Misterio (Bazán): 38
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editarLas estancias del palacio real donde vamos a sentar el pie son las más alejadas del bullicio y del movimiento de la Corte. Diríase que se les ha comunicado la perenne severidad del carácter de la augusta persona que en ellas reside. Y es que las cosas se parecen a sus dueños; es que el alma humana, donde quiera, marca su huella peculiar, luminosa o sombría.
Lo primero que sobrecoge a quien pisa esos salones es un silencio absoluto. No parece sino que el ruido es algún delincuente, y que al respirar fuerte o hablar en tono natural se infringen las leyes de la etiqueta. Servidores, palaciegos, los pocos que piden audiencia -porque la alta y constante tristeza intimida hasta a los solicitantes-, tratan de ahogar las pisadas en las alfombras, de apagar y ensordecer el eco de la voz, de reprimir hasta la sonrisa, de velar hasta el brillo de los ojos, cuando se dirigen a la ilustre Duquesa, en otro tiempo Madama por antonomasia, y cada día más parecida a esas rígidas figuras orantes que velan sobre los sepulcros.
Atravesemos una fila de salas, cuyos cortinajes tasan la claridad, cuyos muebles están colocados con tal simetría solemne que parece que no han de moverse jamás de su sitio; crucemos el tocador de la Duquesa, su despacho, su dormitorio, y levantando una portera de tapicería, pasemos al reducido aposento que de oratorio sirve.
Sólo alumbra el lugar rica lámpara de plata, donde arden dos mechas empapadas en aceite aromático, y a su escasa luz se ve encima de un paño de terciopelo negro un gran Cristo de marfil, en el momento de expiar, cuando deja caer la cabeza sobre los hombros, como si balbuciese: «Todo está consumado». Al pie del altar, arrodillada en un reclinatorio sobre almohadones de terciopelo carmesí, una mujer reza fervorosamente, fijos los ojos en el Cristo.
Es la Duquesa; el reflejo de la lámpara cae de plano sobre su rostro y nos permite verlo.
Hermoso ha sido aquel rostro en la adolescencia, pero ya casi borró las huellas de los encantos el padecer.
Los cabellos, un tiempo rubio mate -el color de la familia- y tan copiosos, que se creía que Madama gastaba peluca, son ahora de un tono cenizoso, como entelarañado; la tez es amarillenta, y algunos pliegues ajan su seda fina; los ojos aparecen resecos, abrasados por llanto que no corre. Los labios los forma un trazo estrecho, amoratado: son labios que no besan ni ríen. Las manos, entrecruzadas por la actitud de la oración, algo demacradas, tienen la macilenta blancura de la cera. No es la edad la que causó tal estrago: deben de ser las melancolías y los pensamientos amargos como absintio que cobija la pálida frente.
Aún podría revestirse aquel semblante de peculiar belleza si irradiase en él la aceptación de la voluntad divina, esa confianza sublime con que los justos se dirigen al Salvador. Lejos de eso, lo que la fisonomía revela es un género de angustia especial, en que parece delatarse el torcedor de la conciencia, el remordimiento. La duda más cruel, la incertidumbre más penosa, descomponían las facciones de la dama arrodillada; se leía en ellas el terror de la fe, sin ninguno de sus celestiales consuelos. Los dedos de cada mano se hincaban en la otra; en los labios bullían entrecortadas palabras congojosas, insumisas... La admirable efigie del Cristo, sobre su negro fondo, creeríase que iba a alzar la caída cabeza, y la luz fugitiva y dudosa de la lámpara, al quebrarse en la escultura, contribuía a este efecto imponente.
Al fin, exhalando hondo suspiro, la dama se levantó; descruzó las manos y se pasó la derecha por la frente, como el que quiere desechar con un ademán molestos pensamientos. Acercose después a la lámpara, y desabrochando dos corchetes de su corpiño extrajo del seno un papel enrollado, una carta sin sobre. Miró alrededor, como para cerciorarse de que estaba sola, y desenrollando la carta, empezó a releer sus cláusulas elegíacas, empapadas en llanto de ternura y de humildad.
«Hermana muy amada mía: Perdóname si, dejando a un lado toda cortesana etiqueta, el cariño de un hermano que no te ha olvidado jamás dicta estas líneas, porque, sábelo: existo, soy yo, soy tu verdadero hermano...».
Aquí llegaba la dama de su lectura, cuando a la puerta del oratorio resonaron dos tímidos golpecitos, y una voz respetuosa murmuró:
-Señora...
La Duquesa se apresuró a volver a deslizar el papel entre los dos corchetes, que abrochó con mano insegura; dominó por un esfuerzo de la voluntad su turbación, y adaptó a su faz la máscara impenetrable que la cubría de ordinario.
Después, con lentitud, abrió la puerta y se presentó, manifestando fría extrañeza, ante la camarera, que empezaba a disculparse. ¡Era tan grave el continente de la Duquesa y tan atrevida la acción de interrumpir el recogimiento de sus rezos!...
-Su... Su alteza Real el señor Duque ha deseado ver con urgencia a Vuestra Alteza Real... y me ha ordenado que...
La Duquesa no movió un músculo del rostro; inclinó la cabeza en señal de asentimiento, y con andar de autómata salió al encuentro de su marido, que la esperaba de pie en el despacho, llamado así porque contenía un escritorio y estanterías con libros de devoción en su mayor parte, pero entre los cuales figuraban los clásicos franceses.
Al ver entrar a su esposa, el Duque hizo un saludo reverente, propio de alguna ceremonia oficial; al sentarse la dama, todavía se inclinaba el consorte, alto, de gentil y marcial apostura. Ella le dirigió una interrogación muda. Se comprendía inmediatamente la falta de expansión entre los esposos.
-Señora -dijo él, empleando el ceremonioso vos acostumbrado en su país entre gentes de su esfera, aunque las uniese el lazo más íntimo-, vengo a molestaros y lo siento mucho... Pero es indispensable... Vengo a hablar de política... al menos, de cosas que guardan con la política estrecha relación... Hace tiempo que rehuimos esta conversación, señora... porque no solemos andar acordes; vos me encontráis un poquillo... ¿cómo diré?, ¡liberal!, yo a vos un tanto... reacia, enemiga de concesiones y cerrada a las inevitables exigencias del siglo... Yo me inclino a pensar como el Rey y como Fernando; vos como nuestro buen padre... Pero, señora, pensemos como pensemos, queremos lo mismo. En el fondo existe armonía; suponer otra cosa me sería penoso...
-La concordia es efectiva -respondió al fin la Duquesa-. Tampoco yo podría sobrellevar la pesadumbre de un desacuerdo completo en materia tal. Para nosotros y para toda nuestra familia no hay ni puede haber más política que la restauración del bien, la pelea contra el dragón del infierno, la impiedad y la soberanía revolucionaria. Vos peleáis con armas ocultas; yo soy menos hábil, lucho de frente... o por mejor decir no lucho: ¡resisto! Resisto cruzada de brazos, de frente, y no retrocedería aunque viese avanzar sobre mí todo el poder del abismo.
-No en balde -advirtió con alarde cortés el esposo- dijo el Corso que erais el único hombre de la familia.
-Monseñor -protestó la Duquesa-, no repitáis semejante absurdo. El Corso mentía: la verdad hubiese abrasado sus labios. Aquí no hay príncipe que no sea un hombre, un paladín digno de su raza. Bien lo ha probado a expensas suyas aquel luciferino usurpador. Ni vos ni nuestro hermano Fernando ¡a pesar de sus debilidades!, habéis desmentido la sangre que corre por vuestras venas. Yo no soy más que una pobre mujer, cuyo único consuelo, en horas terribles, fue la religión, y a quien la religión enseñó a sufrir resignadamente, pero a no ceder, cuando el deber habla, aunque se arrostre el martirio. Mucho padecí... y no me engañan mis presentimientos: he de padecer mucho más -añadió alzando los ojos al cielo y con imperceptible temblor de su cuerpo todo, enfundado en la seda violeta del traje de medio luto, bordado de negro canutillo.
El Duque puso nublado gesto. El carácter tétrico de su esposa actuaba sobre él, cortando toda alegría, desde los primeros días de su boda de conveniencia, realizada con fines políticos y por obedecer a la última voluntad de los padres de Madama. Un poco de calor, un poco de ternura humana, hubiesen fundido aquellas almas, pero el encogimiento en el terreno afectivo era característico de ambos.
-Señora -respondió él-, en toda vida hay su fondo de amargura. Creemos tal vez que nuestro cáliz es el que más hiel contiene, pero cada cual conoce el suyo. Dios nos ha probado, es cierto... Valor, y sobre todo calma. ¡Mucha calma! Sangre fría y razón. Lo que hoy necesitamos debatir es una prueba más para ese corazón, ya tan coronado de espinas. Vuestra energía sabrá sobreponerse.
-¿De qué se trata? -preguntó la dama, trepidante de emoción bajo la capa de hielo.
-De algo muy penoso para todos... ¡Me refiero a los impostores que de algún tiempo acá pululan y, explotando circunstancias fatales que nadie ignora, pretenden hacerse pasar por el desventurado Príncipe que falleció en el cautiverio!
El rostro de la Duquesa se contrajo, y una palidez térrea se extendió por él, dándole semejanza con la mascarilla de una muerta.
-¿Era eso? -murmuró débilmente.
-Eso -articuló el Duque-. Eso; esa vil comedia, esa farsa reprobable, que puede, noble amiga, ser explotada de una manera peligrosísima por los adversarios de la buena causa y del trono.
-Deseo explicaciones completas -advirtió la dama, que empezaba a recobrar su presencia de ánimo.
-Sí, a eso vengo... Mi propósito es preveniros. No os oculto que el Rey en persona, y nuestro padre también, me han dado esta comisión, pues recelan los efectos de la sorpresa, favorable a los intrigantes. No quiere, Su Majestad, ni quiere nuestro buen padre, que sufráis el menor disgusto; ansían evitaros preocupaciones, y que este incidente no provoque sino vuestra indiferencia y vuestro desdén.
La Duquesa sacó del bolsillo un pañuelo y se lo pasó por los ojos y la seca boca, donde revolvía la lengua con sabor a acíbares.
-Sin género de duda -prosiguió su marido y primo-, la historia y la suerte del infeliz Príncipe han trastornado algunas cabezas. La ambición y el delirio de grandezas se despertaron en varios individuos, empeñados en hacerse pasar por él. Un tamborcillo austríaco, para que no le castigasen, declaró ante el Consejo de guerra que era vuestro hermano; otro mísero, después de recibir una herida en la cabeza que le privó del juicio, dio en igual manía, y tales extravagancias ha cometido, que fue preciso encerrarle en Bicêtre. Un mozo de este mismo hospital, llamado Fontolive, le ha disputado ese honor, y no faltaron incautos que le facilitasen dinero. Un jorobado, ex-pasante de notario, le sigue, y en compañía de otro insensato, ex-diplomático, va a parar a Bicêtre igualmente. Hay un Dufresne que enseña en el muslo derecho el tatuaje de una flor de lis. Hay otros innumerables, incluso uno que viste de mujer... Recontarlos sería como recontar las arenas de una playa. ¡A veces, locuras epidémicas contagian a toda una generación! Pero sólo hablaré de los más audaces y que tratan de dar mayor verosimilitud a su ridícula comedia. Existe un cierto Fruchard, hombre inteligente y resuelto; el hijo de un sastre, Hervagault, mozo de cuenta, que sabe lo que se hace; un Maturino Bruneau, zuequero en Vezins, impostor muy popular... y un supuesto barón de Richemont, más peligroso todavía, porque ha recibido educación, tiene buenos modales, está versado en historia, y conozco caballeros y realistas sincerísimos que se han puesto de su parte resueltamente...
La Duquesa, que escuchaba con sostenida atención, fijó en su marido los inquisidores ojos, cuyo mirar de acero cortaba cual la hoja de un cuchillo.
Al ver que el Duque se detenía, como si recelase continuar, ella murmuró:
-Y... ¿qué más?, ¿se acabó la lista de falsarios?
-No -repuso el Duque, haciendo un esfuerzo-. Otro hay, que sale a la superficie estos días... Le protegen ¡es increíble, señora!... le protegen y le patrocinan gentes de quienes yo nunca lo hubiese creído a no verlo. Por ejemplo: ¡Renato de Giac... un joven a quien juzgábamos tan leal, tan caballero... tan adicto! Su madre, la Roussillón, está inconsolable, y ya ni le ve ni le trata. Un Larochefoucauld... madama de Rambaud, la que mecía la cuna de vuestro hermano... los Marco de Saint-Hilaire... el marqués de la Feuillade... la marquesa de Broglio Solari... Una legión.
-Pero, en fin -insistió con voz incisiva la Duquesa-, ¿quién es ese impostor? ¿De dónde viene?
-Viene de Inglaterra. Se ha criado en Prusia. Es un oficial mecánico, llamado Guillermo Dorff...
Los dientes de la Duquesa castañetearon. Sus labios se agitaron como si volviese a rezar, como si se dirigiese al Cristo y le viese destacarse, a la luz de la lámpara, sobre el negro paño. Echó atrás la cabeza, que osciló en el respaldo del sillón, y el esposo, asustado, se inclinó para socorrerla con un frasquito de sales inglesas, pues parecía próxima a desvanecerse.