Ángel Guerra/120
II
editarDejó pasar Casado el buen efecto que en los dos escuchantes produjeron las exaltadas razones de Guerra, y prosiguió luego su analítica información. «Pues ahora, mudémonos el sexo. Ya no soy quien soy: ni pordiosero de las calles, ni perdulario ni asesino, y me convierto en señora. Supongo que en lo fundamental regirá del lado de las mujeres la misma ley que del lado masculino. Vamos, que las hermanas viven en celdas, y abandonan su cuartito y su cama a la primera mujer que llega de la calle; que comen en un gran refectorio, cuyos puestos ocupan hasta que...
-Exactamente.
-Y del lado femenino habrá niños de pecho, otros ya crecidillos, y no faltarán biberones para los primeros y escuela para los segundos. Todo ello se cae de su peso. Pero vamos allá: figurémonos que yo soy una mujerona de rompe y rasga, que creyéndome arrepentida, o estándolo de veras, o fingiéndolo, me meto en la santa compañía de estas señoras; y una vez que me albergan y me llenan el buche, me sublevo, y empiezo a echar veneno de mi boca inmunda, y la emprendo a trastazos con las santísimas hermanas...
-Don Juan (Interrumpiéndole.) ¡Si hoy tiene usted congregaciones destinadas a domar mujeres de mala vida, y las monjas se desenvuelven muy bien de todos esos peligros! Empiece por tener en cuenta el efecto moral de la simple convivencia con personas que son la pureza misma. Claro que a lo mejor salta un disgusto... Hay hijas de muchas madres... Pero verá usted como no ocurren tragedias ni en el lado de los hombres ni en el de las mujeres, y que por un caso de ineficacia de los medios evangélicos, habrá mil de reconocido triunfo contra el mal. Lo único que debo añadir es que en esta Casa de Dios se prohíbe castigar al prójimo aun en defensa propia. El o la que recibe algún ultraje de palabra o de obra, se aguanta y espera más. Se ha dicho «no matarás», y hay que cumplirlo a la letra.
-No es que me parezca mal. Yo voy poniendo objeciones, para que usted, al contestármelas, presente rodeadas de claridad las ideas que constituyen su fundación. Soy aquí lo que se llama el abogado del diablo en las controversias o juicios contradictorios de canonización. Ya comprendo mejor el sentido genuinamente cristiano que ha de tener eso, que yo llamaría Domus Domini, si no se ha pensado en otro nombre mejor. ¿Qué tal? ¿Acepta el título? Me alegro. Alguna parte he de tener yo en obra tan grande. Y ya veo que por ley de retórica popular, van ustedes a llamarse doministas... En fin, bastante hemos hablado ya los del lado masculino. ¡Qué bien nos vendría que Sor Lorenza nos dijera su opinión! Porque ella, ahí donde usted la ve, con su boquita cerrada y su aire de angelical ignorancia, tiene mucho talento, y de fijo se calla muy buenas cosas. Pero no vale; las tiene que decir.
-¿Yo? D. Juan, (Con timidez graciosa.) ¿pero cómo quiere que yo hable delante de dos personas de tantísimo talento? Déjenme oír y callar y aprender, que mucho aprende quien poco sabe.
-Vamos, que no se atreve. Pero yo le adivino el pensamiento y voy a expresarlo por ella. La hermana Lorenza piensa que si Domus Domini se establece con la aprobación pontificia, y a falta de ella con la del superior inmediato, a las socorristas les faltará tiempo para convertirse en doministas, y ella será la primera que vaya. ¿Acierto?
-Sí señor.
-Pero Sor Lorenza cree que el proyecto es demasiado vasto, que abarca mucho...
-Un poquitito grande me parece -dijo Leré soltándose como con andadores-, pero eso no me quita las ganas de entrar. Ni el exceso de trabajo ni el peligro me acobardan... A mí no me asusta la grandeza más que por una cosa: porque sea un inconveniente para la aprobación; vamos, que a los superiores les parezca el dominismo demasiado largo de talle y digan: «a recortar, a simplificar», y en esto de si se recorta o no se recorta, se pase el tiempo y no se haga nada.
-No -dijo Guerra con gran vehemencia-, el miserable expedienteo no entorpecerá esta obra.
-Apláquese -indicó Casado, poniéndole la mano en el hombro-; la hermanita se ha expresado con grandísimo sentido; y ahora voy a permitirme declarar una cosa que la Sor tiene entre ceja y ceja, y que no se atreve a decir.
-Don Juan - manifestó Leré, soltando briosamente los andadores y lanzándose a la expresión animosa de sus ideas-, no se tome ese trabajo. Yo lo diré, pues nada importa que resulte un disparate.
-¡Ay, cómo se suelta la muy charlatana! Pues no quiero cederle la palabra, y yo seré quien lo diga, que derecho tengo a ello por el trabajo que me ha costado adivinarlo. Me llamo Juan Claridades. A la Sor le parece mal que los dos sexos vivan en un mismo edificio... y no venga usted con eso de que son alas... ¡qué alas ni qué música! ¿Dejarán de estar próximos, y de verse continuamente? Esas arcadas que según el arquitecto separan a las soresde los frates, me parecen a mí... vamos, no me atrevo a decirlo... Arcaditas, ¿eh? Usted no ha oído que entre santa y santo pared de cal y canto?
-Don Juan -dijo Guerra nervioso, mascándose el bigote-, si cree que debemos ser esclavos de la vulgaridad y de las rutinas...
-Pero hijo mío, si la vulgaridad y las rutinas son una segunda atmósfera dentro de la cual respiramos, fuera de la cual es casi segura la asfixia. Ya sé yo que en principio es hermosa la aproximación, la fraternidad entre caballeros cristianos y señoras cristianísimas. Pero usted no cuenta con la vocinglería del mundo, con eso que... Vamos, aquí sale también la realidad, que a usted le parece tan complaciente, y que yo tengo por persona de muchas esquinas, a quien hay que mirar mucho antes de meterse con ella.
-Mire, D. Ángel, venga acá, oiga -dijo Leré con las formas de persuasión más encantadoras-. A mí no me asusta que los hermanos estén tan cerca de nosotras, ni hago maldito caso de las arcadas. Ponga usted una muralla de la China o un hilo de seda; lo mismo me da. Pero el mundo es muy malicioso... Ya, ya le veo venir. Usted, con el no importa, lo resuelve todo. Tratándose de la conciencia, está bien el no importa. Yo digo: «que hablen de mí lo que quieran; no miro más que a Dios». Pero aquí se trata de dar forma a un edificio que al público pertenece, y que de él y de la confianza de todos ha de vivir después, y no podemos estrenarnos escandalizando a ese mismo público. ¿Qué necesidad tiene usted de que la gente desconfíe y se ría de los doministas, y haga mil catálogos? ¿No será lástima que por ese detalle le nieguen la aprobación, y se quede con sus proyectos muertos de risa, sin poder realizar todo el bien que traen consigo?
-Declaro -afirmó D. Juan con entusiasmo, batiendo palmas-, que esta Sor tiene más caletre que un concilio. ¡Qué bien dicho y con qué poquitas palabras!
Guerra, un tanto desconcertado, no sabía qué razones oponer a las de su amiga, la cual impávida prosiguió de esta suerte:
«Don Ángel, créame a mí. Modifique esa parte importante. No se alucine con la idea de la unidad: deje la unidad para lo esencial, y en la forma transija. Fuera esas alas y esas arquerías. En el edificio de Turleque y Guadalupe pónganos a nosotras solas. Encárguenos los ancianos y los niños, y los enfermos incurables; échenos todo el trabajo que quiera. Pero a los hermanos se los lleva usted lejos, cuanto más distantes mejor. ¿No tiene usted otra finca que llaman la Degollada, en el monte que fue de la Sisla? Pues allá planta usted su casa de varones, y establece en ella la regla dominista en la forma proyectada. Ellos en su casa, nosotras en la nuestra, y Dios en todas partes. De este modo el proyecto nace vivo. De la otra manera me temo que nazca muerto... o moribundo».
Conticuere omnes. El primero que rompió el largo silencio fue Casado, diciendo a su amigo con un poquito de sorna:
«¿Lo ve usted?... ¿se convence ahora?»
Ángel no se convencía; pero no hallaba en su mente ideas ni palabras para contradecir a la doctora. Porque ante los juicios de ella sus juicios enmudecían avergonzados, como el rústico que es llevado ante la majestad de un rey. Polemista valiente y flexible, habría destruido con facilidad tales objeciones si don Juan o el propio Concilio de Trento se las hicieran. Pero hechas por Leré, venían armadas de punta en blanco, revestidas de invulnerable coraza y con el estoque ondulado del arcángel. ¿Qué cristiano se les atrevería? Estaba de Dios que la opinión de quien decía no tener ninguna imperase siempre, y que la voluntad rectilínea del hombre cediese a la oblicua y soslayada de la mujer. No era nuevo el caso, pues se viene repitiendo en la humanidad de poco tiempo a esta parte, desde Adán y Eva nada menos; como que nuestra protoabuela fue la primera que se puso los pantalones.
A las excitaciones de Casado, contestó al fin: «¿Qué tengo que decir sino que se hará cuanto ella disponga? Construiremos la casa de varones al extremo oriental de la Sisla».
-Así, así -dijo Leré radiante de júbilo-, es como llegan a ser verdad las grandes ideas. Yo creo, como usted, que la realidad se presta a todo lo que quieran hacer de ella; creo también que es llegado el momento de encargarle a la realidad obras más grandes que estas menudencias que se estilan ahora. Pero hay que dárselas poquito a poco, para que no se asuste. Antes que transformar lo que ya existe, conviene hacerle creer que se le dejará como está, para que lo existente no chille y nos ahogue. Si quiere usted ir lejos, empiece por andar despacito, y siéntese de vez en cuando. El que a mucho aspira, debe ser parsimonioso y cauto. Que la gente no se entere de que es cosa muy grande lo que se va a establecer, porque resultará que no comprendiéndolo, lo creerá malo. Vale más que se diga: «esto no es nada, es lo mismo que ya conocemos», y así entrará la idea en los moldes de la realidad. Una vez dentro, lo que entró encogido, va creciendo, creciendo, y los moldes se ensanchan por sí o se rompen, y la realidad pone otros, sin asustarse de nada... ¿Qué, se ríen ustedes de los disparates que digo?
-¡Disparates, hija mía! -exclamó D. Juan gozoso-. Si habla usted con toda la sabiduría del amigo Salomón.
-Irán los varones a la Degollada -repitió Ángel meditabundo, pues aquella idea se le metió en el magín, atormentándole ya como idea fija-. ¿Qué más tienes que decir?
-Nada más. Yo no dispongo nada. Digo lo que se me ocurre, y usted hace después lo que cree más conveniente. Todo su plan me parece oro molido. Por lo que a nosotras toca, algunas de mis compañeras y yo nos prestamos gustosas a ayudarle, siempre que vaya por delante la conformidad de nuestros superiores. Iremos con el mismo hábito, con la misma regla. El exceso de trabajo no nos importa. Échenos usted viejos imposibilitados, enfermos corruptos, niños, mujeres de mala vida. Nos repartiremos los servicios, según los gustos y aptitudes de cada cual, para atender a todo. Que los asilados tengan libertad de salir cuando les plazca, a mí no me asusta. Que se prohíba el defenderse de los ultrajes, no es nuevo para mí. Que sea ley no temer el contagio de las enfermedades pegadizas, paréceme muy bien. Que nos hallemos a todas horas dispuestas a morir, es cosa de clavo pasado. Que estemos obligadas a dejar nuestra celda y nuestra cama a la menesterosa que llega, encaja perfectamente con la idea que tengo de la caridad. Que no tengamos puesto en la mesa sino cuando no haya ninguna mujer hambrienta que lo ocupe, también me agrada. ¿Qué más quiere que le diga? No se me ocurre más. Mis ideas son pocas y de escasa substancia. Estos señores, que tanto saben, perfilarán bien la labor, y nos darán una cosa que sea el asombro del mundo.
-Si algo resulta que sea admiración del mundo -afirmó Guerra fervoroso-, no será obra mía, sino de quien me abrió estos horizontes. Yo no soy nadie.
-¡Ay, Dios mío! -dijo Casado-. ¿Pero es esto un certamen de modestia?... Por de pronto las socorristas, piedra angular del gran edificio, han de influir poderosamente en los destinos y en el desarrollo de la Domus Dominis; y como ahora resultan dos casas, busquemos un plural más determinado que el Domus, y digamos Civitates Domini. ¿Qué tal? ¿Me luzco para encontrar títulos? Las Ciudades de Dios es lindo rótulo, D. Ángel. Ya me están entrando ganas a mí de hacerme ciudadano de esas místicas poblaciones. Sí señor, pediría plaza, si no me lo vedara el convencimiento de mi inutilidad.
-Don Juan, véngase -propuso Leré con entusiasmo-. Sea usted allí, como en el siglo el amigo y el consejero del fundador, que pronto, prontito, ha de vestir también el traje de sacerdote. ¿Cuándo será ello, D. Ángel? No olvide, con tanto pensar en la jaula, que es usted el primer pájaro que la tiene que habitar.
-Será... -manifestó Guerra algo confuso-, cuando este D. Juan me dé por bien preparado.
-Será... -indicó el sagreño-. No hay prisa. Digo, como prisa, alguna hay, y en todo el curso del presente año, tendremos el gusto de oírle al caballero de Turleque y Guadalupe la primera misa.
-Me dice el corazón -agregó la de los ojos temblones-, que el Señor ha de ponernos por delante un caminito de prosperidades.
-Amén -murmuró Casado, entornando los ojos, y pensando en el caminito de la Sagra.
-Y ahora, mis respetables señores D. Juan y D. Ángel -dijo Sor Lorenza poniéndose en pie-, me van ustedes a hacer un favorcito, que es tomar la puerta, porque tengo que ir a la capilla a rezar el rosario. Esto no quiere decir que yo les despida...
-Sino que nos manda a paseo... -dijo Casado riendo-. Es que al lado de Sor Salomona se nos pasan las horas insensiblemente. Adiós, hermana.
-Señores doministas, adiós.
Ángel salió sin chistar, dejándose el alma entre las tocas de la inspirada socorrista.