Los perseguidores no necesitaron ni hacer el gasto de otro cab. Renato aún no sabía lo que es envolverse en el misterio. Iba embriagado de su larga plática con Amelia, y sólo pensaba en su dicha.


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Cuarta parte: I - II - III - IV - V - VI - VII
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Epílogo: Luis Pedro El destino de Giacinto - Un nieto de Enrique IV - El destino de Fernando