Ángel Guerra (Galdós)/094
VII
editarLa amistad de Casado y Guerra crecía y se afianzaba con el trato. La copiosa biblioteca del cura feo iba pasando, volumen a volumen, por las manos de su discípulo, el cual se permitía comentar sus lecturas con una libertad que otro menos despierto y tolerante que D. Juan no hubiera consentido. Charlaban más que discutían, aunque a veces Ángel hizo gala de opiniones extrañas y un tanto sediciosas, que el otro celebraba por su originalidad, y rebatía con la argumentación de carretilla usada por los escolares en las academias de gimnasia dialéctica. En cuanto a los estudios, no toda la ciencia eclesiástica era igualmente atractiva para Guerra, pues si los Lugares teológicos le causaban tedio, la Liturgia le enamoraba, como arte de los ritos que tiende a sensibilizar todas las ideas cristianas. Estudiábalo con deleite, admirando el poder imaginativo de los creadores del maravilloso simbolismo, inspirador del arte religioso, sistema que entraña una peregrina adaptación de las ideas a la forma, y que ha tenido la mayor parte en la universalidad y permanencia de la fe católica. No hay que decir que le bastó ejercitar un poco el latín eclesiástico para dominarlo.
Lectorem delectando, pariterque monendo, logró Casado arrancar a su discípulo multitud de preocupaciones, y quitarle repugnancias de antiguo existentes en su alma, entre las cuales la más difícil de extirpar fue la que el Seminario le inspiraba. Era como un miedo pueril que se cura, mirando de cerca el objeto de que proviene. Trabajillo le costó a don Juan llevarle al Seminario, como de visita; pero una vez allí, la aprensión se disipó como por encanto. Casi todos los profesores eran amigos y compinches del cura sagreño, personas simpáticas y agradables, que recibieron bien y agasajaron a D. Ángel, poniéndose a sus órdenes, franqueándole la biblioteca, y mirándole, en suma, como una adquisición preciosa que debía ser tratada con todo miramiento. Al salir le decía Casado: «¿Lo ve usted? Estos infelices no se comen los niños crudos. Pertenecen a lo que, no sé si con bastante razón, se llama el elemento ilustrado. Hay de todo, naturalmente; pero uno con otro, resulta un conjunto muy bonito. Lo que a usted le ha puesto carne de gallina es la idea o el temor de que la enseñanza estuviera en manos de la célebre Compañía. Tranquilícese, amigo. En Toledo no tienen casa los jesuitas ni se les ha ocurrido restablecer la que tuvieron en San Juan de la Leche. ¿Para qué la quieren, si Toledo es pueblo pobre?».
Resultado de esta visita y de las buenas amistades que en el Seminario hizo, fue su asistencia a la cátedra de canto. Casado no le podía enseñar esta parte importante de la Liturgia, no sólo porque su oído era detestable, sino porque desconocía la técnica musical. Con el profesor de solfeo y canto litúrgico hizo el aspirante a clérigo buenas migas desde el primer día, y ambos pasaban ratos muy agradables, examinando teórica y prácticamente la inagotable riqueza coral de la Iglesia. Como Ángel tenía buen oído y excelente gusto, aquellas conferencias, que a veces se prolongaban dos horas después de clase, eran fuente de purísimos deleites, no sabiendo en rigor si era el sentimiento religioso o el artístico lo que despertaba en su alma tan grande y puro entusiasmo.
El cura sagreño llegó a sentir por su educando simpatía profunda, y si al principio el carácter del maestro al del discípulo se impuso, apareciendo éste en una especie de subordinación filial, lentamente se iban cambiando les términos de aquel parentesco del espíritu; pues con movimiento de balanza, pausado y casi inapreciable, el subordinado se iba poniendo por encima del director, y el carácter firme de D. Juan parecía plegarse ante las durezas mayores del de Ángel. Verificábase este fenómeno en la esfera de las opiniones más que en la del sentimiento, y lo más raro era que, igual supremacía iba adquiriendo el neófito sobre otros clérigos que con curiosidad mezclada de respeto le trataban. Todos creían ver en él una adquisición inapreciable. No había otro ejemplo de persona de viso y de gran fortuna que abrazase el estado eclesiástico en tiempos tan de capa caída para la religión.
Si las tardes venían buenas, ahijado y padrino se iban al cigarral. Allí, el cura campestre no se podía contener, y dando de mano a las teologías y rúbricas, dejaba correr la vena de su saber agronómico. Tiraba chinas a Cornejo por la detestable poda de los árboles, daba su opinión sobre la manera de cavar, uniendo la acción a la palabra si a mano venía. Jusepa les hacía chocolate, y se lo tomaban plácidamente sentados a la sombra de los cipreses, contemplando el cielo purísimo, y embebeciéndose en la dulce melancolía del paisaje rocoso salpicado de olivos. Los almendros y albaricoqueros hallábanse ya cuajados de flores, blancas en unos, rosadas en otros, y los efluvios de la vegetación naciente inundaban el aire de aromas, llevando al sentido la idea de renovación de la existencia, del vivir otra vez y tornar a la juventud.
Algunas tardes, cuando Guerra estaba solo, íbase paso a paso hacia la Virgen del Valle por la vereda polvorosa y solitaria, entre cercas de tapial de tierra, de un color de ocre tan vivo que parecen amasijos de rapé. La tosquedad primitiva de las construcciones agrarias le encantaba, el desorden de los plantíos, lo accidentado del terreno, el árbol que se sale por medio del tapial ostentando sobre el camino sus ramilletes de flores, el derrengado puentecillo, el arroyo que se desliza entre peñascos con tan poca agua que apenas se le siente, las casitas humildes, blanqueadas, las pitas de un verde cerúleo, con sus pinchos como navajas, y que parecen defender la heredad como la defendería un perro de presa. Excitada su mente en aquellos días por la estética musical, aplicaba con avidez el oído a cuantos rumores venían de las fragosidades que por todas partes le rodeaban. No tardó en afirmar que ninguna música escrita por los hombres igualaba a la sonatilla de los cencerros de las cabras que se precipitan por aquellas barranqueras, de regreso del monte. El encanto de la tal musiquilla ¿consistía, más que en los sonidos, en la serenidad inefable de la hora crepuscular, reflejando las vibraciones recónditas del alma del oyente? Ello es que le sumía en dulce éxtasis, y la estaba oyendo hasta que se perdía por el alejamiento del rebaño, y después de perdida llamábala a su cerebro, y en él la voluntad la repetía.
En la Virgen del Valle solía detenerse hasta muy entrada la noche. Bajaba después por la rápida pendiente, para pasar el Tajo en la barca, y en verdad sentía que el viaje fuese tan corto, pues gozaba lo indecible con el espectáculo de las márgenes de áspero cantil, que a la luz de la luna ofrecen un claro obscuro pavoroso y sublime, paisaje dantesco en el cual las calvas peñas, la corriente cenagosa y arremolinada, la barca misma, hermana de la de Aqueronte, sobrecogen el ánimo y encariñan la voluntad con las arideces de la vida ascética. Si no le daba por quedarse un rato platicando con los barqueros en el más próximo ventorrillo, subía hacia San Pablo, en cuya vecindad solía hacer una visita antes de dirigirse a su casa.
Don Tomé, desde principios de cuaresma, no era ya huésped de Teresa Pantoja, pues habiéndose establecido en Toledo unos tíos suyos, se fue a vivir con ellos. Eran marido y mujer, él de extraordinaria flaqueza, por lo cual irónicamente le llamaban Anchuras, ella no menos seca y amarilla, sin más apodo que la supresión de la primera sílaba de su nombre. Trabajaba él en curtidos, y había venido de Cebolla para ponerse al frente de un taller de pellejos y botas en las Tenerías. Con lo que allí ganaba y la ayuda del capellancito, se mantenían todos con relativa holgura. Para D. Tomé, el tío Anchuras era como un segundo padre, pues le había costeado la carrera y auxiliado siempre en sus necesidades. En cuanto a la tía Gencia, mujer de pocas palabras y de sórdidos instintos, nacida y criada en Erustes, bien puede decirse que era la persona más inteligente y dispuesta de la familia. La casa en que vivían, en la calle de los Doctrinos, era un tabuco arqueológico de los más peregrinos de Toledo, y Anchuras se maravilló de que una madriguera que le costaba seis duros al mes fuese tan a menudo visitada de extranjeros y de pintores que llegaban a la puerta pidiendo permiso cortésmente para examinar el patio. En su espacio breve, ofrecía a la admiración de los artistas dos puertas platerescas, un par de arquitos árabes, zapatas y canecillos tallados con gracioso arte y una ventana gótica cubierta de cal. D. Tomé llevó a su amigo Palomeque, el cual, absorto ante aquella olvidada joya, aseguró de buenas a primeras que allí había vivido el Greco. Mentira: el Greco vivió hacia San Bartolomé. A los pocos días sostuvo que el morador de la casa fue Diego Copín. En las paredes de una habitación alta se encontraron, rascando cuidadosamente el revoco, algunos dibujos platerescos que concordaban con los de la cajonería de la antesala capitular.
La tal casucha era un encanto. Para hacerla más bonita, Anchuras embadurnó de color sangre de toro los pilastrones de madera, las puertas bajas y las tinajas que hacían de tiestos con plantas diversas, blanqueó las paredes, remendó con yeso el brocal del pozo, y tendió de una parte a otra cuerdas para colgar la ropa lavada. Los domingos trabajaba de carpintero, y de albañil, o de adornista, pues con unos cuantos colores de temple pintó en la galería alta unas cenefas que parecían chorizos colgados al humo, y unas flores que semejaban huevos fritos. «Ya que vienen tantos señores a verlo -decía el buen hombre-, que lo vean bien pulido».
Pues en aquel nido se pasaba Ángel algunos ratos, mayormente si volvía del cigarral por la barca. Ocupaba D. Tomé la mejor pieza de la casa, y allí tenía su inocente biblioteca de manuales y libros de rezo, la mesa con los apuntes de historia, las varias colecciones de acericos, y una detestable reproducción del Cristo de la Cruz al revés. Después de charlar un poco con su amigo, Guerra se iba a su casa, que por San Juan de la Penitencia, San Justo y el callejón del Toro no distaba más de diez minutos de la calle de los Doctrinos.
Y conviene advertir que en aquella temporada había momentos en que la soledad nocturna de las calles toledanas llegó a imponer cierto temor a la misma persona que otras veces tanto había gustado de ella. Durante toda la Cuaresma, parte por desgana, parte por imposición propia, Ángel comía muy poco, a veces tan sólo lo preciso para tenerse en pie; no reparaba con el sueño la falta de nutrición, porque apenas dormía, y se pasaba las horas meditando o leyendo, sin sentir la necesidad del descanso. De aquí provino tal vez que algunas noches le turbaran alucinaciones que si al principio le hacían cierta gracia, concluyeron por producirle indecible inquietud. Ya no era nuevo en él contemplar mentalmente su propia persona ya transformada; pero de esto a verla con los ojos de la cara había gran diferencia. Dentro de la Catedral, a la hora postrera de la tarde, poco antes de cerrar, cuando todo es allí silencio y sombras que convidan a místicos ensueños, Ángel veía que un clérigo de buena estatura atravesaba por el crucero de Sur a Norte. Desde la obscura capillita del Cristo de la Columna le miraba pasar, reconociéndose en él. «Soy yo mismo -se decía-, sólo que sin barba y con traje clerical. Bastante más delgado, eso sí; pero soy el mismo: no tengo la menor duda». El misterioso sacerdote se perdía de vista, y con la mayor ingenuidad del mundo murmuraba Guerra: «Vaya, me he metido en la antecapilla del Sagrario. Tengo costumbre de orar allí todas las tardes». Una fuerza psíquica bastante poderosa le impulsaba a seguir al que creía su propio ser, pero otra fuerza más grande, como instintivo miedo, le paralizaba. A los pocos minutos, el clérigo salía del Sagrario, atravesaba el crucero, y haciendo genuflexión ante la Capilla Mayor, iba derecho a la Puerta de los Leones, y en ella se desvanecía. «Esto sí que es gracioso -dijo Guerra, que habiendo seguido de lejos a su alter ego, se detuvo al verle desaparecer-. ¿Cómo es que he salido por la Puerta de Leones, estando cerrada?» La confusión y el mareo que sintió no pueden definirse. Las naves se agrandaban desaforadamente, hasta el punto de que viendo venir a Mariano y al perro Leal, que hacían la ronda por las capillas antes de cerrar, tardó, a su parecer, más de media hora en llegar hasta ellos. «Mariano -preguntó a gritos al campanero-, ¿está abierta la Puerta de Leones?»
-El Sr. Palomeque no ha venido esta tarde.
-¿Cómo explica usted que, estando cerrada esa puerta, he salido yo por ella? -dijo, aplicando la boca al oído del campanero, que era sordo como una empanada.
-Mañana es doble de segunda, con cuatro capas -replicó Mariano con afabilidad.
Salió Ángel murmurando: «Pues yo tengo que poner esto en claro. ¿Y a dónde habré ido ahora con mi cuerpo, y mi sotana y manteo, que bien se ve que son nuevecitos? Vaya usted a saber a dónde he ido yo ahora...»