Ángel Guerra (Galdós)/095
VIII
editarPor la noche, equilibrado su espíritu, consideró el caso como un fenómeno mental muy en consonancia con la vida que hacía. Pero no dejaba de pensar en él. Después de las nueve, volviendo de la casa de D. Tomé, en medio de una gran obscuridad, vio delante de sí al clérigo, andando a distancia como de veinte pasos. Al principio dudó si era la imagen que en la Catedral había visto; pero pronto la tuvo por la misma que calzaba y vestía, el propio hijo de doña Sales con teja y manteo. «Me reconozco -pensó-; soy yo mismo; es mi aire, mi andar». Si aceleraba el paso, el clérigo también iba más de prisa; a veces se le perdía en las obscuridades proyectadas por las paredes de San Juan de la Penitencia; a veces, pasando bajo un farol del alumbrado público, veíale tan claro, tan claro, que todas las dudas se disipaban. Dio el fantasma la vuelta de la Cuesta de San Justo, y al ir hacia la devota imagen de Cristo que en el ángulo de la parroquia se venera, cantaba en voz clara el gradual Christus factus est pro nobis obediens usque ad mortem. «Es mi propia voz -decía Ángel, casi sin aliento-. Y ¡qué casualidad! ese mismo gradual lo canté yo esta tarde en la lección del Seminario; luego lo he repetido durante todo el paseo, y paréceme que ahora mismo, sin darme cuenta de ello, repitiéndolo estoy».
Al llegar junto al Cristo, ya no vio más al clérigo, y tan sobrecogido estaba, que se arrodilló un ratito con intención de rezar. Otra noche, entrando por el callejón del Toro, que es el paso más breve para la calle del Locum, sintió pisadas que venían hacia él. Arrimose todo lo que pudo a la pared, pues resulta bastante difícil el cruce de dos personas en aquel estrechísimo conducto, más bien camino de topos que de cristianos. Aunque la obscuridad era densa, como de viaje subterráneo, Guerra vio claramente su propia personalidad vestida de sacerdote, y cuando se encontraron, detuviéronse ambos, por la imposibilidad de salir de allí sin que uno de los dos retrocediera. Vio su cara como si se hallara delante de un espejo que tuviese la virtud de limpiar de barbas el rostro. Los ojos, la mirada, la expresión, el aliento eran los mismos. El fantástico presbítero le puso ambas manos en los hombros, y él puso las suyas con confianza enteramente autopersonal en los del otro. A un tiempo y con una sola voz dijo el clérigo al seglar, y el seglar al clérigo: «domine, ¿quo vadis?»
Y en el mismo instante, Ángel sintió un golpe en el cráneo, y despertó en el sofá de su cuarto de la calle del Locum. Apoyada la cabeza en la palma de la mano, ésta hubo de deslizarse, y la cabeza rebotó contra el duro brazo del mueble.
«Ha sido sueño -se dijo-. Pues otras veces no lo fue, porque despierto y bien despierto estaba.
Tres días después, la misma historia. A eso de las ocho de la mariana viole pasar por la calle de San Marcos en dirección como de San Cristóbal... Pronto se le despareció, dejándole confuso. «Sin duda -se dijo-, voy a celebrar en el Socorro». Y aquel mismo día, cansado de dar vueltas, se metió en Santa Isabel, y sentándose en el banco próximo a una de las rejas del coro, se quedó como en éxtasis, es decir, que perdió la noción del tiempo, y aun la del lugar en que se encontraba. En medio de aquella vaguedad soñolienta se le presentó su misteriosa imagen, saliendo de la sacristía y avanzando hacia él con decidido paso. Sentose a su lado, y en tono de reprensión amistosa le dijo: «¡Tú aquí tan tranquilo, rondando monjas, mientras nuestro buen amigo D. Tomé se muere! ¿No sabes que cayó gravemente enfermo hace dos días y que los médicos dicen que no la cuenta?». Restregose Ángel los ojos, y salió de la iglesia como alma que lleva el Diablo, pensando así: «Pues sueño no es, que bien despabilado estuve... Como que vi a la monja sacristana recogiendo las ropas por el cajón del coro. Bien claro lo vi... no tengo duda».
Fue corriendo a casa del capellán, y en efecto, el pobrecito había caído con una gástrica, que pronto degeneró en tifoidea de las más malignas. A Gencia y Anchuras se les podía ahogar con un cabello, tan afligidos estaban con el triste pronóstico que hizo el médico aquella misma mañana. «Luego no fue sueño -pensaba Ángel, razonando la última aparición de su yo clerical-. Y lo demuestra el haber resultado cierta la enfermedad de este bendito... Luego yo existo en otra forma, soy un ser doble, soy una proyección de mí mismo en el tiempo futuro...» No tardaron en apuntar en su mente algunas dudas, que se diseñaron mejor al poco rato, porque dio en sospechar que Teresa Pantoja le había dado cuenta la noche antes del grave mal de D. Tomé. «Hay en mí como un eco apagadísimo de la voz de Teresa contándomelo... No lo puedo asegurar; pero tampoco puedo negarlo. Es fácil que Teresa me lo dijera, y que yo lo oyese con poca o ninguna atención. No me enteré; pero en mi cerebro quedó como un dato suelto, caído, que después, al revolverse las ideas, asoma por donde menos se piensa, y lo ve uno y... De alguna manera tuve noticia del hecho, y me lo recordé mediante el fenómeno ese del dualismo... Y en último caso, ¿a qué devanarme los sesos indagando lo que hoy no es accesible a mi razón, mientras tengo delante un hecho real que reclama toda mi energía?».
Pronto echó de ver que su amigo estaba mal cuidado, pues los tíos, principalmente la señora Gencia, tenían más fe en supersticiones y artes charlatánicas que en la ciencia médica. Guerra fue a ver al Deán, protector decidido de D. Tomé; el buen señor se trasladó lo más pronto que pudo a la calle de los Doctrinos, y enterado de las condiciones deplorables en que el enfermo se hallaba, propuso que se llamase a una hermanita del Socorro.
Las aficiones de Anchuras al arte pictórico tomaron un vuelo colosal, y sus ratos de ocio, que eran muchos por estar en reparación aquellos días la fábrica de curtidos, dedicábalos al manejo constante de brochas y pinceles. Sintiéndose agitado del numen divino, quiso que su vivienda fuese digna de las visitas de los rebuscadores de rarezas, y no se le ocurrió nada mejor que pintar de amarillo y rojo todo el gracioso ornamento de las dos ventanas del patio, esmerándose en las bichas y en los flameros para que destacaran bien. En las habitaciones altas cubrió con lechada de cal hasta las vigas añosas, de un precioso tono de melaza con vetas de carey, y no pareciéndole bien el azul pálido, al temple, de puertas y ventanas, les arreó dos manos de verde de persiana, al óleo, sin reparar que en la estancia donde así desplegaba su genio artístico dormía el pobrecito D. Tomé. Entre humedades de cal, y colores frescos de aceite pasó el bendito capellán noches y días sin chistar, insensible a los accidentes de la naturaleza física, e incapaz de protestar contra las molestias aunque las notara.
A mayor abundamiento, Gencia tenía instintos prenderiles y una predisposición genial al acopio de restos, desperdicios y menudencias. Aprovechar quiso su estancia en Toledo para reunir cuanto trasto viejo cayera en sus manos, con objeto de escoger lo utilizable y llevárselo a su residencia de Erustes. Lo mismo se traía a casa la mitad de un anafre que una silla con sólo dos patas, un paraguas sin tela que una muñeca descabezada. Todo lo recogía y apilándolo iba en la sala baja y en el patio, sin perjuicio de clasificar y apartar el género con criterio genuinamente mercantil. De semejante morralla pensaba sacar partido en Erustes, en Cebolla o en el mismo Talavera, vendiéndola a buen precio. Con el trabajo crecía y se afinaba la afición, tentándole la codicia y acariciando la idea de traficar más en grande, por lo cual, a los pocos días empezó a traer trapos de diferentes telas, cascos de vidrio, fragmentos de hierro de todas clases, huesos no enteramente mondados de carne. «Yo creo -dijo a Guerra el señor Deán, al salir, echando una ojeada de repugnancia sobre aquellas improvisadas Américas-, que esto es muy malsano, y que hay aquí, con los pinceles del uno y los trebejos de la otra, bastante veneno para inficionar a media humanidad.
Tan trastornado estaba el enfermo por la fuerza de la calentura, que a nadie conocía. Su boca habíase vuelto negra; sus dedos no cesaban de pellizcar las sábanas, y a ratos deliraba espantosamente, queriendo echarse del lecho. Frecuentes hemorragias agotaban sus fuerzas, y el delirio versaba entonces sobre historia de España para niños. Su amigo Ángel era D. Fernando el de Antequera, el con de D. Julián, o Recesvinto en persona, y su tía Gencia doña María de Molina, o la propia mamá de San Fernando. Preguntábales su significación histórica, con las mismas fórmulas de catecismo del Epítome que había compuesto. Anchuras, al darle friegas en el espinazo, oyose interpelar de este modo: «Y qué hizo usted, Sr. D. Alonso, después de lo del Salado?».
Ángel tuvo con los dueños de la casa más de una reyerta, porque Gencia porfiaba que el más eficaz remedio de la calentura era un escapulario dentro del cual se introdujera bien dobladita la oración de San Casiano, y que al exterior tuviera el aditamento de la muela de un difunto. Igual fe tenía en los exorcismos y proyecciones de vaho sobre la boca, pecho y estómago del enfermo, marcando al propio tiempo cruces, con la punta del dedo mojado en aceite de una lamparita que hubiera estado encendida tres viernes delante de cualquier estampa de la Virgen.
Felizmente, llegó por la tarde la hermanita del Socorro, una tal Sor Facunda, madrileña, y desde entonces tuvo D. Tomé la esmerada asistencia que su acerbo mal exigía. El buen amigo se pasaba allí largas horas del día y de la noche, observando el proceso terrible de la enfermedad, que a los siete días de iniciada llegó a tomar un carácter aterrador, excluyendo toda esperanza. Un lunes por la mañana salió para ir a su casa, llevando la seguridad de que a la vuelta encontraría difunto al capellancito. Al regreso encontrose con una novedad que le causó gratísima sorpresa, mejor dicho, con dos novedades: la primera fue que en vez de Sor Facunda estaba allí Leré. La superioridad las había cambiado de casa. La segunda era que D. Tomé vivía.
«Milagro, milagro -dijo Guerra si poder contener el júbilo que se desbordada en su alma-. Contigo ha venido Dios a esta casa, y por entrar tú, ya el enfermo parece otro. Satanás te tiene miedo, y en cuanto te ve, recoge sus bártulos, enfermedades y pestilencias, y sale como un cohete.