Misterio (Bazán): 19

Misterio
Segunda parte - El cofrecillo

de Emilia Pardo Bazán


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Y continuaba el relato:

«Uno de los hondos arcanos de mi destino es el que se relaciona con la personalidad de aquel Dorff, en cuya piel entré sin casi advertirlo, y que a pesar de verme tan derrotado, tan miserable de aspecto, tan sospechoso; hallándome indocumentado y no pudiendo -al menos así lo creí- suponer quién era yo ni remotamente, me facilitó sitio y lado en su coche, me hizo advertencias, me dio consejos y llegó al extremo de entregarme su propio pasaporte... como si él no lo necesitase, allí donde tanto vigilaba la policía. ¿Qué nuevo misterio encierra este episodio de mi azarosa existencia? Mi homónimo parecía hombre de experiencia y muy ducho; representaba unos cuarenta y pico de años, y sólo dijo de sí llamarse Guillermo Dorff y ser natural de Weimar. ¿Ocultábase bajo apariencias corteses y humanitarias un polizonte? ¿Me seguía la pista, pronto a influir en mí para imponerme un estado civil que me sujetase como una cadena? Si ningún interés le movía, ¿se explica que se despojase de su pasaporte en favor de un desconocido? ¿A qué atribuir la lenidad de la policía permitiendo que el pasaporte de un hombre calvo y de cuarenta años sirviese para mí que tenía veinticinco y el cabello abundante, ensortijado y rubio? ¿Cómo es que, cuando más adelante traté de descubrir en Weimar a mi bienhechor, no sólo no encontré rastro de él, sino que me dijeron que de ningún sujeto de ese apellido constaba que existiese en la ciudad ni en el registro de las parroquias?

Todo esto lo vi después, fui reflexionando acerca de ello poco a poco; pues entonces, en pos de tantos y tan horribles males, lo único que me dominaba era la embriaguez de verme suelto, dueño de mis acciones por primera vez en la vida. ¡Ah!, ¡si hubiese estado en mi mano correr el velo del porvenir, si presintiese mi suerte futura, qué impulsos de morir me acometerían! Pero el velo tupido y dorado de la ilusión, el velo de Maya, envolvía mis ojos, y unos cuantos días -Teresa, asómbrate- viví y fui feliz.

Unos cuantos días, repito, porque mis recursos se agotaban y urgía buscar una solución. La policía vino al Hotel del Águila Negra, donde me alojaba, a enterarse de mis propósitos y si contaba detenerme más tiempo en Berlín. Alegué mi pasaporte entregado a la autoridad cuando entré en la capital: así reconocí aquel documento y acepté la personalidad ajena que había venido a ingerirse en la mía. No me era dado hacer otra cosa; el destino me arrastraba. La policía se conformó, y me entregaron una cédula autorizando mi residencia en Prusia. Quise entonces poner por obra mi resolución de sentar plaza. Pero cuando me dirigí al comandante del regimiento que había elegido, encontré la repulsa más fría: ‘Su Majestad el rey de Prusia -me contestaron- no admite en las filas extranjeros’.

Humillado y desalentado, en el trance de no tener para subsistir, recordé mis únicos estudios y me establecí de relojero. Ahí tienes las señas de mi relojería, Teresa: Schützenstrasse, 52. No me faltaron parroquianos; pude aletear. Pero el corregidor de Berlín, a pretexto de no haberme autorizado, me llamó a su presencia; me dirigió mil preguntas, en un interrogatorio de criminal; averiguó si pensaba establecerme en Berlín y por cuánto tiempo, y me exigió mi partida de bautismo y un certificado de buena conducta de la última residencia. Era gravísimo apuro: ninguno de esos documentos poseía. La vida en las ciudades tiene sus luchas y sus conflictos, diferentes de los que había conocido en la errante y vagabunda. Se parecen en que, para quien se halla en mi situación, las reglas morales y las preocupaciones de corrección y dignidad que rigen la conducta de los seres que se encuentran dentro de la ley son letra muerta, forzosamente, sin que valgan a remediarlo los dictados del honor ni los esfuerzos de la voluntad. Cuando se ve un hombre en las circunstancias en que yo me vi, créelo, Teresa, se olvidan esas leyes convencionales que la inmensa mayoría acata. ¡El honor! El honor es un lujo para ricos y poderosos; el pobre, así como ha de contentarse con un vestido sucio, roto, grasiento, que ha estado sobre el cuerpo de otra persona, ha de avenirse a mil transacciones en ese capítulo del honor y acomodar su vida al molde de la necesidad, diosa de bronce que nos aplasta.

Así, pues -¡oh ilustre Princesa, vástago de la rama real tronchada por el huracán!-, conviene que sepas como yo, tu hermano, tuve que resignarme -¡qué digo resignarme!-, creerme afortunado porque cierta mujer, amiga de aquel Dorff que me había facilitado mi pasaporte, a la cual él me había presentado dándole nombre de hermana, y que no lo era, me salvó no sólo poniéndose al frente de mi casa y administrando con orden y desinterés mis escasísimos recursos, sino sugiriéndome la idea de que, para poder vivir al amparo de la ley en Berlín, debía dirigirme al señor Le Coq, que era francés y desempeñaba el puesto de Superintendente general de policía en el reino de Prusia. Así lo hice: escribí a Le Coq; le enteré de todo, de mi origen, de mis luchas, de mis vicisitudes, de cuanto había de terrible y dramático en mi historia. Vino él a verme, me sometió a intencionadas preguntas y me pidió pruebas de mi identidad. Yo poseía dos tesoros, dos grupos de documentos y testimonios que eran mi vida. El uno, acaso el más importante, oculto, nunca sabrás dónde; porque esos documentos son mi última esperanza, mi postrer áncora, y mientras los posea ¡seré yo mismo! El otro, cosido por Montmorín en el interior del cuello de una levita raída, mi único vestido durante el tiempo de mi vagancia. Presenté estos, que eran cartas de nuestra madre, el sello de nuestro padre, y el polizonte, asombrado -al menos creí advertirlo- me dijo que el asunto era de suyo tan grave, que él necesitaba recibir instrucciones superiores, consultar despacio con el mismo Rey. Al otro día volvió y pidió que le confiase mis documentos para enseñárselos al monarca. Se oprimió mi corazón de miedo; me arrepentí de haber hablado, pero hube de acceder: me desprendí de los papeles, en aquel instante mi única salvaguardia, y sólo conservé un trozo del sello de nuestro padre, cortado en zigzag, que guardé como reliquia. ¡Inadvertencia funesta! Desde que me descubrí, volvió una especie de fatalidad, un poder siniestro y oculto -la policía- a no apartar de mí sus ojos inquisidores. Jamás pude recobrar los documentos; jamás logré ni conjeturar qué opinión formaba de ellos el rey de Prusia, y, saliendo de la sombra, un dedo de hierro me señaló la ruta; una fuerza incontrastable me empujó robándome toda iniciativa, diciéndome: ‘de ahí no pasarás’; confinándome, moralmente, en otro agujero negro donde me pudriese sin dicha, sin paz, sin honra, sin gloria y hasta sin nombre.

Empezaron por expulsarme de Berlín. ‘Corre usted peligro aquí -díjome Le Coq-. En la capital, los magistrados no pueden cerrar los ojos si usted no produce documentos justificantes en relación con su pasaporte. Establézcase usted en algún pueblecito de las cercanías, pero precisamente, ¿lo oye usted?, bajo el nombre de Dorff’. ¿Entiendes, Teresa? ‘Bajo el nombre de Dorff’... Otro calabozo, otro ataúd, otro nombre ajeno, de un desconocido, ¡acaso de nadie! Y para envolverme en el sudario y clavarme en este nuevo féretro todo se me facilitó: se me dio un resguardo, se me entregó un rollo de oro, se me encargó muchísimo que me embozase y arrebujase bien en el prestado nombre, a fin de sustraerme al poder del Corso, cuyo enojo en modo alguno se atrevía a arrostrar el gobierno de Prusia. ‘Cuando pidan a usted sus papeles diga siempre lo mismo: que han quedado en manos del Superintendente de policía de Berlín, y que a él debe dirigirse la autoridad municipal’. Con esta consigna me trasladé a Spandau, el pueblo de la ceñuda fortaleza cuyos muros lame el Spree... Allí retirado esperaba encontrar la paz. ¿Qué menos cuando se renuncia a todo, cuando se abdica?

Al interrogarme el burgomaestre de la pequeña ciudad respondile con arreglo a lo que se me había ordenado.

Pobre despojo que apenas respira y sólo tiene el instinto animal de ocultarse, yo mismo soldaba la argolla de mi cadena. ¡Si viviese el leal Eugenio no me lo hubiese consentido! La respuesta obró como un talismán: sin otras indagaciones (a pesar de que allí se practicaban bien minuciosas) se me confirió el derecho de burguesía, se me inscribió con mi nombre postizo en los registros de la silla y bajo la garantía de un sencillo certificado de buena conducta expedido por el Superintendente de policía Le Coq; así, a espaldas de la ley, realmente indocumentado (pues el derecho de burguesía no puede ser conferido sino después de diez años de residencia y mediante presentación de la partida de bautismo), yo, a quien habían matado civilmente al enterrar un féretro vacío, resucité civilmente convertido en otro, de un modo tan irremisible que a veces se me figura, como ya te habré dicho, que lo demás era sueño y que sólo ha existido, con real existencia, el mecánico Guillermo Dorff. No se recuerda en Prusia otro caso de derecho de burguesía conferido de orden superior, ¡sin justificantes!

Eché, pues, el ancla en Spandau, creyendo aplacada la tormenta. Aquí -pensaba- vegetaré lejos de todo; aquí expiaré en silencio, en las filas del pueblo, trabajando. La voluntad que nos guía y dirige, sin que lo advirtamos, ha decretado que esta sea mi penitencia: confundido entre los pobres, ganando el pan con mi sudor. Obedezcamos.

Instalé mi modesta tienda de relojero y me dediqué al oficio. Días tranquilos se deslizaron para mí. No sólo había heredado el nombre del supuesto o efectivo Dorff, de Weimar, sino también el incondicional afecto de aquella mujer a quien él hizo pasar por su hermana y a quien yo, para prevenir curiosidades y habladurías, atribuí el mismo estrecho parentesco. Así vivía, melancólico, resignado, avergonzado, misántropo, sin más aspiraciones que la paz. ¡La paz! Europa ardía en guerra. Sin cesar; por aquella plaza fuerte que sólo dista 14 kilómetros de Berlín, pasaban regimientos franceses dirigiéndose a la frontera. Al oír el ruido de mis pasos, el choque de sus armas, un temblor interno me sacudía. Presentía que ya iba declinando el formidable poder del Corso, y entonces... ¡oh, Providencia!, ¿quién conoce tus designios? La traidora esperanza, el secreto anhelo de recobrar mi nombre y mi puesto en el mundo, agitaban otra vez mi espíritu, no obstante la visita que por entonces me hizo Le Coq, y en la cual volvió a encargarme reiteradamente, bajo amenazas, inviolable secreto. Bien pronto la realidad me llamó con voz dura. Fue la ciudad asediada por los rusos, sosteniéndola un refuerzo de tropas polacas que trajeron el contagio de la fiebre amarilla. Debilitado por las privaciones, el azote cayó sobre mí; a mi cabecera se instaló resuelta la pobre mujer que me servía de única familia en el mundo. Mientras yo me consumía de calentura, las bombas devastaban la villa abrasándola por los cuatro costados. Milagrosamente se detuvo el fuego en la casa que habitaba. Digo milagrosamente, porque ardieron todos los edificios, absolutamente todos, que la circundaban. Cuando después de haber pisado los umbrales de la muerte recobré el conocimiento y me consideré fuera de peligro; cuando los atemorizados habitantes de Spandau pudieron pensar en reedificar sus casas, de las cuales sólo quedaban calcinados escombros; cuando me reanimaron las noticias de cómo se eclipsaba la estrella del Corso y la ilusión me llevaba a fantasear un porvenir, creyéndome perdonado por la implacable fortuna, vinieron a caer sobre mi cabeza como doble golpe de férrea maza de armas dos sucesos: el primero, Teresa, fue la subida al trono de nuestro tío, el usurpador, el hombre de la traición y del fratricidio; el otro... el otro, aún más cruel... ¡tu boda con nuestro primo el Duque; boda que te acercaba al trono, que te hacía cómplice, interesada y dócil sierva de las voluntades de nuestro tío! ¡Y sin embargo, ni él ni tú ignorabais mi evasión, mis desdichas y mi existencia: de todo debíais hallaros informados por mil conductos, por el rumor público, por los papeles sorprendidos en las casas de los revolucionarios franceses, por Barras, por Josefina, por Pichegru, por documentos pertenecientes a los papeles secretos del mismo Corso! A fin de que no pudieseis alegar ignorancia os escribí entonces: a nuestro tío una carta breve, a ti una tierna y fraternal. Un francés que pasaba se encargó de depositarlas en el correo en sitio seguro. Supongo que llegaron a su destino las dos. No podrás negarlo en la divina presencia de Dios, a quien de continuo invocas y que te exige como primer señal de respeto la santa verdad».


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Epílogo: Luis Pedro El destino de Giacinto - Un nieto de Enrique IV - El destino de Fernando